Carta 03

A quien quiera leerlo:

El corazón me dio un vuelco cuando volvíamos a casa desde el parque de atracciones.

Un vehículo militar estaba estacionado en la misma entrada de la urbanización. Un hombre alto y fornido, con un gran mostacho, no paraba de dar órdenes a diestro y siniestro a un reducido grupo de soldados, que se afanaban como podían para cumplirlas. Cuando llegué con el coche a su altura nos dio el alto. Durante unos segundos dudé entre frenar o acelerar en dirección contraria. Miré a mi hermano, sentado en el lado del copiloto:

―¡Uala! Hermanito, ¿has visto que coche tan chulo? ¡Tiene armas y todo! ―exclamó con una sonrisa de perplejidad en los labios.

Decidí frenar, no podía meter a mi hermano en una situación tan peligrosa. Que a mí me pasara lo que tuviera que pasar, pero a Abel, que no sabía lo de Alex, no iba a permitir que le pasara nada malo.

Con manos temblorosas bajé la ventanilla. Me encontré de sopetón con la cara del jefe militar donde segundo antes había estado el cristal.

―¿Ocurre algo, Señor? ―dije intentando aparentar tranquilidad con mi voz.

El «Señor» me miró por encima de sus gafas de sol, casi tan grandes como su cara.

―¿Para qué coño quiere gafas de sol si es de noche? No podrá ver una mierda ―pensé sin cambiar el gesto.

Mascaba chicle sin parar mientras me observaba detenidamente, después inspeccionó con total tranquilidad el resto del coche. Por último, clavó su mirada en mi hermano, a lo que Abel respondió con un:

―¡Uala, que gafas más grandes, cómo molan!

Me quedé en tensión, sin dejar de observar el rostro del militar. Sonrió echándose para atrás y con un gesto de cabeza nos ordenó continuar.

Arranqué el coche a la vez que subía la ventanilla, me sudaban las manos. No podía quitarme de la cabeza la sonrisa del jefe militar, había algo malévolo en ella. Cuando miré por el espejo retrovisor vi cómo usaba su radio y decía algo sin dejar de señalar en nuestra dirección.

No puede ser que hayan descubierto su cadáver, y mucho menos relacionarlo conmigo. No dejé ninguna prueba, anoche me aseguré bien de ello.

Apenas me di cuenta cuando llegamos a casa, abstraído en mis pensamientos. Abel no paraba de revolotear a mi alrededor, hablando de lo «flipante» que eran los vehículos y los trajes de los militares:

―Yo de mayor quiero ser soldado y llevar siempre gafas de sol.

Me parecía increíble la diferente visión que teníamos del encuentro con los militares. Yo no podía dejar de temblar por dentro mientras echaba mirada furtivas por la ventana, temiendo encontrarme de nuevo con su cara, tras sus enormes gafas de sol, pegada contra el cristal.

Cuando mi hermano por fin se durmió, me recosté en el sofá, agotado por llevar más de 24 horas seguidas sin dormir ni descansar.

―Debería asegurarme de que Alex sigue donde lo enterré ―pensé mientras cerraba los ojos.

Pero mi cuerpo no respondió y mi menté desapareció entre una densa oscuridad.

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Carta 03

Prima:

No sé que hacer, estoy muy asustada. He hecho algo terrible; nunca pude imaginarme que mis manos se marcharían de sangre.  Te juro que fue en defensa propia; yo no quería hacerle daño. Por Dios, tienes que creerme. Tengo miedo, no sé que hacer.

Esta carta es testigo de mis actos. Por favor prima, aunque todos me condenen tú no lo hagas, te lo suplico.

La infección de la herida de nuestra querida Elisa aumentó. El pus que segregaba era de tal cantidad que tenía que limpiar la herida cada media hora. La carne se pudría entre gasas y cataplasmas. El hedor era tan asqueroso que las moscas plagaron la casa en busca del gran festín.

Intenté llamar a la ambulancia, pero el móvil seguía sin funcionar. Lo arroje al suelo con rabia; nunca me había hecho falta y por una vez que los necesitaba no funciona. Cuando esto termine me presentaré en consumo, esto no quedará así; malditas compañías de telefonía.

La gangrena le subió por el brazo. Las venas estaban hinchadas hasta el pecho, parecían a punto de reventar. Me recordaban a las del Sr. Tomás en su hinchada barriga. Intentaba no verlas, me causaban arcadas y el olor no me ayudaba.

