Carta 11

Querida Luisa,

Tras tu trágica muerte a manos de Sergio, de repente todos parecíamos sentir la imperiosa necesidad de salir de casa a todo correr, como si no nos fuera posible pasar ni un segundo más bajo el mismo techo que tu cuerpo descabezado. Además, el número de zombis “okupas” del edificio de enfrente aumentaba por momentos, así que muy pronto sería imposible salir de casa sin que una horda de bestias inmundas se arrojara sobre nosotros para devorarnos. Había que irse ya.

Mientras recogía las cosas y bajaba las escaleras de casa, cargada como una mula, seguía como en estado de shock, incapaz de salir de la escena del garaje, donde la luz se seguía apagando y encendiendo en mi cabeza. Dios, un momento estabas allí, despidiendo ese olor nauseabundo, mientras tratabas de devorarme a mordiscos… y al siguiente oía el grito de júbilo del imbécil de Sergio, al tiempo que tu cara desfigurada rodaba en dirección al sitio en que papá solía guardar las herramientas. ¡Mierda!

Al entrar en la ambulancia, aparcada justo delante de la puerta principal, me percaté de que Sergio y Miguel habían invitado a un zombi a que se sentara en el asiento del copiloto. No, no podía ser un zombi porque de haberlo sido, Sergio le habría matado ipso facto, tras lo cual le habríamos oído gritar un “¡y ya van tres!”. Al muy capullo se la suda todo. Sí, claro, me había salvado la vida y todo eso. Pero, tía, ¡te había matado a ti!

Miguel puso en marcha la ambulancia y mi hermana y yo dedicamos una última mirada a nuestra casa, mientras Sergio se acomodaba frente a nosotras con cara de perro muerto. Miguel se puso a hablar con el tipo de delante, que no sé de qué superhéroe iría disfrazado, pero debía de ser de uno muy chungo. Creo que se llamaba Gabriel.

—Oye…  —empezó a decirme Sergio—. Yo no sabía que era ella… Y de todos modos, ¿se puede saber en qué estabáis pensando? ¿Cómo es posible que no nos contaráis lo de Luisa? ¡Podría habernos matado a todos!

—Sí, claro, ¡ahora nos vienes con esas! —le grité—. ¡Tú lo que eres es… eres un puto asesino!!

Cuando me quise dar cuenta, la ambulancia se había detenido frente a un supermercado del que salió el chico más guapo que había visto en toda mi vida. ¿Era posible que aquel fuera Lucas, el amigo de Sergio y Miguel, y que estuviera a punto de subirse a nuestra ambulancia para unirse a nosotros? Pues iba a ser que sí.

De repente, el mundo pareció detenerse. Lucas no corría hacia la ambulancia, sino que volaba. Era alto, muy alto, delgado, rubio, con unos hermosos ojos grises… Y el resto de mis compañeros se había desvanecido como por arte de magia porque allí sólo había sitio para mí, para Lucas… y para esos diez o quince zombis, que habían salido en tropel del supermercado y corrían como descosidos, pisándole los talones.

—¡Corre, corre! —gritó Sara.

Sergio abrió las puertas de la ambulancia de par en par, Lucas lanzó su mochila hacia el interior y yo le tendí mis brazos para ayudarle a subir lo más rápidamente posible. Así con cara de susto y todo, ¡qué guapo que era, pero que poco que corría el hombre! Faltó un pelo para que le pillaran los zombis que habían tomado la delantera, en cuyas narices cerramos las puertas de la ambulancia, mientras Miguel arrrancaba derrapando… No sé de qué madera estaban hechos aquellos zombis, pues tardamos un buen rato en dejarles atrás. De hecho, Lucas, que se había tumbado entre Sara y yo, nos dijo que creía haber reconocido al capitán del equipo de atletismo entre nuestros perseguidores implacables. Tardamos al menos cinco minutos más en perderles de vista y eso que Miguel puso todo su empeño en saltarse todas las normas de seguridad vial. Tras un volantazo bastante bestial que me arrojó a los brazos de Sergio (y no se me ocurre nada peor), conseguimos dejar atrás a los dichosos zombis. Diez minutos más tarde también nos quitamos de encima al superhéroe sentado junto a Miguel, que no sé qué misión tendría, pero cuanto más lejos mejor porque tenía aires de jefecillo y a nosotros ya nos sobraba con el nuestro.

Luego nos dirigimos al pueblo de al lado, donde los tíos de Sergio tenían una casa con jardín, para veranear. El resto del año permanecía cerrada a cal y canto, por lo que era difícil que nadie hubiera entrado, pese a lo cual hicimos las comprobaciones pertinentes antes de instalarnos.

Así que aquí estamos, Luisa. Es una casa de dos plantas con cinco dormitorios y una despensa más grande que el salón de mi casa. Aunque esté medio vacía, es posible que podamos quedarnos aquí un par de semanas comiendo a base de fabadas y similares. Peor es nada.

Dice Sara que no pierda tiempo con Lucas, que no le gustan las chicas. Es más, por lo visto está por Sergio. ¿Por Sergio? ¿Quién puede estar por Sergio? Quizás Sara se equivoque, o quizás sólo lo haya dicho porque es una envidiosa. Lástima que Loli y tú ya no estéis por aquí para darme vuestra opinión. Sí, definitivamente todo sería mucho más divertido con vosotras.

Un beso muy grande,

Alicia.

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Carta 12

Estimada María Eugenia:

Nunca nos presentaron, pero sé que nació en Madrid el 5 de enero del año 1951 y que hoy ha muerto por segunda vez, por lo cual ruego encarecidamente que nos disculpe. Procuraré recordarla siempre como la señora regordeta de la foto de su carnet de identidad, donde aparece con el pelo corto teñido de amarillo paja, una cara redonda llena de marcas, ojos claros y bigote. Definitivamente, el zombi de rostro desfigurado al que nos cargamos esta mañana no se parecía mucho a Usted. De hecho, a ese monstruo no le debemos ninguna disculpa.

