Querida Teresa:
Aún seguimos aquí. Y eso que la cosa está muy mal.
A Miguel ya casi no le quedan huecos libres en el mapa. Nos hemos recorrido el pueblo de pe a pa, y apenas queda comida que encontrar. Son muchas las casas que están cerradas a cal y canto. Hay más gente viva de la que pensábamos, pero hay mucha más poseída por aquella rabia. No te dejes engañar, los malditos van arrastrando los pies como si no pudieran con su alma, pero cuando te sienten corren como diablos. Ahora hemos aprendido a no lavarnos, cuanto menos olamos a carne fresca más difícil les será localizarnos.
Hay un grupo de ellos afincado en la churrería de enfrente, como si fueran a tomar el café. Eso nos obliga a usar la puerta trasera. El otro día, Miguel vio a sus padres allí.
Esta tarde, encontramos bombones en la casa de los Ortega y el chico quiso llevárselos a su hermana. Una vez en su casa, le dejé a su aire mientras yo buscaba vino en el mueble bar. Todo parecía más desordenado que la última vez. Las botellas estaban rotas y el licor esparcido por el suelo. Estaba dudando si lamerlo cuando escuché un gruñido, era ella. Se había arrancado la pierna para liberarse de la cadena y me miraba con los ojos endemoniados.
No me dio tiempo a reaccionar. Cuando se abalanzo sobre mí, un disparo le reventó la cabeza. Instintivamente, me cubrí la cara, no quería infectarme con toda aquella sangre viscosa. El pequeño Miguelin estaba en el suelo con la escopeta de su padre, la fuerza del disparo le tiró. Me había salvado la vida a costa de la de su hermana. El pobre lloraba sin parar. Le levanté, intentando consolarle. Recé unas oraciones por el alma de la niña: “requiem in cantin pace”. Me hubiera gustado darle un entierro como Dios manda, pero aquel disparo habría alertado a los zombis y teníamos que salir de ahí lo antes posible.
En efecto, la calle estaba repleta de esas malditas fieras. Iban como locos persiguiendo a una ambulancia. Aprovechamos la confusión para volver a la iglesia.
Metí al pobrecito en la bañera, ahora podíamos quitarnos toda esa porquería. Era el momento de arreglar el daño que le hice.
Me puse la sotana de los domingos y a él le dí un traje de monaguillo que tenía por ahí. Encontré unas obleas caducadas en la vicaría, limpié el viejo cáliz de plata barata, y me dispuse a darle su primera comunión.
No sé si al ser subnormal entenderá lo que esto significa, pero era la única manera que tenía de premiar su sacrificio.
Después de cenar, le metí en la cama y le leí el libro de Job. A mí siempre me dio la impresión de que Dios se cachondeaba del pobre Job, pero a Miguel le encantó la historia. Se apuntó otra cita en su colección:
“Entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás.”
Ojalá levante yo el rostro sin miedo, ojalá tu estés bien. Hoy por hoy, lo único que tengo es a este pobre infeliz que Dios ha puesto en mi camino.
Esta noche, aprovechando que ya he abierto el vino para la ceremonia, me terminaré la botella. Lo siento.
Tu hermano Tomás.
P.D.: Padre, ayudame a despertar mañana con entereza.