Desesperada, la levanté de la cama y la  conduje hacía el coche. Tenía que llevarla al hospital que estaba en el pueblo vecino, esperaba que no estuviera tan lleno como la casa de la salud. Me envenenó la culpa, si me hubiera quedado esperando, quizás ya nos habrían atendido y Elisa no estaría tan grave. Sé que fue culpa mía, tenía que tomar una decisión y tomé la equivocada.

Elisa no paraba de gruñir mientras me metía por varios atajos a través del monte. No quería encontrarme con nadie y que nada me retrasara. Contaba los segundos mientras los ojos de nuestra amiga se cerraban y perdían vida. Su piel blancuzca y sus labios malvas eran una cuenta atrás en este rally campestre que había iniciado contra Cronos.

Había llegado a los lindes del pueblo cuando tuve que frenar en seco. La cabeza inerte de Elisa golpeó el salpicadero; una brecha de sangre espesa brotó de su nariz, ya no emitía ningún sonido.

No podía parar de temblar, mi mente y mis sentidos me gritaban que había perdido. Salí del coche y me fui contra aquel objeto que estaba entorpeciendo mi camino.

Una enorme y alta verja se había instalado entre arbustos y árboles impidiendo el paso a todo aquel que intente entrar o salir del pueblo. Estiré la mano para derribarla cuando escuche un grito: “Alto”. Del otro lado salió un soldado. Era el chico guapetón que me había ordenado no salir de casa unos días antes.

Le grité, le supliqué por la vida de Elisa. Parecía no escucharme, sus ojos fríos se clavaron en mí, intentando mantenerse firme. Me arrodille y mis lágrimas formaron un charco de barro en el suelo. Cuando me quedé sin suplicas lo amenacé, esto no se quedaría así, llamaría a sus superiores, a la televisión, a la prensa.  Comentaría aquel atropello a cualquiera que quisieras oírme. Le pedí su nombre y DNI, pero se quedó quieto observándome con lástima.

Desolada me dí la vuelta, tenía que llevar a Elisa al médico. Fue en ese momento cuando el soldado se dignó a hablar: “Apártate de ella, es peligrosa”. Volví corriendo hacía donde estaba el soldado, lo abordé a preguntas: «¿Qué pasaba?, ¿Qué enfermedad era?, ¿Por qué nos encerraban?”. Ante mis ojos, con la cabeza baja, el soldado se fue por donde vino. Quise lanzarme contra la valla, pero el graznido de un pájaro chocando contra ella y achicharrándose después, me advirtió de que estaba electrificada.

Entré en el coche, los lagrimones me impedían ver con claridad. El cuerpo de Elisa descansaba en el asiento del acompañante, las moscas se posaban sobre la herida venada llena de pus amarillo-verdoso. Coloqué las manos sobre el volante, intenté arrancar el coche, pero el llanto y las lágrimas hacían mis movimientos lentos y pesados. Prima sólo quería llorar y derrumbarme. El peso de la culpa es terrible.

Cuando al fin arranqué el coche y me dirigía al centro de salud, los ojos de Elisa se abrieron. Fue tal mi excitación que paré el coche y me eché a sus brazos llorando de felicidad. No me importó su hedor, ni su tacto viscoso y frío. Nuestra amiga estaba viva y era lo único que me importaba. Me sentí aliviada y feliz. La pesadilla había terminado.

Me aparté, encendí el coche y la agarre de la mano. Le pregunté: “¿Cómo estás?”. Giró la cabeza, sus ojos inyectados en sangre se clavaron en mí.  Retrocedí y antes de que abriera la puerta sus manos se aferraban a mí como garras clavándose en la piel. Levanté las piernas y la golpeé con fuerza, pero no me soltaba. Pedí auxilio, pero en medio del monte, sólo los animales me oirían. Le dí en el pecho con el tacón, pero enseguida se recuperaba como si no le doliera.

Prima, Elisa se había vuelta loca, yo no pensaba, sólo quería alejarme de ella; grité su nombre intentando que volviera en sí.

Sentí un dolor agudo en el hombro. Grité con más fuerza, y sin pensar que era Elisa la golpeé hasta que sentí como uno de mis tacones se introducía en su putrefacta carne;  empujé la puerta del coche y caí sobre mi espalda.

Me quedé estupefacta en el suelo observando los torpes movimientos que hacía aquel ser para salir del coche. Prima; aquella cosa tenía el cuerpo de Elisa, pero no era Elisa. Ella había muerto y un espíritu o ente maligno había poseído su cuerpo. Las películas de terror, los cuentos de viejas, se hacían realidad ante mis ojos.

