Padre Tomás
18/Ago/2011
bloody hand
04

Querida Teresa:

Todavía tengo la anterior carta aquí, cuando la escribí estaba desesperado, la situación no era para menos, con aquellos extraños sucesos y el cadáver de Rocío intentando matarme. Iban a ser mis últimas palabras, y cuando terminé agarré el atril y fui en busca de la endemoniada. Mi intención era clara: acabar con ella de una vez por todas. La cosa no iba a ser fácil. Ya sabes qué en el pasado la iglesia formó parte de un castillo y conserva rincones que ni siquiera yo conozco.

Me aseguré de cerrar puertas y ventanas, solo estábamos ella y yo. Encendí las luces y lo llené todo de velas. El Cristo me miraba con pena desde la cruz. No me molesté en disculparme, solo me santigüé.

La busqué por todas partes, la llamé a gritos, incluso la invoqué como si se tratara del mismísimo diablo, pero la maldita sabía esconderse. La oía arrastrar los pies a mi espalda y en cuanto me giraba, ya no estaba allí. Jugaba conmigo, y el miedo se tornó en rabia, solo quería matarla.

—No me mires así —le repliqué al Cristo—, si me quisieras convertirías el agua del lavabo en vino.

Me estaba volviendo loco, vi la cesta de la comida en el altar y me la llevé a un sitio seguro en mi despacho. No iba a permitir qué ella me la quitase.

Entonces comprendí qué tenía que cazarla como a un vulgar animal. Me hice un corte en la mano y dejé un rastro de sangre hasta la capilla de nuestra Señora. Me escondí tras la imagen de la Virgen y esperé con el arma a punto. María lloraba, abrazando el cuerpo de su hijo muerto, yo me estremecí pensando en la madre de la pobre Rocío y en lo mal que lo estaría pasando. Agaché la cabeza y empecé a rezar un «Ave María» tras otro.

Mis susurros y el camino de sangre la condujeron a la trampa, y cuando me vio se lanzó a devorarme, justo cuando terminé la oración.

«…Ahora y en la hora de nuestra muerte ¡Amén!»

Con el grito de guerra le clavé el atril hasta encajarla en la pared, le golpeé en la cabeza con la reliquia en piedra de Santo Tomé, mientras le daba la absolución de sus pecados (ego te absolbum, etc, etc).

Descansé un momento, me bebí un vaso de agua y pasé a darle la extrema unción. Después, cogí el hacha de la leñera y la descuarticé. Esta vez tenía que asegurarme.

¡Que Dios me perdone!

La enterré en el cementerio del patio, no me molesté en comprobar si había alguien mirando. Le puse de sepultura la cruz plateada con qué la maté por primera vez y le oficié una breve misa.

«Descanse en paz.»

Descubrí que algunas de las tumbas habían sido profanadas, o algo peor. Recordé las viejas películas de terror, pero estaba muy cansado y no me preocupé.

Entré a la sacristía y me puse algo de cenar. La buena de Rosa me había traído pan y embutido, un taper con algo que parecían lentejas y una botella de leche. Ni siquiera necesité vino.

Me he tomado un bocadillo de salchichón y un vaso de leche caliente. Ahora me encuentro mejor, ya no me importa lo qué está pasando, solo quiero acostarme y descansar. Espero que estés bien y qué algún día nos volvamos a ver.

Si mañana despierto y sigo vivo, llevaré las dos cartas a correos.

 

Tu hermano Tomás.