Querida Cristina;
Después de tanto tiempo supongo que se preguntará por qué diablos le escribo. Sé que en el pasado tuvimos nuestras diferencias, pero bien sabe que no tendría ésta carta en sus manos si no fuera realmente importante. Al fin y al cabo somos hermanas, y por muy lejos que estemos la una de la otra y nos hayamos dejado de hablar, las dos sabemos que en el fondo nos echamos de menos. Lo que le voy a contar es algo que me preocupa teniendo en cuenta nuestra edad.
Supongo que estará al corriente de que mi marido, Víctor, falleció hace escasos meses. Ni siquiera celebré su funeral. El muy cabrón dejó toda su fortuna, incluyendo la casa, a nuestros dos hijos, que como bien sabe son tan hijos de puta como su padre, así que no pasó ni una semana de su muerte que me enviaron al geriátrico del pueblo, donde lo único que hacemos es jugar al dominó y comer papillas. Debí haberle hecho caso hermana, y no venir a vivir aquí. Él y su estúpido sueño de morir en el campo.
Éste lugar es deprimente. Ahora estoy encerrada en mi cuarto porque el doctor ha declarado que soy “potencialmente peligrosa”. ¿Por qué? Supongo que porque soy la única que les dice a la cara lo sinvergüenzas que son. Ni siquiera puedo salir al jardín; lo cierto es que estoy empezando a echar de menos el olor a mierda de vaca, pues lo único que huelo es a hospital de viejos.
Por si no fuera suficiente, varios ancianos han caído enfermos. Supongo que se imaginará lo preocupada que estoy con respecto a eso, y de que ya no somos tan jovenzuelas como antes. He decidido empezar a escribirle ya que veo que es lo único que me queda hasta mi muerte, que bien podría ser mañana como de aquí unos años.
Deseo que usted esté bien y que siga viva, que eso es lo importante. Yo creo que me pudriré en éste sitio.