Carta 11

A quien quiera leerlo:

Un ruido a mi espalda me despertó. Maldije entre dientes al darme cuenta de que me había quedado dormido.

Un error imperdonable que me podría haber costado la vida.

Me oculté a un lado del portal, empuñando el bate ensuciado con el bigote de mi suegro. Oí pasos que se acercaban, así que ataqué.

No sé cómo pude parar a tiempo, pero mi bate quedó suspendido a escasos milímetros de la nariz de un chavalín. Su cara iba tornándose del color ceniza al mármol, inmóvil como una estatua. Detrás suya estaba otro chico, mirándome fijamente como si hubiera visto un fantasma. Ambos iban ataviados con ropa militar de mercadillo.

Me eché el bate al hombro y ladeé la cabeza.

—¿Vosotros sois los de la ambulancia, verdad? ­—pregunté señalándoles con el dedo.

—¿Y tu quién eres? —respondieron al unísono.

—Yo me llamo Gabriel, ¿y vosotros sois?

—Eh… Hola, somos Sergio y Miguel. Estamos con dos chicas más. ¿Qué tal si seguimos la conversación dentro de la ambulancia? Pueden aparecer zombis en cualquier momento.

Desorientado, me volví hacia la ambulancia. Al rato, una idea me vino a la cabeza.

—Claro —respondí con media sonrisa.

Nada más subirme al asiento del copiloto de la ambulancia, aparecieron las dos chicas, embutidas en unos trajes de lo más extraño, como sacados de un cómic barato.

El tal Sergio se sentó detrás con ellas, parecía muy nervioso y aunque las chicas me miraron con cierto escepticismo al principio, enseguida dejaron de prestarme atención. Miguel arrancó el coche y empezó a hablarme. Me contó que querían salir del pueblo, pero que antes tienen que ir al súper a recoger a un colega. Poco me importa a mí lo que quieran hacer o no, pero intenté ser amable, por lo que les pedí si podrían dejarme cerca de la entrada principal del pueblo.

—¿Y que es lo que vas a hacer allí? ¿Sabes acaso algo de lo que está pasando en el pueblo? —me preguntó extrañado Miguel.

—Tengo que… resolver unos asuntos. Y no tengo ni puta idea de que cojones está pasando aquí —respondí mientras miraba la carretera.

Miguel optó por no seguir preguntando, además ya habíamos llegado al súper.

—¡Corre, corre! —oí gritar desesperada a una de las chicas.

A través del espejo retrovisor vi como un chico corría hacia nosotros con la cara desencajada. Por detrás suya, una horda de zombis le seguía a toda velocidad. El chico lanzó la mochila hacia el interior de la ambulancia mientras Sergio y la chica del traje rosa le ayudaron a entrar.

—¡Arranca! —le grité a Miguel.

Apenas un segundo después de cerrar las puertas, oímos cómo el primero de los zombis se estampó contra la ambulancia. Miguel aceleró con brusquedad, provocando que la ambulancia chirriara, dejando tras de sí una gran polvareda.

—Esos hijos de puta corren como cabrones ­—exclamó medio ahogado el chico nuevo. Estaba tumbado y sudoroso sobre la camilla trasera—. Creo que el que se ha estampado contra la ambulancia era el capitán del equipo de atletismo.

Y vaya que si corrían, Miguel apenas los podía despistar, conduciendo como un loco entre las callejuelas del pueblo.

­—Ve por allí ostias, por allí ­—le grité golpeando el salpicadero mientras le señalaba un atajo.

Miguel dio un fuerte volantazo en el que estuvimos a punto de volcar. Las chicas chillaron del susto, pero por suerte, la ambulancia se enderezó a tiempo. Esa veloz maniobra despistó a los zombis, aunque no parábamos de mirar nerviosamente por el espejo retrovisor. Después del incidente ninguno dijo nada, la situación era tan tensa que parecía que si alguien decía algo, íbamos a estallar.

—¿Por aquí te vale? ­—me preguntó Miguel.

—¿Eh? Ah, sí —respondí—. Gracias.

Me bajé de la ambulancia después de haber dado la mano a Miguel. No me despedí del resto. Aún parecían conmocionados por lo ocurrido y además la chica del traje rosa con volantes horrorosos ni se giró al verme salir, estaba embobada mirando al chico nuevo. Les vi alejarse calle abajo mientras respiraba hondo.

Espero que no haya por aquí cerca más de esos zombis corredores, si alguno de esos atrapa a Abel yo…

Abel, aguanta un poco más, por favor.

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Carta 12

A quien quiera leerlo:

Me preparé.

Tapé mis ojos con unas gafas de sol. Si iba a encontrarme con el jefe militar, lo mejor era ponerme a su altura.

Agarré bien la mochila contra mi hombro y eché a andar. No pasaron ni diez minutos cuando una imponente valla se erguía a unos cuantos metros de mí. El enorme vehículo militar se encontraba aparcado justo detrás, como un amenazador guardián. Parecía que habían pasado años desde el primer día que lo vi, cuando volvíamos Abel y yo del parque de atracciones.

Un moderno puesto militar ponía la pincelada final. Era de color negro, como el vehículo, perfecto para pasar desapercibido en una noche sin luna. Una oscura mini fortaleza en medio del campo.

Avancé con las manos en alto y con paso firme. No quería que me disparan al confundirme con uno de esos malolientes monstruos.

―Alto ―chilló con voz nerviosa un soldado desde detrás de la verja.

Paré.

―¿Qué haces aquí? No se puede salir del pueblo, ya… ¡ya deberías saberlo!

Antes de que pudiera responder apareció él, enfundado en su impecable traje militar, con sus gafas oscuras como un pozo y mascando chicle sin cesar. Se acercó a la valla e hizo un gesto al soldado para que bajara el arma. El militar le miró indeciso, pero obedeció. Avancé, sin bajar aún los brazos.

―¿Donde está Abel? ―pregunté en cuanto le tuve a medio metro de distancia.

Me miró de arriba a abajo, con una media sonrisa dibujada en sus labios y las manos apoyadas en su cadera. Mantuve la cabeza bien alta, sin dejarme intimidar.

―¿Donde está Abel? ―volví a preguntar con impaciencia.

El jefe se llevó una mano al bigote y se lo mesó con tranquilidad.

―No conozco a ningún Abel ―respondió con una voz ronca y afilada.

―Es mi hermano pequeño.

―Ah sí, el niño ese ―dijo sonriendo entre dientes.

―Desapareció de mi casa y …

―Ese es tu problema, no el mío ―dijo dándose media vuelta.

Me contuve, sofocando el impulso de estrangular a ese tipejo.