Esta mañana se levantó temprano y decidió darse un paseo por un jardín que no era el suyo… y que encima pertenecía a una casa atestada de humanos, la nuestra. Era la hora del desayuno y nos encontrábamos en el comedor, zampándonos unos raviolis de bote que habíamos conseguido calentar en la cocina de gas. Sara levantó la vista y casualmente la vio, arrastrando sus pies por el jardín, llevándose los rosales por delante, hasta que su falda de punto se enganchó a unas zarzas que le impidieron seguir con el paseo. Usted seguía tirando, dale que te pego, pero el dichoso arbusto se había empeñado en no soltarla. Mis compañeros y yo estuvimos un buen rato observándola, muertos de risa, porque era evidente que a Usted no le daba el cerebro para pararse a pensar en lo fácil que hubiera sido retroceder un poco para desengancharse y seguir adelante.

Llevábamos una semana en la casa y todavía no nos habíamos atrevido a salir de ella para explorar los alrededores. Lucas era definitivamente gay y estaba por Sergio, pero yo no había perdido la esperanza de que se pasara al otro lado y se fijara en mí. Mi hermana me llamaba ingenua y yo le decía que no, que era romántica. En todo caso, tengo que agradecerle que se molestara en convencer a Miguel y Sergio de que Lucas y yo no estábamos predestinados a ser super héroes. De modo que mientras ellos tres hacían estúpidas maniobras de entrenamiento en el jardín, donde jugaban con unas pistolas que habían encontrado en el desván, Lucas y yo nos lo pasábamos bomba desempeñando las tareas del hogar.

Llegué a pensar que nuestra vida podía seguir siempre así, que la comida de la despensa no se acabaría nunca, que Lucas se dejaría de tonterías y se enamoraría de mí y que viviríamos todos juntos en aquella casa, en armonía y felicidad, durante el resto de nuestras vidas. Pero entonces llegó Usted y comprendimos que la realidad era bien distinta.

Cuando los tres super héroes se cansaron de verla haciendo el ridículo, salieron al jardín, armados con sus juguetes nuevos y dispuestos a poner en práctica su habilidad como pistoleros. A Lucas y a mí nos encargaron que subiéramos a uno de los dormitorios de la planta de arriba, desde donde se dominaba todo el jardín. Además de vigilar sus espaldas, teníamos que documentar el asesinato con ayuda de la cámara digital de la prima de Sergio.

—Y Alicia… —me advirtió Sara antes de salir de la casa, embutida en su mono amarillo—. ¡Haz el favor de no olvidar que para enfocar tienes que pulsar el botón antes de disparar!

—Esta se cree que soy tonta —le comenté a Lucas mientras encendía la cámara.

Miguel y Sergio le cedieron los honores a Sara, que se situó a unos cinco metros de Usted, sacó la pistola… y se tomó su tiempo para apuntarle en la mismísima cara, atravesada por una herida muy fea que supuraba. Al percatarse de la presencia de mis amigos, comenzó a tirar con más fuerza de la falda para tratar de liberarse de las ramas que la aprisionaban.

—¿Estás sacando fotos? —me preguntó el imbécil de Sergio desde abajo.

¿Quién era Usted, María Eugenia? ¿Qué hacía antes de convertirse… en eso? ¿Cuáles eran sus aficiones? ¿Estaba casada, divorciada? ¿Tenía hijos? ¿Era de derechas o de izquierdas? ¿Había salido alguna vez del pueblo? ¿Con qué soñaba? ¿Se tejía sus propias faldas de punto?

Click. Retrato de la versión zombi de María Eugenia. Click. Sara apuntando. Click. Miguel y Sergio, posando. Click. Zombi enfurecido liberándose. Click. Zombi abalanzándose sobre Sara. Click. Miguel y Sergio disparando al zombi. Click. Miguel y Sergio disparan de nuevo. Click. Zombi sigue en pie y tratando de pegar un mordisco al cuello de mi hermana. Click. Cortina. Click. Lucas señalando una escopeta apoyada en la pared del dormitorio. Click. Lucas cargando el arma. Click. Lucas apuntando. Click. María Eugenia en el suelo. Click. Miguel y Sergio con mirándonos con estupefacción. Click. Mi hermana echando a un lado el cadáver zombi. Click. Lucas guiñándome un ojo. Click.

Hoy he aprendido que los auténticos super héroes no llevan traje. Descanse en paz, María Eugenia.

Atentamente,

Alicia.

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Carta 13

Queridísimos Miguel y Sergio, donde quiera que estéis:

De repente estaban por todas partes. Debieron de percatarse de nuestra presencia al oír los disparos con los que habíamos abatido a María Eugenia. Habíais salido al jardín y apenas habíais tenido tiempo de sacar las palas para enterrarla (no era cuestión de dejar el cadáver pudriéndose a la intemperie), cuando un número indeterminado de compañeros suyos, hizo su aparición en escena. No saltaron la valla del jardín, sino que se la llevaron por delante, avanzando con lentitud pero gran determinación, como un grupo de marujas dispuestas a arrasar en las rebajas de agosto. Y teníamos la mala suerte de ser el producto estrella. Sara dio la voz de alarma, desde el dormitorio de arriba, donde Lucas y yo le estábamos enseñando las fotos que ilustraban el trágico final de María Eugenia.

—¡Salid de ahí cagando leches! —os gritó Sara, dejándome medio sorda.

De hecho, fue acabar de pronunciar la frase y percatarnos de que ya estabais rodeados por una docena de zombis hambrientos, prestos a abalanzarse sobre vosotros. Ambos levantasteis las palas al unísono, blandiéndolas como si de lanzas se trataran, dispuestos a librar batalla, pese a la inferioridad numérica que os convertía en presa fácil para aquel ejército de las tinieblas. Mientras empezabais a repartir los primeros palazos, Lucas sacó de nuevo la escopeta, disparando una, dos, tres veces… derribando a dos de aquellas bestias y dejando a una tercera bastante maltrecha, pero cuando fue a disparar de nuevo, se dio cuenta de que se había quedado sin munición.

—Pero, ¿se puede saber qué haces, tonta? —me preguntó Sara, histérica—. ¡Deja de sacar fotos y ayúdame a buscar munición!

De modo que los tres buscamos y rebuscamos, pero allí no había más balas. Mientras el círculo continuaba estrechándose en torno a vosotros, oímos un ruido de cristales procedente de abajo.

—¡Están entrando por la parte de atrás! —grité—. ¡Vienen a por nosotros!

