A ti, seas quien seas.
Los chicos no volvían. Habían salido por la mañana en la ambulancia para averiguar si había forma humana de salir del pueblo y cuando ya anochecía aún no sabíamos nada de ellos. A Sara ya no le quedaban más uñas que morderse. De hecho, tenía los dedos en carne viva. Desde hacía horas, no se movía de la ventana de la habitación de mi padre, desde donde vigilaba la calle, en espera del regreso de los dos expedicionarios. Yo me había puesto a planchar (como si a alguien le pudiera importar en aquel momento si llevábamos la ropa arrugada o no) y, entre prenda y prenda, no podía dejar de pensar en todas aquellas películas en que bastaba que el grupo de amigos se separara para que se cepillaran a alguno de ellos. Pero una cosa sí que estaba clara: en aquella escena los que llevaban todas las de perder eran Miguel y Sergio.
A las diez de la noche obligué a mi hermana a cenar algo y mientras jugueteábamos con la comida, sin ser capaces de probar bocado, nos sobresaltamos al oír el sonido familiar de la sirena de nuestra ambulancia. Corrimos escaleras abajo para dar la bienvenida a nuestros amigos. Venían con Luisa, que bajó del coche con un macuto.
—No os importará que me mude aquí, ¿verdad? —nos preguntó a gritos, pues al ruido de la sirena había que sumarle la paliza que Miguel y Sergio le estaban dando a la ambulancia para que se callara—. ¡Mi madre creo que se ha vuelto loca! ¡Hace días que no la veo!
Traía la mano vendada y al preguntarle cómo se había hecho daño, nos aseguró que no había sido ningún zombi.
—Fue sólo un chuco que me atacó en la calle —nos explicaba en el preciso momento en que un golpe certero de Sergio conseguía silenciar la sirena—. ¡Por suerte es sólo un rasguño!
Sara y yo intercambiamos unas miradas algo inquietas y supe que se hacía las mismas preguntas que yo: ¿Sería posible que fuera el mismo chucho? ¿Y si los chuchos también pudieran convertirse en zombis? ¿Y si aquel rasguño era suficiente para contagiarle a Luisa aquella enfermedad? Y nos hubiéramos hecho muchas más preguntas, de no ser porque justo entonces Miguel pareció ver algo a lo lejos que no le gustó mucho. Nos metió en la casa de un empujón, mientras Sergio se apresuraba a coger una bolsa rosa de la parte de atrás de la ambulancia. Cuando todos estábamos dentro de casa, Miguel cerró la puerta y nos hizo una señal para que permaneciéramos en silencio. Al poco se oyó un pequeño tumulto que pasaba por delante de casa. Oímos cómo los zombis aporreaban la puerta, la ambulancia, soltaban gruñidos, aullidos, rompían cristales, avanzaban calle abajo, se alejaban… y todos seguimos quietos hasta que no escuchamos nada más. Luego subimos a la cocina, sin decir ni una sola palabra.
—¿Puedo ir al baño? —preguntó Luisa, rompiendo el silencio.
Mientras Sergio y Miguel se zampaban la cena, nos contaron que sus pesquisas de aquel día les habían llevado a la conclusión de que era imposible salir de la comarca. Es decir, habían podido constatar que había una enorme valla electrificada instalada alrededor de nuestro pueblo y un par de pueblos vecinos. Aunque no tardaron en comprender que no era posible sortear aquel muro metálico sin disponer de un equipo muy sofisticado, habían pasado el día yendo de un lado a otro, tratando de averiguar si aquella dichosa valla tenía algún punto débil, pero si lo tenía, no lograron encontrarlo. Tanto en el centro como en los alrededores, e incluso en otros pueblos, el panorama siempre era el mismo: las calles desiertas, sucias, las casas silenciosas, cerradas a cal y canto o con las puertas abiertas de par en par, algunas tiendas saqueadas, coches abandonados… Entre las pocas personas que se habían cruzado, había un compañero del instituto, Lucas, que les había dicho que se había refugiado con su familia y unos vecinos en un supermercado. Aunque a regañadientes, les había dejado que se llevaran unas conservas, las que habían traído en la bolsa rosa de la ambulancia.
—Había muchos grupos de zombis en el bosque —nos dijo Sergio—. Algunos son muy rápidos.
Nos contó que esos zombis corrieron largo rato tras la ambulancia, atraídos por el sonido de la sirena, que se había puesto en marcha al pasar un bache… y no consiguieron perderles de vista hasta que varios kilómetros después volvieron a internarse en el pueblo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entonces Luisa, a la que no habíamos visto volver. Apretaba su mano vendada contra el pecho. Sara y yo volvimos a mirarnos sin decir nada.
No sé, ¿qué vamos a hacer?