―Encontré huellas de militar en la entrada de mi puerta. No te atrevas a decirme que no es tu problema ―grité.

El soldado volvió a apuntarme con el arma. El jefe militar se giró lentamente hacia mí.

―No tengo que darte explicaciones, niñato. Vuelve a tu maldita casa y llora por tu hermano. A estas alturas ya estará muerto.

Una fuerte sacudida me impulsó hacia atrás cuando intenté derribar la valla. La siniestra risa del jefe acompañó mi aturdimiento.

―Vete de una maldita vez si no quieres tener un agujero extra en la cabeza, muchacho ―escupió con desdén.

Apenas rocé la valla, pero la descarga fue lo suficientemente fuerte para dejarme sin ganas de replicar.

―Ya lo has oído ―reiteró el soldado que me apuntaba con su rifle.

Me levanté temblando. Cogí como pude la mochila y antes de irme eché una mirada mortal al soldado mientras le señalaba con el dedo. El militar se rió y se colocó el arma sobre el hombro.

Aturdido, caminé durante horas, apretando con fuerza los dientes. A duras penas llegué a mi casa justo cuando el sol se estaba poniendo, lamiendo con sus últimos rayos de luz los restos de mi cuerpo dolorido. Por suerte no me había topado con ningún monstruo, pues parece que se concentran en los sitios más concurridos, como en el centro del pueblo.

Me derrumbé en el sofá y saqué a Minchi de la mochila, abrazándome a él. Mis gafas de sol cayeron al suelo, junto a una lágrima bañada en la ira de mi frustración.

Abel, juro que te sacaré de ahí.

Lo juro.

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Carta 13

A quien quiera leerlo:

El sonido de un repiqueteo contra el cristal me sobresaltó. Era de noche. La luna se filtraba a través de la ventana del salón. Una sombra oscura se colaba a través de ella.

Cogí mi bate de la mochila y me acerqué sin hacer ruido. De repente, la sombra se extendió, adquiriendo la forma de unas alas. Un graznido puso mis músculos en alerta. Me relajé enseguida, no era más que un estúpido cuervo apoyado sobre el balcón. Abrí la ventana para ahuyentarle.

―Fsss, fsss ―le chisté. Pero no se movió.

Fui a empujarle con el bate, pero el cuervo le dio un fuerte picotazo. Después, clavó sus ojos en los míos. Sentí frío bajo la piel.

El cuervo graznó una vez más, batiendo las alas antes de salir volando hacia el bosque. No sé por qué lo hice, pero le seguí. Todo parecía sacado de una pesadilla: la densa niebla, los árboles deformados como si me fueran a agarrar en cualquier momento, e incluso los ojos amarillos mirándome a través de la espesura.

Vi como el cuervo se posaba sobre un tronco calcinado. Parpadeé, y al volver a abrir los ojos, en el lugar donde antes descansaba el cuervo, ahora se distinguía la silueta de un hombre. Un destello de la luna se reflejó en sus enormes y oscuras gafas. Cogí una piedra del suelo, dispuesto a arrojársela a la cabeza, pero un gesto de su brazo me detuvo: señalaba con el dedo extendido hacia el árbol que tenía al lado. Una sonrisa blanca se dibujó en su rostro. Miré y antes de que terminara de fijar mi vista, sabía que había cometido el peor error de mi vida. Sobre unas cuerdas colgaban boca abajo los cuerpos inertes de mis amigos: el Sebas, el Suko, el Rule, y el gordo del Paji. Sus caras estaban deformadas en un gesto de horror silencioso. Apreté con fuerza la piedra antes de  girarme hacia la silueta del jefe militar, pero él seguía sonriendo y señalando con el dedo. Dirigí mi vista de nuevo en esa dirección.

Mi mano dejó caer la piedra. Había dos cuerdas pequeñitas. De la primera de ellas colgaba Minchi, totalmente ensangrentado y de la segunda… de la segunda… no… no podía ser.

Me desperté desgarrándome la garganta, gritando tu nombre, Abel. Otra vez un puto sueño, pero ahora no te tenía a mi lado para asegurarme de que estabas bien.

Abracé con fuerza a Minchi antes de meterlo en la mochila. La visión de mis amigos me desconcertaba, al igual que me pasó cuando soñé con Alex.

Iré al bosque, al lugar del sueño.

¿Estarás allí, Abel?

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Carta 14

A quien quiera leerlo:

Sólo el dolor lacerante de mis piernas marcaban las horas que llevaba caminando, adentrándome más y más en el bosque. Y, al igual que en mi sueño, sentía como si los árboles me fueran aprisionando a cada paso que daba.

Unos ruidos en la distancia me pusieron en alerta. ¿Acaso hay algún zombi tan desesperado como para llegar tan lejos del pueblo? Saqué con cuidado el bate y me parapeté tras los árboles.

Distinguí una figura medio agachada. Emitía un murmullo ininteligible. Me acerqué sigilosamente. Crunch, crunch. El ruido de sus mordiscos silenciaba mis pisadas.  Me lancé a por él.

―Disfruta de tu última cena, cerdo ―dije.

La figura se volvió gritando:

―¡No, tío, no!

Frené el bate a escasos centímetros de la cabeza del Paji. Atónito.

―Maldito gordo, ¿otra vez comiendo a escondidas? ―le reproché recuperando el aliento.

―¿Gabriel? ―preguntó antes de salir corriendo―. Tíos, tíos, venid. ¡Es Gabriel! ―gritaba escupiendo trozos de nachos.

Guardé mi bate, aún sorprendido. El Sebas se abrió paso hasta mí.

―Cabrón. ¿Donde coño te habías metido? ―me dijo empujándome.

―No me jodas Sebas ―le respondí con otro empujón.

Empezó a reírse con nerviosismo y nos abrazamos.

―Me alegro de volver a verte, tío ―dijo.

―Y yo de veros sanos y salvos ―respondí.

Sebas se separó de mí, incómodo, observando de reojo a sus espaldas. Miré por detrás de él y, apartándole, me dirigí al claro. Cuando llegué, apreté los dientes y desvié la mirada con impotencia.

El Suko estaba apoyado contra un árbol, medio tumbado. Le faltaba una pierna, amputada por encima de la rodilla. Temblaba y sudaba.

―Ostia puta tío. Por fin apareces ―me reprochó.

―Si, creíamos que habías pasado a formar parte de uno de ellos ―dijo el Rulas apareciendo por detrás del árbol. Encendió un porro con el fuego de su cigarrillo y se lo dio al Suko, que lo cogió como pudo y se lo llevó a la boca sin dejar de tiritar.

―Lo mismo pensé yo de vosotros ―repliqué.