Nos precipitamos escaleras abajo, tratando de llegar a la puerta principal antes de que los malditos zombis tuvieran el control de la casa, bloqueándonos la única salida posible. De hecho, dos de ellos corrieron hacia nosotros en cuanto nos vieron junto a la puerta de salida, tratando de hacer girar una llave con manos temblorosas.

—¿Quieres darte prisa? —me decía Sara.

Cuando la puerta se abrió al fin, me dio ganas de dejarla tirada ahí, por imbécil, pero evidentemente no era el momento de tomarla con nadie. Salimos por patas, sin mirar atrás, perseguidos por media docena de ellos. Podríamos habernos hecho los héroes, tratando de llegar al jardín de atrás para rescataros, pero, queridos míos, por donde quieras que miráramos, había zombis y más que un acto de heroísmo, habría sido una completa estupidez. Ni siquiera Sara, como novia de Miguel, se lo había llegado a plantear. Corrimos y corrimos por las calles de la zona residencial en la que estaba situada la casa de los tíos de Sergio. Finalmente, nos detuvimos tras un paredón para tratar de recuperar el aliento.

—¡Mierda! —soltó Lucas entonces—. ¡Ni siquiera tenemos un punto de reunión!

Sara se puso a llorar, me puse a llorar también. Supongo que por solidaridad, por desesperación, vaya una a saber por qué… Los muertos y desaparecidos ya empezaban a ser demasiado numerosos.

Finalmente, Lucas, que era el único que había logrado mantener la compostura, nos instó a callar y reanudamos la marcha. Era apenas mediodía, pero teníamos que encontrar cobijo antes de que cayera la noche.

Nos hemos instalado en una casa con piscina, donde no tienen ni una maldita conserva. Lucas dice que mañana tenemos que volver a la casa para buscaros, si es que todavía estáis ahí. No quiero ir, pero tampoco quiero quedarme sola. Tengo miedo. Allí había muchos zombis. Quizás os hayáis unido a la tropa y estéis esperándonos para darnos ese mordisco de gracia que pone fin a las pesadillas que pueblan mis noches.

Besos,

Alicia.

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Carta 14

Querida Mamá:

Hace un par de días que no pronuncio palabra. Esta mañana Sergio ha venido a traerme papel y bolígrafo. Me ha dicho que escriba a quien quiera, a Dios si es preciso, pero que lo haga pronto porque necesitan que vuelva a la Tierra. Creo que tiene razón, que esto es lo que necesito para salir del pozo al que me ha empujado ese zombi gordo y seboso, cuya cara desfigurada tengo grabada en la mente.

Cuando te lo quitan todo, cuando ya nada te importa… entonces es cuando dejas de llamarte Alicia y te conviertes en … esto.

¿Por dónde empezar? Supongo que por esa mañana en que Lucas, Sara y yo salimos de una casa cualquiera para volver a esa otra en la que habíamos perdido la pista a Sergio y Miguel. He dicho una casa cualquiera. No, no era una casa cualquiera, porque resultó ser la vivienda de mi profe de matemáticas, que se había ganado tan mala reputación gracias a sus exámenes enrevesados. Mientras desayunábamos unas galletas rancias y té sin azúcar, estuvimos estudiando un par de fotos en que aparecía sonriente junto a su esposa y dos hijos algo más pequeños que nosotros. Viéndole en esas instantáneas, rodeado de los suyos, resultaba difícil creer que ese tipo hubiera podido amargarle la existencia a tantos adolescentes… ¿Pero dónde estarían ahora todos ellos? ¿Se habrían sumado a las filas de los zombis? ¿O quizás se encontraran al otro lado de la valla, preguntándose por qué no les dejaban volver a casa?

Partimos hacia la casa de los tíos de Sergio un poco después de las diez de la mañana. Llovía. Aunque hubiese jurado que la distancia entre las dos casas no era grande, tardamos una eternidad en alcanzar nuestra meta. Por un lado, porque no conocíamos el barrio, cuyas calles nos parecían todas iguales, con sus casitas de piedra anticuadas y sus jardincitos rodeados por enormes muros de arizónicas; pero también porque intentábamos ser muy precavidos, evitando los grupillos de zombis que avanzaban tambaleándose por doquier, unos más desvencijados que otros. Sara y yo procurábamos no mirarles a la cara para no descomponernos, pero Lucas parecía atravesarles con la mirada, concentrado en la búsqueda de nuestro objetivo.

Cuando al fin logramos encontrar la dichosa casa, procedimos a rodear su muro de arizónicas, asomándonos por las zonas en que la vegetación era menos densa.

—¿Les veis? —repetía Sara, ansiosa—. ¿Veis algo?

Había zombis en el jardín, dando vueltas en corro; otros se daban un festín con lo que parecían ser los restos de un perro pequeño o de un gato grande; un tercer grupo se ensañaba con unos rosales. Dentro de la casa no parecía haber el más mínimo rastro de nuestros amigos: las ventanas de la cocina estaban rotas, pero dentro no parecía haber nadie; arriba en las habitaciones, reinaba la oscuridad más absoluta; más adelante, en el salón, quizás unas sombras que no presagiaban nada bueno. Finalmente, llegamos a la altura de la entrada principal y allí, en la puerta, había algo escrito con letras temblorosas:

«Os espero a las 13 en la esquina de la calle Valverde con la calle…»

El resto aparecía emborronado. Sara rompió a llorar porque estaba segura de que aquella no era la letra de Miguel. Y si el autor del texto había sido Sergio, no entendía porque había puesto la frase en segunda persona del singular. Lucas intentó tranquilizarla, diciéndole que era posible que los dos amigos hubiesen tenido que separarse y que el mensaje de Sergio fuera para todos nosotros, incluido Miguel. Sara no dejaba de llorar, eran la doce del mediodía, no sabíamos donde estaba la calle Valverde y no teníamos ni pajolera idea de en qué esquina nos podrían estar esperando, si es que nos estaba esperando alguien.