El ser salio del vehículo. Prima, no pensé, sólo actúe. Agarré un palo que había al lado de mi brazo y la ataqué. No se detenía; daba un paso y otro. Le había golpeado todas las partes del cuerpo, los brazos me dolían. Sólo me quedó una salida.

Cerré los ojos y  le clavé el palo en la cabeza. Su piel viscosa no opuso resistencia a la agresión. Me asusté por haber hecho algo tan cruel con tanta facilidad.

Prima, no me odies por favor. Estoy en casa vendándome el mordisco que me propino Elisa y ahora mismo me entrego a la policía.

Te escribo estas líneas para que decirte la verdad por mí, antes que nadie te la cuente. Haz con esta carta lo que creas oportuno, nunca negaré nada de lo que en ella pone.

 

A la espera de tu perdón.

 

Iria.

 

P.D.: Créeme, no estoy loca.

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Carta 03

Querida mamá,

Hace unos días pasó algo horrible. El padre de Luisa se presentó en casa por la mañana sin previo aviso y entró directamente en la habitación de papá para echarle un vistazo. Sara y yo nos quedamos sentadas en el salón, esperando a que saliera para darnos el veredicto.

—Se lo van a llevar, Alicia —me dijo ella entre sollozos—. Se lo van a llevar y no le volveremos a ver nunca más, como le ha pasado a Miguel con sus padres.

Esperamos cinco largos minutos sin que pasara aparentemente nada. Sara empezó a comerse las uñas y yo me puse a releer una de tus revistas del corazón, deteniéndome en cada foto varias veces, tratando de decidir si me gustaba o no el modelito que lucían las famosas retratadas. De repente, oímos un grito de dolor y los pasos del padre de Luisa, precipitándose hacia el salón. Le vimos emerger de la habitación de papá con el rostro sudoroso y desencajado, presionando su mano sangrienta contra el pecho.

—¡Me ha mordido! —nos dijo—. ¡El muy capullo me ha mordido!

Sin darnos tiempo a reaccionar, el hombre nos ordenó que le ayudáramos a colocar un mueble delante de la puerta de la habitación para asegurarnos de que “aquel salvaje no saliera de allí”. Sara le dio el mantel de la abuela para que envolviera la mano, le ofrecí un vaso de agua… y al poco se fue diciéndonos que si no llamábamos al ejército que lo haría él mismo porque estaba claro que papá necesitaba tratamiento médico inmediato. Cuando la puerta se cerró tras él, Sara se puso a llorar como una loca, mientras papá aporreaba la puerta de su habitación al tiempo que emitía unos gruñidos extraños que le asemejaban más a un león que a una persona.

—No lo entiendo —me dijo Sara—. ¿Qué le pasa a papá? Normalmente nunca habría mordido a nadie…

Esa misma noche Miguel se instaló en casa con nosotras. En circunstancias normales yo habría opuesto resistencia, mamá, pero estando papá así, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Después de cenar nos sentamos en el salón para ver la peli de vaqueros que estaban poniendo en la tele, pero ninguno de nosotros prestaba mucha atención a la historia porque esperábamos que el ejército irrumpiera en casa de un momento a otro para llevarse a papá, que de vez en cuando dejaba escapar un alarido que me recordaba a los que habíamos oído en casa de Luisa el día de la fiesta. Debía de tener hambre, mamá, pero ninguno de los tres nos atrevíamos a apartar el mueble para entrar en su habitación. Nos quedamos dormidos frente a la tele, donde la vida parecía seguir su curso, dando la espalda a este pueblo y a todos nosotros, aislados del mundo por esta enfermedad que te convierte en un vampiro, o lo que sea. A la mañana siguiente, nos despertamos sobresaltados cuando alguien llamó al timbre de casa a eso de las nueve. Los tres nos pusimos en pie de un salto, alarmados, temiendo lo peor. Volvieron a llamar dos veces antes de que nos diera tiempo a abrir la puerta. Pero allí no estaban ni el ejército, ni el FBI, ni la CIA, ni Scotland Yard, mamá. Eran sólo Luisa y su madre, que traían cara de descompuestas.

—Hola —nos dijo la madre con voz temblorosa—. ¿No habréis visto a Jose? Ayer nos dijo que pasaría por aquí para…

No fue capaz de acabar la frase, simplemente se puso a llorar. Fue Luisa quien nos explicó que su padre había salido de casa a primera hora de la mañana y que no había vuelto desde entonces. Recuerdo que Miguel, Sara y yo nos miramos en silencio y nos encogimos de hombros. Finalmente, les confirmé que el veterinario había pasado por casa, pero que se había marchado sin decir a dónde se iba, lo que era cierto. Pero no les dije nada de la mordedura, mamá, no me atreví.