Les conté mi infructuosa búsqueda, lo que pasó con Alex y Jeni, lo cual no pareció extrañarles mucho; pero cuando llegué a la parte de Abel, se miraron entre ellos.

―¿Qué pasa? ¿Sabéis algo de mi hermano? ―pregunté nervioso.

Todos bajaron la mirada con aire distraído. Fue Sebas quien me respondió:

―Cuando íbamos a buscarte a tu casa, nos pareció ver corriendo a una chica con dos niños. Me recordaron a Abel. Estaban muy lejos y no podía estar seguro, pero ahora con tu historia… todo encaja.

Maldije dando un puñetazo al árbol, provocando que cayeran a nuestro alrededor un montón de hojas secas. Les pregunté airado cómo era posible que no hubieran ido detrás de ellos; alegaron que unos ruidos y gritos procedentes de mi casa les alertó. Cuando se acercaron, vieron a un grupo numeroso de militares que parecían arrastrar unos cadáveres. Entonces, un zombi les atacó por sorpresa, mordiendo al Suko en la pierna. Tuvieron que salir corriendo antes de que les encontraran los soldados. Finalmente se escondieron en éste refugio.

―Aquí donde le ves, al gordo se le ocurrió amputarle la zona en donde le habían mordido ―dijo el Rulas señalando con el cigarrillo al Paji.

―Lo vi en una peli ―se sonrojó el aludido.

―El caso es que desde entonces ha ido a peor. Gracias a la moto hemos ido aprovisionándonos de comida yendo y viniendo al pueblo, pero no podemos llevar al médico al Suko, eso es un hervidero de monstruos. Al menos, el rulas lo mantiene medio sedado con sus hierbas mágicas ―terminó diciendo el Sebas con una sonrisa apagada.

Me puse de pie, respiré hondo y cerré los ojos.

―Muy bien, esto es lo que haremos: Mañana a primera hora, Sebas y yo nos agenciaremos un cacharro grande para ir a pillar algo con lo que curarle. Después, buscaremos todos juntos a mi hermano. ¿Alguna duda? ―pregunté.

―El jefazo ha llegado ―tosió el Suko con media sonrisa y un rastro de sangre en sus labios.

Abel, ahora que he encontrado a mi grupo, iremos a buscarte. Con ellos a mi lado me siento más fuerte. Pero dime, si no estás con los militares, ¿dónde estás? Y sobre todo, ¿quién es ella y por qué está contigo? Como te haya hecho algo malo, juro que va a saber quién soy yo.

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Carta 15

A quien quiera leerlo:

Si de verdad existe un ser que guía nuestros destinos, es un maldito cabrón.

No pude compartir la alegría de mi amigo cuando descubrimos el Jeep todo terreno empotrado contra un árbol y con las llaves puestas. Sebas ensanchó los labios como el joker cuando el motor arrancó con un suave ronroneo, pero su sonrisa se evaporó al ver el gesto de mi cara.

Me tapé los oídos cuando el chirrido de mis recuerdos atravesó mi mente, viendo cómo caían ladera abajo mis padres y mi hermano.

Sebas me despertó poniéndome una mano en el hombro.

―¿Qué pasa? ―preguntó preocupado.

―Ese Jeep es idéntico al que tenían mis padres cuando los maté ―respondí, mirando por detrás de su hombro.

―No digas tonterías, Gabriel ―me reprendió―. Sabes de sobra que fue un accidente.

Estuve a punto de gritarle y rebatir sus palabras, pero me di la vuelta y callé, intentando serenarme, luchando contra las imágenes que se agolpaban en mi mente:

            Veía a un adolescente rebosante de felicidad, ignorante de que, en pocas horas, ese chaval que sonreía frente al espejo iba a desaparecer para siempre. Era mi decimosexto cumpleaños y, como premio por las buenas notas, mis padres me regalarían una «Triumph», la moto que destrozaría nuestras vidas.

            Nos fuimos los cuatro a celebrarlo por todo lo alto, comiendo en uno de los restaurantes más caros del pueblo. Yo estaba ansioso por acabar y coger la moto para volver a casa. Mi ímpetu no me dejó disfrutar de la última comida con mi familia.

            ―Mira, hermanito, ¿a qué está chula? Es igual que la de las películas ―le dije sosteniéndole en mis brazos. Abel apenas tenía un año de edad y golpeó el manillar mientras hacía brooom, brooom, inflando los mofletes.

            Rogué a mi padre que me dejara ir por delante del jeep, para enseñarle a Abel cómo corría la moto. Dudó, pero ante mi insistencia accedió, advirtiéndome de que guardara una distancia prudencial.

            Al poner a mi hermano en los brazos de mi madre, fui tan egoísta que con las prisas, la negué un último beso cuando me rogó que tuviera cuidado.

Un bocinazo me sobresaltó. Sebas me insistía para que me subiera al asiento del copiloto.

―Venga, coño, que no tenemos todo el día ―me reprochó.

Subí a regañadientes, consolándome con la esperanza de poder encontrar a Abel gracias al Jeep.

Apenas habíamos salido del bosque, cuando oímos una fuerte explosión. Ésta se produjo justo en la dirección contraria a la que íbamos, parece que de una de las casas solitarias situadas a las afueras del pueblo. Los tatuajes de mi cuello y espalda empezaron a escocerme, advirtiéndome de la llegada de amargos recuerdos:

            Me desperté entre fuertes dolores. Estaba en una ambulancia y tenía todo el torso vendado. Apenas tuve tiempo de pensar, cuando un policía me advirtió de que no me moviera mucho, tenía graves quemaduras provocados por la explosión del coche. Empezó a hacerme preguntas sobre el accidente.

            Sólo recordaba que iba corriendo con la moto por delante del jeep de mis padres, cuando, en un acto de imprudencia, perdí el control, yéndome contra el vehículo justo en el momento en el que pasábamos al lado de un pronunciado terraplén. Papá, para evitar arrollarme, giró bruscamente el volante, saliéndose de la carretera. Cayeron cuesta abajo. Haciendo caso omiso al dolor, me levanté a toda prisa y bajé a socorrerlos.

            El coche estaba destrozado. Grité sus nombres. Lo único que me impidió entrar en shock fueron los llantos de Abel. Mi madre lo había protegido con su cuerpo. Rompí con una piedra el cristal y lo recogí de entre sus brazos inertes.

            Un olor a quemado me puso en alerta. El sol y la gasolina derramada encendieron la hojarasca. Empecé a correr con Abel entre mis brazos cuando la fuerte explosión me empujó, dejándome inconsciente.

            Desde entonces, llevo una vida de rebeldía, maltratándome y sin ilusiones ni ganas de vivir. Disimulé las quemaduras que recorrían mi cuerpo con tatuajes y si sigo respirando es sólo por Abel. Si él dejara de existir, yo también desaparecería. Nunca he conseguido reunir las fuerzas suficientes para contarle la verdad: Yo maté a nuestros padres.