Cuando Lucas y yo nos disponíamos a marcharnos de allí para tratar de encontrar el punto de encuentro, ocurrió. Fue cosa de segundos, te lo juro. Sara estaba allí, justo a mi lado… y de repente ya no estaba. Salió corriendo hacia la casa, convencida de que había reconocido a alguien, a Miguel, cuyo disfraz de militar le hacía inconfundible pese a permanecer de pie, dándonos la espalda. Cuando Sara estaba a punto de llegar a su altura, ese zombi gordo y apestoso, vestido con traje y pajarita, ojos saltones inyectados en sangre y brecha en la cabeza, se abalanzó sobre ella, propinándole un enorme mordisco en el hombro. Te juro que quise gritar, pero no pude. Caí de rodillas al suelo sin poder articular palabra, presa del pánico, la desesperación. ¡Sara! Era como si me hubiesen partido algo por dentro. A continuación oí los disparos del arma de Lucas, que hizo retroceder dos pasos al gordo. Sara gritaba de dolor, con la mirada fija en Miguel, que se dio la vuelta y se abalanzó sobre ella también, mordiéndola en el cuello, arrancándole un brazo. Lucas ya no sabía a dónde disparar… y entonces todo se emborronó.

No recuerdo qué paso durante los horas siguientes, ni sé cómo llegamos hasta aquí. Cuando desperté al fin, podían haber pasado dos días o cinco semanas. Era una mañana soleada y me puse a llorar cuando Lucas y Sergio entraron por la puerta. Seguía llorando cuando varias horas después me trajeron algo para comer. No quería pan rancio, ni fabada de bote, ni palabras de ánimo, sólo quería ver a Sara, pero ella ya no estaba.

Aunque Sergio y Lucas me dicen que no ha sido culpa mía, siento que te he fallado, Mamá. Ya no tiene arreglo. He sido una imbécil, la tenía ahí al lado y dejé que se fuera para siempre. Lo mismo que con papá. Quizás algún día me puedas perdonar, pero nunca me perdonaré a mí misma.

Si algún día se vuelven a cruzar nuestros caminos, es probable que no logres reconocerme: Alicia murió en ese jardín en el preciso instante en que Sara dejó de ser Sara. Sólo espero que un día encuentres esta carta para que puedas comprender qué es lo que ocurrió conmigo antes de convertirme en… una sombra de mí misma. ¿Es esto a lo que llaman madurar?

Adiós, Mamá. Te quiero.

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Carta 15

Querida Sara,

Acabamos de celebrar vuestro funeral a la sombra de un castaño con vistas al monte, desde donde Miguel y tú podréis ver el atardecer, juntos, durante toda la eternidad. Si algún día despierto de esta pesadilla, prometo volver para poneros flores y charlar un rato con vosotros. Descansa en paz, querida hermana, porque aquí arriba acaba de empezar la guerra.

Cuando conseguí levantarme de la cama, le pedí a Lucas que me enseñara a disparar, pero, presa de los celos, se negó en rotundo. No es capaz de aceptar el hecho de que Sergio sea hetero y que esté enamorado de mí. Evidentemente, no puede culparme de las tendencias sexuales de nuestro amigo y mucho menos del hecho de que yo esté tan buena. Me duele que Lucas esté así, ¿sabes? Sobre todo porque cuando frunce el ceño, se pone tan guapo, que le mataría a besos. En fin, que lo de los tríos amorosos da para mucho en las pelis románticas, pero en la vida real es un auténtico tostón.

Al enterarse de mi interés repentino por las armas, Sergio, que parece totalmente ajeno a los sentimientos de Lucas, se ofreció a darme unas clases. Durante la primera hora los resultados fueron descorazonadores. En otras palabras, no daba ni una. Tras dos horas más de entrenamiento, había agujereado cientos de cosas, pero las botellas a las que apuntaba, seguían allí, perfectamente alineadas y sin un sólo rasguño. Cuando estábamos a punto de tirar la toalla, descubrimos por casualidad que había truco. Imagínate que quiero darle a una botella, pues Sergio me dice que dispare a la puerta verde que está a 5 metros y… milagrosamente el objetivo estalla en mil pedazos. La única pega es que necesito que Sergio esté conmigo para calcular las distancias y darle al zombi en lugar de a Lucas (aunque a veces me entren ganas de matarlo). Como te puedes imaginar, esto no ha hecho más que empeorar las cosas con Lucas, que no soporta que Sergio y yo formemos equipo.

Pese a nuestras diferencias, los tres teníamos claro que no podía haber piedad. Es decir, que si volvíamos a la casa donde os habíamos perdido, no podía quedar ningún zombi en pie, incluidos vosotros dos. Era la única forma. Propuse un asalto en plan Rambo, liándonos a tiro limpio con todo Cristo, pero los dos chicos estaban de acuerdo en que aquello era una completa locura, principalmente porque éramos sólo tres y vosotros ciento y la madre. Lucas sugirió quemarlo todo, recurriendo al típico escape de gas en la cocina. Sergio y yo acogimos la idea con entusiasmo, no sólo porque nos encantaba la idea de ver saltar la casa por los aires, sino porque ninguno de los dos nos veíamos capaces de pegaros un tiro ni a ti, ni a Miguel. De hecho, Sergio ni siquiera había sido capaz de contarnos cómo se había muerto su amigo. Cada vez que le mencionábamos el tema, bajaba la mirada y dejaba de hablar. Así que decidimos dejarlo correr.

Llegamos a la casa un poco antes de las diez de la mañana, cuando parecía que estabais celebrando una especie de festival zombi en el jardín. A juzgar por los rugidos, golpes y alaridos, el evento debía de ser la mar de interesante. Nos detuvimos un momento junto a la ambulancia que nos había llevado hasta allí, pero que había quedado inservible por la falta de combustible, y acto seguido nos dirigimos sigilosos hacia la casa. Sinceramente, no teníamos ningún plan, sólo una caja de cerillas, unas pistolas, municiones… y la determinación de llegar hasta la cocina con la esperanza de que en la bombona quedara el suficiente gas como para que todo saltara por los aires. Fue fácil entrar, pues todos os hallabais en el jardín. Es más, caímos en la cuenta de que de nada serviría que la casa explotara, si no estabais dentro. Así que Lucas propuso que Sergio y yo atrajéramos vuestra atención, mientras él la liaba en la cocina. La idea era que todos entrarais por la puerta principal, mientras nosotros escapábamos por la trasera.