—Por cierto —nos dijo Luisa señalando a Miguel—. ¿Qué hace éste aquí?

¿Tú crees que hemos hecho mal, mamá? ¿Crees que deberíamos haberles dicho lo de papá? Pero, ¿por qué se comporta así? ¿Qué le habrá pasado al padre de Luisa?

Me gustaría mucho que estuvieras aquí.

Besos,

Alicia.

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Carta 03

Querida Teresa:

No sé si te han llegado mis cartas, ni si me crees. Puede que esté loco, pero me da igual. No recuerdo cuanto tiempo estuve sin comer ni beber, encerrado en mi despacho, escuchando los pasos de la joven maldita por todas partes. Pasé un buen rato, no sé si fueron horas o días, jugando al escondite con ella, armado con el atril, a modo de lanza. Quería matarla, otra vez, y ella a mí.

La esperaba oculto tras la tétrica imagen de la pasión de Cristo, cuando sonó la campana. Era ella, atormentándome desde lo alto. Aproveché la ocasión para salir corriendo, aferrado a la carta.

Había olvidado que la calle estaba desierta, aunque ahora el panorama parecía más lúgubre. Las persianas de las casas seguían bajadas, pero se podía ver luces dentro. A veces escuchaba alguna voz que rompía el silencio. Eso me daba más miedo que cuando veía una silueta correr entre las casas.

En el suelo encontré un charco de sangre. Apreté con fuerza la carta y corrí hasta la oficina de correos. Continuaba cerrada a cal y canto. No me molesté en llamar a la puerta, solo me limité a echar la carta al buzón.

La noche se acercaba cuando apareció un militar, con un montón de galones y unas gafas de sol sobre un enorme mostacho. Yo me asusté, parecía que me iba a agarrar, pero cuando vio mi ajada sotana se cuadró ante mí.

—¿Se puede saber que hace aquí? —dijo con tono duro y respetuoso—. ¿No sabe que se ha declarado el toque de queda?

—¿Qué está sucediendo? —pregunté confundido.

Me pasó el dedo delante de los ojos, como hacen los médicos.

—¿Se encuentra bien?

Yo afirmé con la cabeza.

—Hay una pequeña epidemia gripal en el pueblo, pero no tiene que preocuparse.

Aunque me hablaba con educación, sus ademanes me inquietaban. A saber qué ocultaban sus ojos. Me puso la mano en el hombro como un gesto amable, pero en verdad me estaba echando de allí.

—Debería volver a su iglesia a descansar, padre —aquella sugerencia parecía más bien una orden—, y no olvide cerrar puertas y ventanas.

Le di las gracias y me fui intentando no parecer sospechoso. Él se volvió a cuadrar, sin perderme de vista. Me giré un momento y vi como se sacaba del bolsillo una petaca para beber, mi garganta se resintió.

Llegué a la capilla y me fijé que había dejado las puertas abiertas. Una figura de mujer permanecía sentada, como si rezara. Me acerqué con miedo, y cuando me vio se abalanzó sobre mí. Creí que me iba a comer, pero era Rosa, la pesada que siempre venía a confesar sus pecados, a dejar ropa usada, o a cualquier cosa para estar cerca de mí. ¡Como si no tuviera bastante! Estaba alterada, la iglesia llevaba mucho tiempo cerrada y se preocupaba por mi salud. Me había traído una cesta con comida, pero ni una miserable botella de vino. Dijo que pasaban cosas muy raras, que la gente enfermaba, que no se podía salir del pueblo y qué su marido no había vuelto a casa. Cuando mencionó la desaparición de la hija de la estanquera, me estremecí. Quería confesarse, quería abrazarme. Yo le di la absolución (ego te absolbum, bla, bla, bla), deprisa y corriendo, y la mandé a casa, con su hija.

Cerré las puertas y me concentré en la joven endiablada que habitaba la parroquia. Le pegué un mordisco a la barra de salchichón y agarré el atril con fuerza.

Ahora sé que tengo que acabar con ella, de una vez por todas.

Yo no sé qué pasará, si no te vuelvo a escribir, solo quiero decirte que te quiero.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D: Padre, ya sé que lo que voy a hacer es terrible, pero necesito tu ayuda.

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Carta 03

Queridísima Cristina;

Empiezo a pensar que tal vez usted no esté bien de salud y por eso no me responde, o tal vez no le interese lo que le cuente su vieja hermana. Tampoco se lo reprocho. Desde que me vine aquí con Víctor olvidé completamente a la familia. Siento una profunda tristeza y soledad en mi interior. Espero que algún día pueda perdonarme por lo que hice.