―Le encontraremos.

Me sobresalté al escuchar la voz de Sebas, volviendo a la realidad. Sin darme cuenta, había hablado en voz alta. Nos miramos en silencio, no había nada más que decir.

Habíamos llegado al pueblo y aparcamos cerca del ambulatorio, los pocos infectados que nos cruzamos por el camino fueron arrollados sin piedad.

―Debemos movernos deprisa, antes de que esto sea una orgía de zombis ―le dije a Sebas antes de bajarnos del Jeep.

Me miró a los ojos, llenos de convicción y volvió a repetirlo una vez más:

―Le encontraremos.

Y yo le creí, Abel.

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Carta 16

A quien quiera leerlo:

Un sol abrasador nos acompañaba. Serían sobre las 3 de la tarde y todo estaba muy tranquilo.

―Parece que los zombis se están echando la siesta ―comentó jocoso Sebas.

―¡Ja! ―exclamé―. Eso es que no han perdido las buenas costumbres.

Aun así, nos mantuvimos alerta. Le hice señales a Sebas para que se colocara al otro lado de la entrada. En el interior todo parecía muy tranquilo. Entramos sigilosamente.

Un ruido procedente de una de las habitaciones nos puso en alerta. Levanté mi bate y Sebas preparó su cuchillo. Me asomé, pero no vi a nadie.

―Que rar… ―empecé a decirle a Sebas cuando una sombra se abalanzó por detrás de la puerta entreabierta.

Ataqué sin dudarlo, pero el destello metálico de una pistola me hizo frenar en seco. Una chica joven, con cara de susto, me encañonaba con su arma. Nos quedamos en silencio hasta que mi amigo exclamó:

―Ostias, es una chica. Está viva Gabriel, no la mates.

La joven y yo le miramos, desconcertados.

―Somos Sebas y Gabriel ―se presentó con su mejor sonrisa. Extendió la mano hacia ella a modo de saludo.

La chica le miró la mano y fue entonces cuando se dio cuenta de que la suya seguía apuntándome con la pistola. La bajó corriendo, quizás asustada por lo que había estado a punto de suceder.

―En… encantada. Yo soy Iria ―le respondió estrechándole la mano.

Yo no dije nada. Me volví ufano. No me gusta que me encañonen con un arma, aunque me hayan confundido con un zombi. Noté la mirada de reproche de Sebas clavándose en mi espalda.

―Perdona a mi amigo ―dijo―. Está muy preocupado por su herma…

―¡Sebas! ―le reprendí muy cabreado―. ¿Nunca te han dicho que tienes una bocaza muy grande?

La chica me miró intrigada, así que no me quedó más remedio que hablarle de ti, Abel. Me tragué mi orgullo y le pregunté si había visto a un niño de aproximadamente 7 años. Le enseñé una foto tuya que siempre llevo guardada en la cartera. Iria la miró con el ceño fruncido, hasta que al cabo de unos segundos me dijo:

―Lo siento mucho, pero no me suena.

―¿Y qué hace una chica tan guapa como tú sola en un sitio como éste? ―nos interrumpió Sebas.

―¿De verdad te ha funcionado alguna vez una frase tan estúpida? ―dijo Iria mirando a mi amigo con desdén―. Necesito material quirúrgico ―resopló volviéndose hacia el armario y arrojando al suelo todo lo que no le era de utilidad―, y a alguien que me ayude a descubrir cómo funcionan éstos zombis y así conseguir una cura.

A Sebas se le iluminó la cara y fue a responder, pero le corté levantando la mano respondiendo yo por él:

―De acuerdo, pero sólo si tu nos ayudas a curar a nuestro amigo enfermo.

Ella nos miró asombrada, pero Sebas se apresuró a explicarle todo el rollo de los militares, el mordisco y la pierna arrancada. Iria se relajó un poco, aunque se tocó nerviosa el hombro, como si le doliera.

Nos tiramos el resto del día rebuscando entre las estanterías y armarios del ambulatorio. Sebas no paraba de hablar con ella, contándole toda su vida, e Iria nos habló de un tal Sr. Marco, un zombi que tiene encerrado a modo de conejillo de indias.

Ahora, que se nos ha hecho de noche, aprovecho para escribirte mientras la chica está durmiendo sobre una camilla, al fondo, y Sebas está montando guardia en la puerta. Me toca esperar al amanecer con un ojo puesto en la entrada, para vigilar que no nos sorprenda ningún zombi, y con el otro puesto en mi amigo, que no para de mirar hacia donde duerme Iria. No está el horno para bollos, aunque él parece no entenderlo.

Un día más sin ti, Abel. Pero no te olvido.

Te quiero.

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Carta 17

A quien quiera leerlo:

Por increíble que pudiera parecer, Sebas se supo controlar y no intentó acercarse a Iria mientras ella dormía. Tirarme toda la noche vigilando tanto la entrada del ambulatorio, como a él, me ayudó a pensar en nuestro siguiente movimiento. Después de tomar un frugal desayuno, nos pusimos en marcha.

―Creo que lo mejor será que vaya yo a buscar al resto del grupo mientras vosotros me esperáis aquí ―les dije con aplomo.

Sebas me observó sorprendido. Intentó oponerse, alegando que yendo sólo correría mucho peligro. Me defendí diciéndole que el ambulatorio parecía un lugar seguro y que, de tratar a nuestro amigo Suko, sería mejor allí que en medio del bosque. Por suerte, Iria estaba de acuerdo conmigo, y eso le hizo entrar en razón.

―Mucha suerte, tío ―se despidió de mí Sebas dándome un fuerte abrazo.

―Dale esto de beber. Detendrá la infección por el momento ―me dijo Iria entregándome un tarro.

Después, me habló del cura de la Iglesia, que se refugiaba allí junto con un niño.

―Podrían serte de ayuda si llegaras a necesitar un refugio ―matizó.

Fruncí el ceño. Nunca me fié de esos locos religiosos, más preocupados en la recolecta de la limosna, que en tratar a los más necesitados.

La di las gracias justo cuando se daba la vuelta, en dirección a la sala donde tenía encerrado a su “conejillo de indias”. Sebas la miró el culo justo antes de guiñarme el ojo con una pícara sonrisa. Resoplé divertido.

Salí con cuidado, pero no vi ningún zombi de camino al jeep.

Mientras cruzaba el pueblo, me extrañó el silencio reinante. O los militares han limpiado a conciencia la zona, o todos los infectados han salido a los alrededores. Me temía lo peor.