Estabais tan enfrascados en vuestro evento matutino que nuestros gritos no consiguieron atraer vuestra atención, de modo que finalmente nos tuvimos que liar a tiros. Fue un poco estresante para Sergio, que tenía que disparar a la vez que me decía a dónde tenía que apuntar yo para dar a este zombi o al de más allá. Derribamos a un par de ellos y al poco, un enjambre de bestias enfurecidas se lanzaba en nuestra persecución. Llegamos a la cocina con la adrenalina por las nubes, pero allí no había rastro de Lucas, que no parecía haber encendido el gas, ni nada que se le pareciera.

Reconozco que pensé que nos había dejado tirados. Miré a Sergio, me miró, los zombis ya en el pasillo, apenas a unos pasos… Y he aquí que aparece Lucas de debajo de una mesa y simplemente nos dice que ya está y que nos vayamos de allí pitando. Pero, ¿de qué estaba hablando? Como no era el momento de explicaciones, nos limitamos a correr como locos hasta que Lucas nos dijo que ya era suficiente. Sara, si estabais allí, ni siquiera llegamos a veros.

La explosión fue apoteósica, mucho mejor que los fuegos artificiales de las fiestas o nada que hubiéramos visto en una película de acción. De hecho, era imposible que una simple bombona de butano pudiera haber hecho aquello.

—Resulta que mientras estabais haciendo vuestras prácticas de tiro —nos dijo Lucas ante nuestras miradas inquisitivas—, encontré unos explosivos. No os había dicho nada porque no estaba seguro de saber utilizarlos, pero lo importante es que ha salido bien, ¿verdad?

Su bomba no sólo había hecho un boquete enorme en la cocina y parte de la planta de arriba, de donde salía un humo blanquecino, sino que la casa también había perdido la mitad del techo. Los pocos zombis que salían tambaleantes, fueron blanco fácil.

No conseguimos recuperar vuestros cuerpos, pero hemos decidido haceros un funeral simbólico, junto al castaño que te he mencionado antes. Sergio insistió en pronunciar unas palabras y lo que hizo fue contarnos, al fin, cómo había perdido a Miguel hacía apenas unos días. Nos dijo que tras nuestra marcha, de alguna forma, los dos consiguieron abrirse paso hasta la casa. Se precipitaron escaleras arriba, donde se refugiaron en uno de los dormitorios, atrancando la puerta con un escritorio. Sin embargo, los zombis, que no eran tontos, sabían perfectamente dónde se habían escondido y pronto arremetieron contra la puerta, aporreándola con todas sus fuerzas. Saltar por la ventana no era una opción, dado que el jardín seguía atestado de enemigos. Así que sólo les quedaba el armario, donde uno de ellos podría refugiarse, confiando en que los zombis se olvidaran de él tras devorar al desafortunado que se había quedado fuera. O no. Pero no había tiempo para un plan más elaborado.

Miguel propuso que se lo jugaran a cara o cruz, pero no hubo tiempo ni de lanzar la moneda, ya que los zombis estaban a punto de irrumpir en el cuarto. Entonces Sergio, sin pensarlo dos veces, le dio un empujón a su amigo, lanzándole contra la puerta… y se metió en el armario, con la esperanza de que los zombis impidieran que Miguel pudiera quitarle el sitio. Y efectivamente, Miguel no tuvo la más mínima oportunidad. Aquellas bestias apenas tardaron unos segundos en entrar y abalanzarse sobre él. No se oyó ningún grito, sólo el sonido de huesos rotos y carne desgarrada, acompañado del olor a sangre y podrido. Sergio tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder la compostura, pero las náuseas que sentía no eran nada en comparación con su propio sentimiento de culpabilidad.

—Lo siento, Miguel —dijo Sergio entre lágrimas—. Tenía tanto miedo…

La suerte quiso que algún ruido atrajera a los zombis más que el olor a miedo proveniente del armario, de modo que se precipitaron escaleras abajo, olvidándose de él.

En las guerras no hay héroes, sino sólo un atajo de víctimas más o menos afortunadas. Aquí ya no existe ni El Bien ni El Mal, sólo estamos nosotros y esas bestias… y todo se limita a hacer lo posible para sobrevivir. No soy nadie para culpar a Sergio de lo que hizo, pues ya tengo que apechugar con mis propios errores y vivir con ello, pero vivir, al fin y al cabo.

Descansa en paz, allá donde estés. Nosotros seguimos aquí y esto es la guerra.

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Carta 16

Querido Lucas,

Siempre guardo mis cartas en el mismo bolsillo de la mochila, a la espera de encontrar un buzón donde echarlas. Como hace ya un tiempo que nos hemos alejado de los barrios civilizados, tengo bastantes guardadas. A veces las releo por las noches para corregirlas, o para recordar cosas que mi cerebro se empeña en olvidar.

Hace dos noches me llamaste loca porque insistía en que las cartas habían desaparecido. Me dijiste que estaba claro que las había dejado en otro sitio, que volviera a mirar y que os dejara tranquilos con mis tonterías. A la mañana siguiente las encontré en el bolsillo de mi chaqueta y me callé por simple vergüenza.

Esa misma tarde nos cruzamos con la pareja hippie, Pedro y Vero, de esos que visten ropa muy amplia, se dejan el pelo largo y no se tiñen nunca las canas. Venían cargados con unos enormes macutos, GPS y mil trastos más de su tienda de montaña. Me acuerdo aún de esa tienda y de que hace apenas un año le habían cobrado a mi hermana un ojo de la cara por unas botas que costaban la mitad en cualquier otro sitio. Las botas serían buenas, no lo dudo, pero Sara ni siquiera llegó a estrenarlas. Aparte de ese detalle, bueno, eran majos, la verdad. Nos los encontramos mientras deambulábamos por una urbanización a medio construir y nos invitaron a cenar con ellos en el chalet piloto en el que estaban instalados. Sergio comió a disgusto el dichoso humus, el taboulé y las hamburguesas de soja. No sé de dónde habrían sacado los ingredientes, pero todo estaba buenísimo. Mientras comíamos, nos dijeron que tenían pensado largarse de allí al día siguiente.

—Vamos a subirnos a un refugio que hay en el monte —nos dijo Pedro—. Debería de estar en buen estado y no creo que haya muchos zombies por allí.

—¿Os queréis venir con nosotros? —nos preguntó Vero de forma espontánea.