Está haciendo un tiempo horrible, parece mentira que sea verano. El cielo se oscurece a ratos, y ha habido varias noches que ha diluviado. Parece que Dios se ha molestado por algo, aunque a mí ya me viene bien porque el olor a lluvia disimula el de la mierda. Sólo espero que no genere retrasos en la correspondencia.

En el geriátrico los enfermeros se están volviendo locos. Llevan varios días cambiándome de habitación y no quieren darme ningún tipo de explicación al respecto. Ahora mismo estoy en la de la Sra. Paquita. Me pregunto en qué mente enferma cabe el mangonear de esta manera a unos pobres ancianos como nosotros, y más sabiendo que algunos tienen graves problemas de salud. Al menos he podido encontrar el escondrijo donde la Sra. Paquita guarda su tabaco. No tiene tanto sabor como el mío, pero ya me sirve.

Quisiera que se pusiera en contacto con este sitio de inmediato. Sus métodos están empezando a preocuparme. Hace dos noches tiré la papilla a la cara de esa sinvergüenza que tengo como enfermera, y después de hacerme tragar la pastilla a la fuerza me ató a la cama y no me pude levantar en toda la noche. Su risa al ver todo mi cuerpo magullado y mi cama meada, me hizo enfurecer de verdad. Algún día le daré su merecido, ya verá.

Intente buscar ayuda lo más rápido posible, quiero salir de éste sitio cuanto antes mejor.

Su hermana que le quiere.

Aurora

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Carta 04

Adiós Prima:

 

Cuántas veces hemos hablado de lo cíclica que puede llegar a ser la vida. Cuando cometes algo atroz, tarde o temprano terminas pagándolo.

Fui a la oficina de policía dispuesta a entregarme; estaba preparada para que me llamaran asesina y me aplastaran con sus miradas de condenación. No pude pasar de la puerta de entrada; había un ajetreo de personas denunciando a sus vecinos, hermanos, padres e hijos. Gritaban de impaciencia alegando que lo suyo era más grave, señalando heridas abiertas y otras vendadas. Habían sido mordidas. En el suelo, a falta de sillas, un grupo de personas descansaban esposadas; en sus miradas había terror y sus cuerpos temblaban como flanes, no hacía falta que dijeran su falta, la veía reflejada en la mía.

Prima, no fue cobardía, simplemente me di la vuelta y volví a casa. Por un segundo comprendí que lo que estaba pasando era más grande que mi crimen, medio pueblo estaba sufriendo la misma pesadilla.

Cuando llegué a casa la molestia del hombro había desaparecido y el pus empezó a escurrirse por debajo de la venda. Aparté la gasa y descubrí la herida en todo su asqueroso esplendor. Me preparé un cataplasma y una infusión de ortiga para fortalecerme.

Las moscas que antes acosaban a Elisa, ahora me persiguen hambrientas. Mi cuerpo arde debido a la fiebre, me cuesta mantener la concentración, me pesa la cabeza y mis tripas forman ruidos grotescos. La enfermedad de Elisa viene a por mí.

Prima, no sé como decirte todo lo que siento. Nunca se me dieron bien las despedidas, por eso prefiero decir hasta luego.

Por favor, despídete de mi primito. Con sólo pensar que nunca veré el hombre en que se convertirá me parte el alma. Háblale de mí, de lo mucho que lo he querido y que mi último pensamiento fueron palabras de amor para él. Estaba preparándole un álbum de fotos, por favor termínalo, quiero que recuerde los momentos felices que compartimos: las veces que lo abrazaba hasta que lo dejaba sin aire, nuestras batalla de cosquillas, los paseos por la playa y las noches de cine en mi casa.

No es fácil para mí escribir esto, una parte de mi espera que no sea más que un mal sueño del que me despertaré en cualquier momento.

Teníamos que haber adelantado nuestro viaje a Egipto, tal y como me sugeriste. No veré la esfinge de Gizeh, ni las pirámides; tampoco me reiré cuando te caigas del camello. Una vez más te he defraudado, no voy a poder acompañarte después de haber organizado las excursiones y fantasear con las aventuras que viviríamos. Lo siento prima tendrás que divertirte sin mi.

Mientras escribo estas palabras con gran pesar y aún esperando que aparezca Elisa gritando: “pringada” detrás de la puerta. Siento como mi cuerpo se adormece, la carne muerta empieza a extenderse y en mi codo juegan dos venas verdes palpitantes.