Por suerte, mis miedos eran infundados. Cuando llegué al refugio, me encontré a todos tal y como los dejamos Sebas y yo. Me saludaron con alivio.

―El ambulatorio es un lugar seguro, y encima hemos tenido la gran suerte de encontrar a una enfermera ―les relaté mientras le daba la medicina a mi amigo malherido.

―¿Está buena? ―preguntó el Paji.

―Lo suficiente para que puedas fantasear con ella ésta noche ―respondí.

Estallamos en carcajadas. Ver sus sonrisas aflorar en sus cansados rostros me enfundó ánimos. Llegué a pensar que todo acabaría saliendo bien.

Pobre iluso.

Apenas habíamos terminado de subir con cuidado a Suko al jeep, cuando oímos unos gruñidos provenientes de los arbustos que nos rodeaban.

―Joder ―grité―. Todos adentro. ¡Ya!

Una docena de esos repugnantes seres entraron al refugio justo cuando el paji cogió la última bolsa de comida. Le grité que la tirara y subiera corriendo al coche. No me hizo caso y lanzó primero la comida al interior del vehículo. Un zombi estaba a punto de atraparle cuando el Rulas le dio un golpe en plena cara con su puño americano. Varios dientes podridos salieron volando en todas direcciones. De un empujón, el Rulas metió en el coche al gordo del Paji. Arranqué a toda velocidad, escapando por los pelos de allí.

―Joder, gordo. Por culpa de tu comida casi nos matan aquí ―le regañó el Rulas.

El paji agachó la cabeza, avergonzado. Por suerte, el Suko soltó una de sus bromas para relajar el ambiente, algo como: «adelgaza gordito», o «eso te pasa por comer doritos». Yo me encontraba inmerso en la conducción, mientras me carcomía la posibilidad de que los zombis hubieran encontrado el refugio por mi culpa, siguiendo el ruido del coche. Noté como una mano se posaba con suavidad en mi hombro. Estuve a punto de dar un volantazo del susto.

―Relájate tío ―me dijo el Rulas mientras me acercaba un peta―. Ten, lo necesitarás.

Se lo agradecí, la verdad es que esa calada me supo mejor que nunca.

Aún no había terminado de entrar el humo en mis pulmones, cuando el mundo dio una vuelta de campana. Durante unos segundos, el tiempo transcurrió a cámara lenta y vi como el porro caía contra el techo del jeep. Lo primero que pensé es que no tenía ni idea de contra qué ostias habíamos chocado. Lo segundo, es que menudo desperdicio de peta. Y por último, que estábamos bien jodidos.

Que poco me equivoqué, Abel. Sólo pensar en ti me dio fuerzas para sobrevivir.

Te quiero.

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Carta 18

A quien quiera leerlo:

Me costaba respirar.

Al abrir los ojos vi cómo el volante del jeep estaba aplastando mi pecho. Apenas podía moverme.

―Maldita sea ―pensé―. Últimamente no hago más que tener accidentes.

Intenté liberarme, pero mis esfuerzos eran inútiles. Miré a mí alrededor, pero allí no había nadie. Empecé a ponerme muy nervioso. Con cada movimiento me dolían todos los músculos, aprisionándome aún más entre el asiento y el volante. Grité de puro terror cuando una mano se posó en mi hombro.

―Tranquilo tío ―me dijo el Paji―. Te ayudaré a salir de ahí.

―¿Qué ha pasado? ―le pregunté.

―Que nos topamos con una cadena de pinchos de esas que pone la policía en las carreteras. Reventaron las cuatro ruedas ―me respondió.

―¿Y los demás?

―Están bien, conseguimos salir mientras tú estabas inconsciente.

Me sonrojé. No podía creer que yo me hubiera desmayado por tan poca cosa.

Ya casi estaba fuera cuando oí un gruñido a las espaldas del Paji. No le dio tiempo a volverse cuando tres zombis se abalanzaron sobre él. Empezó a correr, intentando quitárselos de encima, pero ya era demasiado tarde. Cayó, y esos monstruos empezaron a desgarrar su enorme tripa. Conseguí salir del Jeep y fui directo a rescatarle, pero una mano me frenó en seco.

―¡Ya es tarde, Gabriel! ―me gritó el Rulas―. Tenemos que salir pitando de aquí.

Tenía razón, así que me fui detrás suya. Vi mi mochila tirada al lado del Jeep y la cogí sin detenerme. Suko nos esperaba apoyado en un árbol. Entre el Rulas y yo le agarramos por los hombros y huimos de allí.

No tardamos mucho en volver a oír los gruñidos detrás nuestra. Llevar a nuestro amigo malherido nos frenaba mucho.

―Haríais bien en dejarme, tíos ―resolló Suko―, a este paso nos pillarán a los tres.

―Ni de coña ―respondí sin pensar.

El Rulas me miró, la determinación en sus ojos me hizo dudar. Rechiné los dientes. De nuevo él tenía razón, no llegaríamos muy lejos así. Tampoco podíamos luchar, ellos eran decenas y nosotros no teníamos armas de fuego. Nunca dejaría atrás a un amigo, pero no quería morir allí dejando solo a mi hermano en éste mundo.

Quise darle el bate, para que se defendiera con uñas y dientes, como un tigre, pero me lo rechazó con una sonrisa.

―Ya tengo a mi “Francisquita” ―me dijo sacando su navaja.

―Conseguiré cargarme al hijoputa que ha provocado todo esto, lo prometo ―sentencié pegando mi frente a la suya.

El asintió sin dudar y dijo que nos fuéramos ya. Se apoyó sobre un árbol y alzó la navaja por delante de su pecho.

―¡Tigres hasta la muerte! ―dijo gritando nuestro lema.

No volvimos a mirar atrás, ni siquiera cuando nos llegaron los gritos desquiciados del Suko, mezclados con los ruidos agonizantes de esos monstruos.

El camino hacia el pueblo estaba infectado por esos seres, así que no nos quedó más remedio que huir hacia mi casa. Necesitaba analizar con calma todo lo que había pasado y pensar en nuestro siguiente paso.

Pero la suerte no estaba de nuestro lado. A los laterales de la carretera emergían más zombis, manchados de sangre fresca y con trozos de caballo entre los dientes.

Cuando ya casi habíamos llegado a la urbanización, vimos que un camión tapaba la entrada al complejo. Parecía que los vecinos habían montado una especie de barricada para protegerse de los infectados.

―¡Saltemos por encima del muro! ―le grité al Rulas encaramándome al enorme vehículo.

Cuando llegué arriba del todo, le tendí la mano para ayudarle a subir.

―Espera tío, se me ha caído la “china” ―me dijo mientras se agachaba a recogerla.