Sergio y yo te miramos pidiendo aprobación, pues estaban bien equipados y su plan parecía mejor que el nuestro. Sobre todo porque no parecíamos tener ninguno. Pero tú simplemente te callaste, dejándonos muy claro que la idea no te convencía en absoluto.

—Bueno, no hace falta que vengas —te dije.

Y fue ahí y entonces cuando estalló una de esas discusiones que marcan época, sobre todo porque nos llamamos de todo. Unas cosas llevaron a otras y, no sé cómo, acabaste sacando a relucir detalles que era imposible que supieras, si no hubieses abierto mi cabeza por la mitad. ¡Las cartas! ¡Habías sido tú! Fuiste tan rastrero, Lucas, que no dudaste en poner toda la información de la que disponías sobre la mesa, delante de Sergio y de aquellos dos desconocidos.

No voy a negar que me haya estado comportando como una niñata «pija y frívola», según tus propias palabras, pero no eres nadie para echarme en cara la muerte de mi hermana. Furiosa, me lancé sobre ti, dispuesta a arrancarte la piel a tiras, pero Sergio se interpuso entre nosotros evitando males mayores. Todo acabó con un silencio sepulcral y mi mutis entre lagrimones, cosa que dejó aún más evidente mi condición de niñata.

Creo que a Pedro y Vero les he dado pena porque han insistido en que me vaya con ellos por la mañana. Te dejo a Sergio, si es que te sirve de algo, pero ya te digo yo que no es gay por más que insistas, capullo.

A diferencia de las otras cartas, esta sí que es para ti y espero que la leas. Como ya sabes, me gustabas y pensaba que eras un tío legal, incluso un héroe. ¡Vaya decepción al descubrir que sólo eres fachada!

Pese a todo, te deseo mucha suerte. Si un día volvemos a cruzarnos como personas, no esperes que te devuelva el saludo. Pero si lo que me encuentro es a un zombi, Lucas, te aseguro que no habrá piedad contigo.

Hasta nunca,

Alicia.

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Carta 17

Querida Sara,

Pedro, Vero y yo partimos temprano. Aunque intentamos no hacer ruido, Sergio debió de oirnos porque se levantó para despedirse. De hecho, Pedro le dejó una nota con indicaciones precisas de cómo llegar hasta el refugio donde nos quedaríamos por si las cosas se torcían ahí abajo. Mientras hablaban, permanecí callada, rogando a Dios para que Sergio no se uniera a nuestra expedición. Él tampoco me dijo nada, pero cuando me abrazó para decirme adiós, me pareció que apretaba demasiado fuerte. Cuando logré desengancharme, no sin cierto esfuerzo, cogí mis bártulos y me marché sin mirar hacia atrás.

Te encantarían Pedro y Vero. Son como esos padres que a todos nos habría gustado tener. Te tratan como un adulto y te cuentan cosas muy interesantes, aunque no entiendas la mitad de ellas. Lo único que no me gusta es su perro, Roco, que será muy simpático, pero tiene demasiado pelo y cuando le tocas, te deja un olor un poco raro en las manos. Además no suele obedecer las órdenes de sus dueños, que nunca suenan lo suficientemente autoritarios.

Según mis amigos, la ruta al refugio era muy fácil, con un desnivel acumulado de apenas 300 metros en sus ocho kilómetros de recorrido. Sinceramente, a mí me pareció un infierno. Primero caminamos por una senda marcada con unas piedrecitas llamadas “hitos” y que discurría por un bosque de pinos, donde además del calor, tuvimos que soportar a un ejército de moscas muy molestas. Más tarde, el camino se hizo más empinado y, de a ratos, tuvimos que trepar por rocas a las que mis zapatillas no se agarraban muy bien, de modo que resbalaban a menudo, haciendo peligrar mi integridad física. A todo esto, el perro no ayuda porque pasaba una y otra vez a mí lado, llevando en su boca palos de tamaño imposible con los que me propinaba golpes que me hacían perder el equilibrio. El hecho es que durante el trayecto me caí doce veces, Sara. Así que no quiero ni imaginar a qué llama esta gente una ruta de dificultad moderada o alta.

A medida que ganábamos altura, el paisaje desplegado a nuestro pies ganaba en amplitud y belleza. Allá abajo estaba nuestro pueblo, diminuto. Llegué a distinguir la torre de la iglesia y me pregunté qué estaría haciendo papá en aquel momento. Os recordé a ti, a Mama, a todos nuestros amigos… y por un instante se me encogió el corazón. Vero me dio una palmadita en la espalda  y me sonrió con amargura. Su hermano también estaba abajo y había tenido que cortarle un brazo para poder escapar de sus garras cuando intentaba morderla. Permanecimos en silencio durante unos minutos y luego proseguimos la marcha. A mí me dolían las piernas y la mochila me pesaba horrores. Afortunadamente, más arriba corría algo el aire… y pronto divisamos el refugio al que nos dirigíamos.

No me había esperado un hotel de cuatro estrellas, pero tampoco aquello. ¿A eso le llamaban un refugio? Era una pequeña casa de piedra, con el techo medio derruído, con restos de algún botellón, las paredes con pintadas cutres… No había más que una habitación y ni rastro de baño, ni ducha… “¡Díos mío!” pensé. “¡Vamos a terminar oliendo todos igual que Roco!”

Durante los días siguientes, establecimos una rutina que empezaba al amanecer con un desayuno frugal, tras el cual iniciábamos un paseo de dos kilómetros para llegar hasta un arroyo poco caudaloso, donde nos aseábamos como podíamos y recogíamos agua para poder tirar el resto del día. Durante el viaje de regreso al refugio, nos dedicábamos a revisar los cepos que Pedro había dejado desperdigados por la zona, con la esperanza de encontrar algún conejo, o cualquier cosa comestible que nos permitiera comer sin agotar las provisiones que habíamos traído en las mochilas. A veces había suerte y encontrábamos hasta dos conejos, que luego asábamos al fuego. Por la tarde, nos echábamos la siesta, o jugábamos a las cartas, o con el perro, o me estudiaba un manual de supervivencia que Pedro se empeñaba en que me empollara. Al caer la noche, cenábamos tirando de provisiones, nos contábamos historias a la lumbre del fuego y dormíamos como podíamos en el suelo duro y frío del refugio.