Según mis cálculos apenas me quedan unas horas y he tomado una decisión, sé que no estarás de acuerdo conmigo, pero prefiero morir dignamente antes de ver como me corrompo y me convierto en un demonio. Nadie poseerá mi cuerpo, esta elección es sólo mía.

No creo que puedas entender el monstruo que vi en el cuerpo de Elisa. Cuando cierro los ojos sigo viéndola y cuando los abro, temo que aparezca. Tampoco intento huir de mi castigo con la ley por haberla matado; sólo deseo ser yo quien decida mi destino.

Querida prima, no te preocupes, sé lo que hago. La belladona es un veneno que dejará mi cuerpo en calma y mantendrá mi rostro fresco; sólo espero que cuando haga efecto, la pútrida carne no haya invadido todas mis células.

Recuerda primita que eres la persona que más quiero, la única amiga en quien siempre he confiado. No tengo mucho, pero lo poco que tengo te lo entrego aquí, espero que esto pueda valer como testamento, sé que tú harás buen uso de mis bienes. Como siempre te he dicho: “todo lo mío es tuyo”

 

Te quiero

Iria

 

P.D.: Te vigilaré desde el cielo, no pienses que la muerte te librará de mí.

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Carta 04

A quien quiera leerlo:

Una gran punzada de dolor me atravesaba el pecho. A cada paso que daba sentía como si mis piernas fueran a partirse en dos. De mi boca sólo salían pitos ahogados, pugnando por encontrar un poco de aire. Pero no podía parar de correr.

Alex había vuelto de entre los muertos y, aunque emitía sonidos guturales ininteligibles, yo sabía que gritaba por mi alma, reclamando su justa venganza. Su cadáver putrefacto se arrastraba por las calles, pero por más que corría él siempre estaba detrás de mí.

Entré en casa y atranqué la puerta. Ojalá Abel esté a salvo, pensé. Enseguida fui a su habitación, pero lo que me encontré allí me dejó totalmente sin aire. El jefe militar encañonaba a mi hermano directamente a la cabeza. Una sonrisa triunfal cruzaba su rostro, movida al compás de su interminable masticar.

Un sonoro golpe hizo que mirara hacia atrás. Alex había derribado la puerta y se dirigía hacia nosotros.

—Nos lo llevamos —dijo el militar con una voz que no parecía provenir de este mundo. Se quitó las enormes gafas de sol y lo que había detrás de ellas, me habría hecho gritar de no ser porque Alex estaba desgarrándome la garganta a mordiscos.

Las cuencas vacías del militar me observaban mientras levantaba a mi hermano en el aire, como si fuera un trofeo. Abel agarraba con sus pequeñas manitas los enormes dedos que le aprisionaban la garganta. El ruido que hacían sus piernas pataleando en el aire, junto con sus cada vez más débiles jadeos, eran silenciados por las sonoras carcajadas del jefe militar.

—¡Abel! —quise gritar antes de que sintiera como mi cuello se partía en dos.

Me desperté sobresaltado. Húmedos surcos recorrían mis mejillas, dejando tras de sí un sabor amargo en mis labios. Noté algo rugoso en mi mano, al fijarme vi que había arrancado un trozo del reposabrazos del sofá. Intenté colocarlo como pude de nuevo en su sitio. En mi vida había tenido un sueño tan real, una pesadilla que no podré olvidar jamás.

Aún quedaba mucho por hacer antes de que Abel se despertara, así que me froté con fuerza los ojos y me dispuse a afrontar un nuevo día.

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Carta 04

Querida Teresa:

Todavía tengo la anterior carta aquí, cuando la escribí estaba desesperado, la situación no era para menos, con aquellos extraños sucesos y el cadáver de Rocío intentando matarme. Iban a ser mis últimas palabras, y cuando terminé agarré el atril y fui en busca de la endemoniada. Mi intención era clara: acabar con ella de una vez por todas. La cosa no iba a ser fácil. Ya sabes qué en el pasado la iglesia formó parte de un castillo y conserva rincones que ni siquiera yo conozco.

Me aseguré de cerrar puertas y ventanas, solo estábamos ella y yo. Encendí las luces y lo llené todo de velas. El Cristo me miraba con pena desde la cruz. No me molesté en disculparme, solo me santigüé.

La busqué por todas partes, la llamé a gritos, incluso la invoqué como si se tratara del mismísimo diablo, pero la maldita sabía esconderse. La oía arrastrar los pies a mi espalda y en cuanto me giraba, ya no estaba allí. Jugaba conmigo, y el miedo se tornó en rabia, solo quería matarla.

—No me mires así —le repliqué al Cristo—, si me quisieras convertirías el agua del lavabo en vino.