―Deja eso, coño, que no hay tiempo ―le espeté. Los zombis estaban casi pegados a su culo.

Levantó la mano, orgulloso, mostrándome la “china” recién recuperada, mientras que con la otra agarraba la que yo le tendía. Aún no había terminado de subir del todo cuando uno de esos monstruos le cogió del pantalón. Tiré con todas mis fuerzas, usando ambos brazos. Mi amigo me suplicaba que no lo soltara, por mi puta existencia, y cuando creí que ya lo había conseguido,  expulsó un torrente de sangre por la boca. El zombi le había arrancado media pierna de cuajo. Cuando Rulas se volvió para mirarme de nuevo, vi el pánico reflejado en sus ojos, mezclado con triste resignación.

―Ostias, que putada tío.

Y esas fueron las últimas palabras de mi amigo, envueltas entre estertores sangrientos y fuertes convulsiones.

No pude gritar como en las típicas películas baratas, en las que el protagonista exclama al cielo mientras la cámara se va alejando hacia arriba. No hice más que observar cómo la vida de mi amigo se iba deslizando entre mis dedos.

Me dejé caer al otro lado del muro, con la vista pegada al suelo. Aún podía sentir el calor del Rulas en mi mano. Me apoyé sobre la garita de seguridad y me desahogué  hasta que la garganta empezó a arderme.

Ahora, de nuevo en casa, me siento más solo que nunca. Si no te encuentro pronto voy a enloquecer, Abel.

Te necesito más que nunca, hermano.

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Carta 19

A quien quiera leerlo:

Era poco más de medianoche cuando la musiquita del Mario Bros me despertó. Me levanté corriendo y fui derecho al salón, esperando encontrar a mi hermano jugando a la consola.

Cuando llegué, toda la esperanza que albergaba, se esfumó como el humo en medio de un vendaval. La música aún parecía resonar en mi cabeza aunque la televisión estaba apagada. Quizás ya estaba enloqueciendo.

Me senté en el sofá y cogí el mando de la Wii. Recordé como los pequeños deditos de Abel se afanaban siempre en vencer al enemigo a base de aporrear los botones. Casi me parecía sentir su calor adherido en el Wiimote. Apreté con fuerza mi mano hasta hacerme daño. Un irrefrenable ahogo me aplastaba el pecho.

Miré alrededor, buscando un poco de aire, pero toda mi atención quedó atrapada por las fotos que colgaban de las paredes. En una de ellas me vi a mi mismo, mucho más joven, cogido de la mano de mi padre, mientras mi madre tiraba de un pequeño carrito de bebé. La cara sonriente de mi hermano se asomaba a través de las mantitas que le protegían del frío. Abel, te lo arrebaté todo en ese maldito accidente, y ahora no soy capaz de cumplir la promesa que hice sobre la tumba de nuestros padres, jurando que siempre cuidaría de ti.

Arrastré mis dedos sobre el rostro de mis padres. Sus sonrisas, plasmadas en una eterna fotografía, me reprochaban con acritud.

―¿Qué más puedo hacer? ―gemí―. Lo he perdido todo, os he fallado otra vez.

Ya no tenía compañeros en los que apoyarme, mi novia había sido devorada por mi mejor amigo, y quien me dice a mí que Abel ya no se había transformado en uno de esos monstruos. Dios, antes me apuñalaba en el corazón que verle en ese estado. Al pensar en esa última idea, la musiquilla del videojuego pareció resonar con más fuerza aún dentro de mi cabeza.

Soy un ser despreciable que no merecía vivir.

Miré en dirección a la cocina, pensando en el cuchillo grande que guardaba allí. Casi me caí de espaldas del susto cuando una sombra se perfiló en su interior. Ya no albergaba ninguna duda, alguien había entrado en casa. El salón empequeñeció a pasos agigantados y un miedo atroz arrancó la sangre de mis venas. Intenté buscar con torpeza mi bate, y me maldije cien veces cuando recordé que lo había olvidado en el dormitorio.

Intenté escurrirme de vuelta a la habitación, sin quitar ojo a la entrada de la cocina. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando un fuerte golpe en la cabeza me hizo ver las estrellas. Perdí el equilibrio, exclamando de dolor.

―Ha dicho ay, hermanita, y los zombis no hablan ―dijo una voz femenina que no reconocí.

Un fuerte empujón terminó por desestabilizarme del todo. Cuando caí de espaldas contra el suelo, noté como me aplastaban con fuerza ambos brazos, a la vez que me oprimían el cuello.

―Mírame.

Al abrir los ojos, no me podía creer lo que estaba viendo. Apoyada contra mi torso, se encontraba una chica joven. Tenía el pelo más raro que había visto en mi vida: mitad verde y mitad negro con toques azulados. Adornando su cuello, brillaba un collar de cadenas.

Me había aprisionado los brazos con sus piernas, y apoyaba contra mi garganta el mango de la sartén con la que me había golpeado.

Sus ojos, de un exquisito color miel, escudriñaron los míos. Tuve una erección.

―Parece estar limpio, a pesar de lo mal que huele ―dijo la chica torciendo el gesto.

Se puso de pie, alejándose de mí.

―No pienses que voy a pedirte perdón por el sartenazo, tienes toda la pinta de un zombi andrajoso ―dijo con cara de asco.

Me levanté, frotándome los brazos doloridos. Vaya con la pava. Será muy guapa, pero se comportaba como una niñata y su forma de hablar me hacía hervir la sangre de rabia. Sentí un fuerte pinchazo en la frente y me palpé por debajo del pelo. Silbé hacia dentro cuando noté como me estaba creciendo un enorme chichón. Fui a replicar a la chica cuando una niña de pelo rubio me tiró del jersey.

―Jobá, vaya tatuaje más dabuten tienes en el cuello ―me dijo alucinada.

Yo la miré sin decir nada. Me tapé el cuello con la mano por puro instinto.

―¿Eres Gabriel? ―me preguntó la pequeña ladeando la cabeza de forma muy curiosa.

La chiquilla me pilló por sorpresa, y la pregunté cómo era que sabía mi nombre. Ella sólo señaló la cocina, sin dejar de mirarme en esa extraña postura. Fui hacía donde me indicaba. A medida que iba aproximándome, me parecía escuchar con más claridad la música del Mario Bros. Retrocedí, temeroso de que pudiera ser una trampa, pero al final me armé de valor y crucé la puerta.

Vi una pequeña figura solitaria, sentada en el suelo y de espaldas hacia mí. No se giró cuando entré, parecía muy concentrada en algo que tenía entre sus manos. Se sorbió los mocos con sonoridad. Me quedé clavado en el suelo, incapaz de creerme si lo que estaba viendo era real o un sueño. Di un paso hacia delante.