Pese a la suciedad, el dolor de espalda, a Roco, al hambre, o la falta de televisión… creo que fui feliz durante la semana que duró aquel curso de iniciación a la vida en el monte. Llegué a pensar que aquello podría durar para siempre y que iba a gustarme. Pero dicen que las cosas buenas se acaban pronto y nuestra felicidad tocó a su fin en el preciso momento en que al salir a mear justo antes del atardecer, me tropecé con Sergio, que apareció entre unos matorrales, sudoroso y con el rostro desencajado.

—Por lo que más quieras, Alicia —me dijo con mirada suplicante—. ¡No me preguntes nada y echa a correr!

Y lo que sigue te lo cuento en la próxima carta, pues nuestra vida se ha complicado bastante desde la aparición de Sergio, así que más vale que te deje y eche a correr de nuevo.

Un beso muy grande,

tu hermana.

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Carta 18

Querida Sara,

Me alegré mucho de volver a ver a Sergio, aunque sus primeras palabras fueran para que cerrara la boca, pese a que no viniera solo, sino acompañado de un ejército de cincuenta zombis que no han dejado de perseguirnos desde entonces, convirtiendo nuestras vidas en una perpetua carrera.

Sí, a pesar de todo, me ha alegrado su vuelta porque cuando miro atrás me doy cuenta de que Sergio es la única familia que me queda. A veces me pregunto qué pensaría Mamá si pudiera verme aquí y ahora, no daría crédito a sus ojos. ¿Qué fue de esa chica llamada Alicia? Con lo arreglada que iba yo siempre… y mira la ropa que llevo ahora, por no hablar de estos pelos. ¿Qué hago aquí, perdida en el monte con estos desconocidos? ¡Si hace diecisiete cartas ni siquiera les conocía! Han pasado tantas cosas, nos habéis dejado ya tantos… Apenas puedo creer que alguna vez pudiera ser una chica normal con una vida normal. Ahora parece que eso fue hace siglos, ¿verdad?

Sergio nos ha contado que a la mañana siguiente de nuestra marcha, Lucas había desaparecido sin dejar una nota ni nada. Se quedó varios días en el chalet piloto, esperando a que regresara, pero no dio señales de vida. De modo que, tras recoger sus bártulos, fue en nuestra búsqueda. Nada más salir de la casa, tuvo la extraña sensación de que alguien le vigilaba. De hecho, según iba avanzando, cada vez se convencía más de que le estaban siguiendo. Fue al ganar altura cuando creyó divisar sombras entre los últimos árboles, muchas de ellas. Para entonces sus perseguidores ya habían decidido dar la cara y, tras lanzar un espeluznante grito de guerra, emprendieron la persecución, encabezados nada menos que por Lucas.

Sí, ahora Lucas es un zombi y viene a por nosotros. Para mí que lo ha hecho a propósito, Sara. Ése es tan retorcido que se ha convertido en zombi por gusto, sólo para vengarse de nosotros. No me sorprende que incluso después de muerto, nos siga odiando tanto, ni que su versión zombi siga teniendo cierto atractivo gracias a la lividez, o vaya una a saber qué. Lo que sí me ha chocado, y mucho, es comprobar que tú estés a su lado, precisamente tú. No sólo no estás tan muerta como pensaba, si no que no se te ocurre otra cosa que unirte a ese desgraciado. En fin, te disculpo porque supongo que tu cabeza no da para más y te falta medio brazo, pero quiero que sepas que si intentas hacerme daño a mí o a cualquiera de mis colegas, no tendré piedad. Porque estoy del lado de los vivos, Sara, y tú ya no eres tú.

Llevamos varios días tratando de despistaros, pero Lucas es muy listo y parece imposible daros esquinazo. A veces nos cuesta encontrar agua, dormimos poco y mal, y hace más de veinticuatro horas que no probamos bocado. Vamos a tener que volver a la civilización, o a lo que quede de ella. Necesitamos encontrar una casa en la que haya comida y un techo bajo el que podamos descansar para reponernos y trazar un plan. Tenemos que salir de aquí, pero ahora estamos demasiado cansados como para idear nada mínimamente inteligente. Pedro ha divisado una urbanización de chalets de lujo en la periferia, vamos hacia allá.

Te iba a decir que nos desearas suerte, pero supongo que no puedo contar con tu beneplácito. Nuestro éxito es tu fracaso, ¿verdad? Definitivamente, si Mamá me oyera, no podría dar crédito a sus oídos. Pero Mama está en la India, o donde quiera que esté, y nosotras estamos metidas en esta pesadilla de la que no podemos despertar.

A pesar de todo, te quiero.

Alicia.

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Carta 19

Querida Sara,

Me acuerdo de que la abuela nos solía decir que volverse viejo era tener tu casa llena de fotos de personas muertas y que cada vez que le oíamos decirlo nos entraba la risa floja. He estado pensando en ello últimamente y creo que me estoy volviendo vieja a una velocidad alarmante. Me he sorprendido a mí misma, observándome en el espejo, buscando algún signo de vejez prematura: una arruga delatora, una cana…  Como si algo así fuera posible. Pero lo cierto es que miro a mi alrededor y sólo veo cadáveres, ya sean zombis o muertos de los de siempre, y todos ellos llenan las paredes de mi cerebro. Son ya tantos que, a veces, creo que la cabeza me va a estallar. Ahora entiendo porque el último suspiro de la abuela me pareció de alivio.

El hecho es que no hemos llegado muy lejos y estamos rodeados. Creo que esto es el fin.

Todo ha sido culpa de Roco, que se ha empeñado en interpretar el papel del perro de la película de miedo que lo fastidia todo. Se te despista, desaparece, te empeñas en ir a buscarle, aunque vaya contra toda lógica, te ataca un zombi, tu novio intenta ayudarte, le muerden, te dice que te vayas, pero te sientes culpable, te quedas, ¿para qué te quedas? Para que te muerdan a ti también… Y entonces ya es tarde para ambos. Y repito, ¿todo para qué? Para que el puto perro reaparezca en la escena siguiente, moviendo el rabo, como un bobo, adopte a otra pareja en un plis y de los otros dos, que se sacrificaron estúpidamente por él, si te he visto no me acuerdo.