Me estaba volviendo loco, vi la cesta de la comida en el altar y me la llevé a un sitio seguro en mi despacho. No iba a permitir qué ella me la quitase.

Entonces comprendí qué tenía que cazarla como a un vulgar animal. Me hice un corte en la mano y dejé un rastro de sangre hasta la capilla de nuestra Señora. Me escondí tras la imagen de la Virgen y esperé con el arma a punto. María lloraba, abrazando el cuerpo de su hijo muerto, yo me estremecí pensando en la madre de la pobre Rocío y en lo mal que lo estaría pasando. Agaché la cabeza y empecé a rezar un «Ave María» tras otro.

Mis susurros y el camino de sangre la condujeron a la trampa, y cuando me vio se lanzó a devorarme, justo cuando terminé la oración.

«…Ahora y en la hora de nuestra muerte ¡Amén!»

Con el grito de guerra le clavé el atril hasta encajarla en la pared, le golpeé en la cabeza con la reliquia en piedra de Santo Tomé, mientras le daba la absolución de sus pecados (ego te absolbum, etc, etc).

Descansé un momento, me bebí un vaso de agua y pasé a darle la extrema unción. Después, cogí el hacha de la leñera y la descuarticé. Esta vez tenía que asegurarme.

¡Que Dios me perdone!

La enterré en el cementerio del patio, no me molesté en comprobar si había alguien mirando. Le puse de sepultura la cruz plateada con qué la maté por primera vez y le oficié una breve misa.

«Descanse en paz.»

Descubrí que algunas de las tumbas habían sido profanadas, o algo peor. Recordé las viejas películas de terror, pero estaba muy cansado y no me preocupé.

Entré a la sacristía y me puse algo de cenar. La buena de Rosa me había traído pan y embutido, un taper con algo que parecían lentejas y una botella de leche. Ni siquiera necesité vino.

Me he tomado un bocadillo de salchichón y un vaso de leche caliente. Ahora me encuentro mejor, ya no me importa lo qué está pasando, solo quiero acostarme y descansar. Espero que estés bien y qué algún día nos volvamos a ver.

Si mañana despierto y sigo vivo, llevaré las dos cartas a correos.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 04

Querida mamá,

Estés donde estés, debes saber que Sara y yo te echamos mucho de menos. Aunque ella no entienda por qué estoy perdiendo el tiempo escribiéndote estas cartas (Miguel insiste en que no hay servicio de correos y para ella lo que dice Miguel va a misa), excepcionalmente me ha pedido que te haga saber que ella también te echa de menos y que le gustaría que estuvieras aquí con nosotras en estos momentos. De hecho, lo que estoy a punto de contarte no te va a gustar nada, porque lo diga como lo diga nunca usaré las palabras apropiadas: creemos que papá ha muerto. No se mueve, ni respira y está muy frío. Sí, debe de estar muerto, mamá. Sara dice que todo es culpa mía, que deberíamos de haber entrado en su habitación antes para darle algo de comer o beber, pero ninguno de los tres nos habíamos atrevido, mamá. Después de lo del padre de Luisa, papá podía pasarse horas aporreando la puerta de su habitación, soltando alaridos, o diciendo cosas en un idioma que debía de haberse inventado. Ha estado así cuatro días enteros, durante los cuales apenas hemos podido pegar ojo al pensar que los vecinos le estarían oyendo y que nos denunciarían, consiguiendo que nos metieran a todos en la cárcel. Sin embargo, desde ayer por la tarde ya no oímos nada, lo que nos daba muy mala espina, y ha sido por fin esta mañana cuando Miguel y Sara decidieron entrar en la habitación armados con los palos de golf del abuelo, mientras que yo iba justo detrás de ellos llevando una bandeja con un bocadillo de tortilla de patatas y una botella de agua mineral (ya no nos queda del vino que le gustaba a papá). Como las persianas de la habitación estaban echadas, aquello era como una cueva con un intenso olor a rancio, a pis y otras cosas innombrables. Sara le dio al interruptor de la luz y entonces no pudimos evitar dejar escapar un grito, al verle ahí, tendido en el suelo, completamente desnudo, con la cara demacrada, el pelo revuelto y pareciendo veinte años más viejo que la última vez que le habíamos visto. No era él, no sé lo que era, pero no era él. Miguel le dio un par de golpecitos con el palo de golf y como vimos que no reaccionaba, entre los tres le subimos a la cama porque nos parecía lo más correcto. Olía fatal, mamá, y pesaba muchísimo.