―¿Abel? ―susurré con miedo.

La figura se volvió, con una expresión de alegría en su rostro y echó a correr, directo hacía mí. Caí de rodillas y me abracé a mi hermano. Era Abel. Mi Abel. Estaba sano y salvo. No me lo podía creer. Me pareció oír a la niña decir algo, pero no la prestaba atención, me había ahogado en el río de mi angustia, que convergían en grandes gotas que manchaban la ropa de mi hermano. Angustia durante tanto tiempo contenida y que por fin ahora abandonaba mi cuerpo. Abel se apartó un poco para enseñarme la Nintendo DS:

―Mira, hermanito, ya estoy en la fase final ―exclamó ilusionado.

Reía y lloraba como un tonto mientras me hacía el sorprendido, felicitándole por su habilidad y preguntándole que había pasado en todo éste tiempo. Me dijo que Ana le había prometido que yo estaba bien y que le ayudaría a encontrarme. Me giré incrédulo hacia atrás. La chica sonreía con una ceja enarcada.

―Yo soy Ana ―dijo.

―Se llama Anastasia ―replicó la pequeña.

―Ella es Natalia.

―Pero me puedes llamar Nataly.

Me puse de pie, sin soltar la mano de Abel y me presenté. Ana me dijo que nos sentáramos a hablar en el sofá mientras su hermana buscaba en los armarios y en la nevera algo para comer. Me contó que hace tiempo que están huyendo de los militares y que, en su huida, oyeron a un niño chillar cuando pasaron cerca de mi casa, y no pudieron evitar acercarse a socorrerlo.

―Uno de esos monstruos estaba en el umbral de la puerta de tu casa ―relató―. Tenía a tu hermano cogido del brazo y a punto de morderle. Corrí y de un fuerte empujón derribé al zombi. No fui capaz de dejar a tu hermano solo y llorando, así que me lo llevé con nosotras.

Mientras me contaba toda la historia, yo no podía dejar de mirar a Abel, que seguía jugando a la consola. Cuando le pregunté que por qué abrió la puerta a pesar de que le prohibí que lo hiciera, levantó la cabeza y me miró suplicante:

―Yo… ―balbuceó―. Lo siento mucho, pero creí que era Alex. Y como hacía tanto tiempo que no le veía… Al estar oscuro no me di cuenta de que ya no era él ―dijo haciendo pucheros y sorbiéndose los mocos.

Saqué un pañuelo para limpiarle la nariz mientras le tranquilizaba, diciéndole que ya había pasado todo, que no estaba enfadado y que lo importante es que estaba sano y salvo junto a mí.

Para consolarle, saqué de la mochila a Minchi. Se le iluminó la cara en cuanto vio a su peluche favorito y se abrazó a él entre risas. Se lo enseñó orgulloso a Nataly, y ambos se pusieron a jugar con él.

Me volví para agradecerle a Ana todo lo que había hecho por mi hermano. Ella se desentendió con una mano, restándole importancia. Estuvimos hablando durante horas de todo lo que había pasado en el pueblo, como la muerte de mis amigos y de mi ex novia. También la hablé de Iria y de Sebas. Cuando la dije que estaban trabajando en una cura para la epidemia, Ana me instó encarecidamente que fuéramos a buscarlos al ambulatorio, pero como era tarde, me negué. Necesitaba descansar y quería escribir con calma todo lo que había pasado, antes de volver al pueblo y depositar mis últimas cartas en el buzón de correos.

Les ofrecí mi propia cama para que descansaran ella y su hermana. Yo me iría a otra habitación con Abel.

Ahora, mientras escribo ésta carta, no puedo más que maldecir a Alex. Vino a mi casa, buscando venganza, tal y como me temía desde que lo maté. Y pensar que una vez fuimos grandes amigos…

Pero ya basta por hoy, todos duermen y yo tengo que hacer lo mismo. Lo único que quiero es escapar con mi hermano de éste maldito pueblo, fuera del cerco de seguridad de los militares. Mañana nos reuniremos con Iria y Sebas y trazaremos un plan para conseguirlo.

Aún no me puedo creer que te tenga de vuelta en casa, Abel.

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Carta 20

A quien quiera leerlo:

 

Aterradoras pesadillas asaltaron mis sueños, tan reales que pensé que eran premoniciones del futuro.

Al principio, estaba solo, perdido en medio del bosque y con todo el cuerpo embadurnado en sangre. No sentía nada, ni dolor, ni sueño, ni cansancio, sencillamente nada. Después, me veía sentado encima de una montaña de cadáveres, exhausto. Alguien me llamaba desde abajo. No sabía a quién pertenecía, pero sí que me causaba una gran felicidad escuchar esa voz. Intenté descender, pero según me deslizaba entre los restos humanos que había a mis pies, más lejos me encontraba del suelo. Al final, corría frenéticamente en busca de una presa, atrapado por un hambre voraz que me impedía pensar en cualquier otra cosa. Entonces lo vi, mi presa más ansiada. Estaba de espaldas, pero su silueta era inconfundible. Ataqué sin dudarlo, antes de que tuviera tiempo de girarse. Fue más rápido que yo y, en un abrir y cerrar de ojos, se dio la vuelta. Lo único que me dio tiempo a ver, fue una siniestra sonrisa cubierta por un gran mostacho.

―Hermanito, tengo hambre ―me dijo Abel con voz adormilada.

Me quedé un buen rato observándole en silencio, incapaz de distinguir si aún seguía soñando. Cuando se sorbió los mocos con sonoridad, me di cuenta de donde estaba. Levanté mi mano y le revolví el pelo a mi hermano.

―Claro, campeón. Ahora te preparo algo de comer ―le dije con una sonrisa.

Al llegar a la cocina, me asusté al ver allí a las chicas. Me había olvidado completamente de ellas.

―Espero que no te importe que hayamos empezado sin vosotros ―dijo Ana.

―Estabas tan mono durmiendo, que no nos atrevimos a molestarte ―terció Nataly con su aguda voz.

No pude responder, me había quedado embobado mirando como mi camiseta de “Nine Inch Nails” cubría el torso de Ana, ajustándose a sus perfectas curvas como si hubiera sido creada a medida. Se dio cuenta de que la observaba.

―He tenido que lavar nuestra ropa, olía fatal, así que cogí lo primero que encontré en tu armario ―dijo.

Luego hizo una pausa al darse cuenta del bulto que crecía en mi pantalón.

―Bueno, veo que te has levantado de buen humor. Te vendrá bien toda esa energía acumulada para afrontar el duro día que nos espera ―dijo mientras terminaba de comer sus cereales.

―Ji, ji ―sonrió Nataly, con pícara maldad.