Mierda, acabo de decir que Sergio y yo somos pareja y no tengo con qué borrar.

Pues sí, allí estábamos, Roco, Sergio y yo, escondidos en el primer chalet que encontramos. Dos salones, una cocina enorme, comedor, cuatro baños, seis dormitorios, garaje… Y lo más importante, una gran despensa en la que encontramos una estantería llena de conservas. Pedro y Vero, pobres Pedro y Vero, habían pasado a engrosar el ejército de Lucas, que estaba registrando a conciencia el barrio pijo en el que nos encontrábamos. Le dije a Sergio que como el dichoso perrito nos delatara con sus ladridos, iba a matarle sin dudarlo un instante. A lo que Sergio repuso que eso era fácil de decir, pero que me detuviera a mirar esa carita que tenía. No lo sé, quizás tuviera razón. Si eres capaz de matar a un perrito tan inocente, entonces qué sentido tiene la vida, ¿verdad?

Pero Roco estaba nervioso y sabíamos que era como una bomba de relojería. Así que le abrimos la puerta de la cocina y le animamos a que se fuera a dar un paseo de los que duran para siempre. Pues no había manera, el tío es listo, no quería irse y mira que lo intentamos todo. Finalmente, a Sergio se le ocurrió lanzar un trozo de pan rancio hacia el jardín, a ver si corría tras él. Y esta vez Roco sí que corrió, vaya que si corrió el muy capullo. Iba dando saltos de alegría, mientras movía la cola cual hélice de helicóptero… Y lanzó tales ladridos que debieron de retumbar en todo el puto barrio, porque al poco se oyó un rugido que no dejó lugar a dudas de que Lucas y su ejército ya sabían perfectamente dónde encontrarnos. Sergio y yo nos miramos, helados, y Roco nos miraba a los dos, desde ahí abajo, masticando su premio con esa carita inocentona, pidiendo más pan y juegos.

No, no he matado a Roco, que sigue aquí con nosotros. Ya da igual que ladre. Todos saben dónde estamos.

Hemos pasado las últimas horas atrancando puertas y ventanas, mientras Lucas, Pedro, Vero, tú y todos los demás os vais amontonando en el jardín. Todavía no habéis hecho ningún intento por entrar, pero estáis a punto… y yo no sé si estoy preparada para morir. Pero Pedro y Vero seguro que no lo tenían planeado y probablemente la abuela tampoco, aunque tuviera noventa años y apenas pudiera moverse. En eso consiste la vida, ¿no? En agarrarte a ella con todas tus fuerzas e intentar seguir adelante, porque mientras sigas respirando hay esperanza. Supongo que lo que necesitamos es un milagro, ¿te puedo pedir que nos desees suerte?

Besos, Alicia.

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Carta 20

Querida Sara,

Todo sigue igual que como estaba: vosotros allí afuera, amontonándoos junto a la casa, cada vez más numerosos. Y nosotros aquí, dentro de la casa, racionando la comida, esperando un milagro que no llega. Se ha ido hasta el perro, que se habría cansado de estar del lado de los perdedores, desapareciendo una noche sin despedirse. No le culpo de ello, debía de saber que con nosotros no tenía futuro alguno. De hecho, lo único que hemos hecho es devanarnos los sesos ideando planes de fuga descabellados que no tenemos ni el valor ni la destreza para ejecutar. “¡Patético!” habrá pensado Roco.

—Y si… —empezaba Sergio—.¿Y si lanzamos una bomba por la ventana del dormitorio? Quizás sirva de distracción y podamos escapar por la puerta principal…

Pero ninguno de los dos sabemos fabricar bombas, así que descartado.

—Y si —volvía a empezar—. ¿Y si uno de los dos se lía a disparar desde la cocina, mientras el otro se escapa por la puerta del salón y trae ayuda?

Pero yo me niego en redondo a echar una carrera con tanto zombi suelto por ahí y tampoco estoy dispuesta a dejar que Sergio se vaya, dejándome aquí sola. Descartado también.

¿Y si prendemos fuego a la casa y en la confusión les damos esquinazo? ¿Y si esperamos a que caiga la noche para tratar de escapar sin que nos vean? ¿Y si nos hacemos pasar por zombis para pasar desapercibidos, como en esa peli? ¿Y si lanzamos bengalas para que el ejército, o quien sea, venga a salvarnos? Pero, ¿qué bengalas? ¿Y si les mandamos a Roco, en plan señuelo, y nos piramos mientras tanto? ¿Roco? ¡Pero si ya no está aquí!

—¿Y si te callas la boca, hombre? —he tenido que acabar diciéndole para dar el asunto por zanjado.

Porque todos los planes son pésimos y aquí lo que nos hace falta es un héroe que nos salve el pellejo, pero Lucas se ha pasado al otro bando y los héroes no son algo que abunde.

El hecho es que Roco se ha ido, nos queda comida para una semana y somos unos cobardes.

Ahora que hemos descartado la fuga, paso las horas muertas observándoos desde la ventana de mi dormitorio. Aunque me escondo tras las cortinas, creo que Lucas sabe que estoy aquí porque a veces sus ojos parecen mirarme directamente, inexpresivos. ¿A qué esperas para entrar y acabar con nosotros? ¿Qué es lo que pasa por tu cabeza podrida?

Tengo tanto miedo de acabar como tú, Sara, tan atontada, tan deforme. A menudo tengo pesadillas en que me encuentro acorralada por tus colegas y noto cómo me dais ese primer mordisco fatal al que siguen otros… y despierto pegando un grito, bañada en sudor. Entonces, Sergio suele asomarse por la puerta de mi habitación y me pregunta qué tal estoy y le digo que no me deje sola, así que se mete en la cama conmigo, pero sin quitarse el pijama ni nada, claro.

—Sergio, perdona si a veces soy borde contigo —le digo en esos momentos de debilidad.

A veces me cuenta una película para que me duerma. Suele contarlas fatal, pero me vuelvo a dormir y entonces no sueño con zombis, sino con aventuras espaciales, o carreras de coches, o persecuciones en ciudades que nunca he visto y que probablemente nunca vea. Siento que esta película está por acabarse y que va a acabar muy mal.

Un beso, Alicia.

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