—Está muerto —repetía Sara una y otra vez—. Está muerto, está muerto, está muerto…

Yo le dije que se callara de una vez y ella empezó a gritarme, echándome en cara mil cosas como si el hecho de que yo fuera la hermana mayor me convirtiera en culpable de todo. Yo, que no pude quedarme callada, le tuve que decir que la que no había querido llevarle al hospital era ella, no yo. Y entonces nos enzarzamos en una de esas discusiones interminables que a papá y a ti os molestan tanto, sólo que tú no estabas allí para ponerle fin y papá sí que estaba, pero ya sólo era un cuerpo inerte que no podía decir ni hacer nada al respecto.

—¿Pero queréis dejarlo de una vez? —nos dijo Miguel haciéndonos callar a las dos de golpe—. Vuestro padre está muerto y vosotras os comportáis como dos estúpidas.

Miguel tenía razón, mamá. No sé qué hacíamos allí, gritándonos la una a la otra, en lugar de abrazarnos y llorar desconsoladamente porque le habíamos dejado morirse solo. Creo que nunca me lo perdonaré. Permanecimos un rato más junto al cuerpo, en silencio, sin atrevernos a mirar al cadáver, cabizbajos. Luego Sara empezó a comerse las uñas y aquello fue la señal para ponerse en movimiento. Volvimos a apagar la luz y cerramos la puerta de la habitación, dejando a papá allí.

En unos minutos saldremos a la calle, mamá. Sara dice que tenemos que ir a la iglesia para ver al cura porque si alguien tiene que saber qué se hace con un cadáver, ése tiene que ser él; Miguel insiste en decirnos que no, que el cura no es más que un patético viejo borracho, que hace semanas que nadie le ve porque se ha encerrado en su iglesia. Sin embargo, está dispuesto a acompañarnos, sobre todo porque justo después tenemos que pasar por el supermercado para buscar provisiones. Yo me he empeñado en aprovechar el paseo para echar esta carta y esta vez ni Miguel ni Sara me se han atrevido a meterse conmigo por hacerlo.

Espero que no te hayas enfadado con nosotras, mamá. Lo hemos hecho muy mal, lo sé, pero no hemos sabido hacerlo de otra forma. Te echamos tanto de menos…

Besos,

Alicia.

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Carta 04

Querida Cristina;

Menudo montón de mierda. Llevo un día entero sin comer ni hablar con nadie. ¿Qué diablos les pasa a los médicos? Hasta echo de menos a esa fresca que tengo como enfermera y sus métodos primitivos.

Sin ir más lejos, la semana pasada empezó a rebuscar entre mis efectos personales y me robó los cigarrillos. Cogió uno, se lo fumó y escondió el paquete en su liga. Mientras lo terminaba (y no va a poder creer mis palabras, hermana), se subió de pie a la cama con esos zapatos de vértigo que tiene, se agachó y me meó encima. Ni siquiera llevaba bragas la muy canalla. No pude hacer. Ya eran tres días los que llevaba atada y amordazada, y no pude mas que mirar llena de ira. Y todo porque me negué otra vez a tomarme la dichosa pastilla. Me han salido unos moretones terribles en las muñecas y heridas en las piernas. En éste infierno ya sólo falta que me violen, porque de torturas no se quedan cortos.

Lo único bueno es que por fin ha llegado el verano, pero ha traído consigo una de olores que me repulsan. Antes abría diez minutos la ventana para respirar un poco de aire fresco, pero últimamente llega un hedor insoportable, como a carne podrida. Seguro que es de vaca quemada, Víctor y yo lo hacíamos cuando una de ellas caía enferma. Eso me hace sospechar que tal vez sea cierto el rumor que corre en el geriátrico de una terrible enfermedad bovina. Ya sólo quedamos un puñado en pie, los demás están con intentas fiebres en sus camas. Le dije que ponían algo en las pastillas, seguro que nos intentan intoxicar. A raíz de eso mi pierna está cada vez peor. Ni siquiera se si podré volver a utilizar el bastón.

Ahora que lo pienso, el otro día vi a la sra. Paquita en el patio. Últimamente no dejaban salir ni a los ancianos más ricos, y me sorprendió con qué calma paseaba a pleno sol. Era como si estuviera en trance. Incluso le di el grito antes de que la enfermera me cerrara la ventana y corriera la cortina, pero la sra. Paquita ni siquiera debió de escucharme. Llegué a ver incluso que no llevaba los zapatos puestos e iba muy despeinada, cosa muy extraña porque siempre alardea de los caprichos que su difunto marido le daba.

Le quiero, hermana. Espero poder vivir lo suficiente como para volver a verles aunque sea una última vez. Un beso.

Aurora.

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