Me sonrojé y, disimulando mí enfado, empecé a preparar nuestro desayuno. Esta pava no lleva ni un día aquí y ya se piensa que es la reina de la casa. La tenía en gran consideración por haber salvado la vida a mi hermano, pero tampoco podía dejar que se me subiera a la chepa. Por suerte, Abel estaba distraído cogiendo un trozo de magdalena de la mesa y no se dio cuenta de nada.

―No tardéis mucho en prepararos, quiero bajar al pueblo a toda prisa ―dije.

―¿Ah, y ya sabes cómo vamos a ir? Por lo que he visto, en tu casa sólo hay una bicicleta ―replicó Ana, acompañada por la risilla de Nataly.

Cerré el armario de un portazo.

―Bueno, quizás tú, que eres tan inteligente, ya se te haya ocurrido algo ―respondí con sorna.

―Pues la verdad es que sí ―dijo, levantándose de la mesa―. Da la casualidad de que tus vecinos tienen un par de motos guardadas en su garaje.

―¿Y cómo sabes tú es…? ―quise preguntarla, pero su culo, marcado por mis pantalones de cuero negro, me dejó hipnotizado antes de que desapareciera tras la puerta de la cocina, seguida de su hermana.

Desayuné a toda prisa, regañando a Abel para que dejara de jugar a la consola y se terminara el Cola Cao. Cuando acabamos, ya nos estaban esperando en la puerta.

Sorteamos con facilidad la valla que nos comunicaba con el vecino. Pregunté A Ana cómo sabía que mis vecinos guardaban dos motos en su garaje.

―Una mujer tiene sus secretos ―dijo sin volverse.

―Ji, ji ―coreó Nataly.

Al llegar, Ana se movía por el garaje como si fuera su propia casa.

―¡Uala! ―soltó Abel al ver las motos.

Ana se subió en la Yamaha YZF R1, dejándome a mí con una Guzzi V8 . Arrancó antes de que tuviera oportunidad de replicar. ¿Es que acaso no hay nada que detenga a ésta tía para que haga lo que la venga en gana?

Le dije a Abel que se agarrara bien fuerte a mí y salimos detrás de las chicas. No tardamos mucho en llegar al pueblo. Íbamos tan rápido que los zombis no tuvieron tiempo ni de darse cuenta de que habíamos pasado por su lado.

Dejamos las motos cerca de la entrada al pueblo, necesitábamos entrar con sigilo. Corríamos, muy atentos a cualquier ruido o señal de aquellos seres. Ana miró los restos carbonizados de la comisaría. El destello de sus ojos me asustó. Quizás había tenido algo que ver con el incendio.

Nos quedamos paralizados cuando vimos la jauría de zombis que se habían reunido frente al ambulatorio. Nos agazapamos a observar tras un edificio. No estaba seguro de si Sebas e Iria seguirían vivos allí dentro, pero tenía que hacer algo por mi amigo antes fuera demasiado tarde. Iba a sacar el bate de mi mochila cuando un fuerte disparo resonó en toda la calle. Me asomé corriendo y vi a un niño cabezón. Iba cargado con una escopeta, disparando hacia los zombis y gritándoles para llamar su atención. La mayoría de ellos picaron el anzuelo.

―¡No, Miguel, no! ―gritó alguien al otro lado de la calle. Era el cura del pueblo, que salió de su escondite. Le seguía de cerca una chica joven.

Antes de que pudiera reaccionar, Ana salió a toda prisa en dirección al ambulatorio, cuchillo en mano. Los zombis ni se dieron cuenta de lo que se les vino encima. Tres murieron en un abrir y cerrar de ojos, al resto apenas les dio tiempo a darse la vuelta. Ana usaba el gran cuchillo como si estuviera ejecutando una coreografía. Cada movimiento calculado al milímetro, los cortes con la precisión de un cirujano, y con una fuerza que nunca había visto en una mujer. Cuando llegué con mi bate en alto, ya no quedaba nada contra lo que luchar.

―¡Sebas! ―grité.

―¿Gabriel? ―me respondió desde el otro lado de la barricada.

Me abrió incrédulo, sin dejar de mirar la montaña de cadáveres que nos rodeaban. A su lado, había un hombre que no conocía de nada. Fui a preguntar a Sebas por Iria, cuando la vi aparecer por detrás. Su cara reflejaba un poema de sufrimiento y angustia, pero aún conservaba un brillo de determinación en sus ojos.

―¡Por favor, salvad al niño! ―gritó el cura a nuestras espaldas.

Fue Ana quien habló.

―Ya no podemos hacer nada por él. Ayudarle ahora sería un suicidio.

―Lo mejor será buscar un sitio seguro antes de que los zombis vuelvan ―dije.

Nadie comentó nada más. ¿Acaso existía algún sitio seguro en éste maltrecho pueblo?

El cura levantó la cabeza.

―Vayamos a la Iglesia, si Miguel vive, nos buscará allí.

―Le agradezco su ofrecimiento, Padre, pero yo no puedo ir ―dijo Iria.

Ambos se miraron como si se perdonasen algo.

En ese momento, Sebas me cogió del brazo y me llevó a un rincón más apartado, en donde nadie más nos pudiera oír. Me explicó los planes de Iria, de que tenía que ir al laboratorio con el hombre desconocido, que se llamaba Jesús, y que aunque sentía darme de lado de nuevo, tenía que acompañarla. No se atrevía a dejarla sola con Jesús. No puse reparos, conozco de sobra a Sebas y se notaba que estaba enamorado de ella hasta la médula. Le hice prometer que no cometería ninguna locura y que volviera sano y salvo. Sonrió, y con su cuchillo, hizo una pequeña muesca en mi bate, como si fuera su firma.

―Así, cada vez que mires el bate, sentirás que estoy contigo ―dijo.

Nos despedimos de Iria, Jesús y Sebas. El cura parecía no querer moverse del sitio, mirando sin cesar hacia la dirección en la que había desaparecido Miguel. Fue la joven que la acompañaba quien le tiró del brazo, obligándole a moverse. Afortunadamente, pudimos llegar sin más contratiempos. En la iglesia había una mujer que se alegró mucho de ver al cura sano y salvo. Él, en cambio, no parecía sentir el mismo afecto por ella. Ana y yo investigamos el edificio de cabo a rabo. Yo intenté tocar las menos cosas posibles, siempre me dio muy mal rollo todo lo relacionado con la religión. El cura aún no ha bajado del campanario, al cual se subió nada más llegar, mientras balbuceaba algo sobre Miguel. Esa obsesión que tiene con el niño no me parece sana.

Ahora toca descansar, aunque hasta que no te encuentres a salvo no estaré tranquilo, Abel.

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