Querida Teresa:
Ya estamos en el convento, pero no recuerdo cómo hemos llegado. La terrible resaca que me atormenta indica en qué estado debí recorrer el camino. Me duele todo el cuerpo, pero no me importa, ya estamos aquí y estamos a salvo.
Todos parecían muy inquietos al encontrarse todo tan oscuro y silencioso. Cómo se nota que nunca han estado en un convento de frailes, aunque a mí lo que me asustaba era verlos a ellos así, armados hasta los dientes. Ahora que lo pienso, no dejaba de ser raro todo aquello, sin murmullos de gente rezando, ni los gruñidos de algún fraile quisquilloso que nos indicara que eso era un convento de clausura. Creo recordar que grité preguntando si había alguien y Lucía me miró como si hubiera invocado al mismísimo diablo. Ana farfulló algún tipo de maldición entre dientes. Conociéndola, seguro que se cagó en la madre que me parió, qué Dios la tenga en su gloria. Fue Gabriel quien acabó con ese momento tan estúpido, con esa forma suya de hablar, sacada de las películas. Nos dividió en grupos para inspeccionar el sitio y asegurar el perímetro y no sé que más sandeces. Él se fue con Ana, por el ala oeste. No paraban de discutir. Lucía se encargó del lado este, iba con un muchacho andrajoso que me miraba de mala manera. No sé de donde lo había sacado, pero no me gustaban nada sus pintas. Ella le trataba como si fuera su madre y a él no le hacía ninguna gracia. Estaba claro que la pobre muchacha había encontrado una nueva distracción.
A mi me asignaron no sé que lado y me encasquetaron a los niños. A ellos no les hacía ninguna gracia tener que ir por estos terroríficos pasillos centenarios en mi compañía. El caso es que los perdí de vista enseguida, ellos iban a lo suyo, diciendo cosas de fantasmas, y yo a lo mío, vagando como un alma errante por esos fríos pasillos. Allí no había nadie, ni frailes ni zombis, ni ángeles ni demonios, ni cadáveres ni manchas de sangre. Cuando me quise dar cuenta, estaba en lo que parecían ser las dependencias del abad, que al contrario de lo que se pueda pensar, eran bastante lujosas, con un gran despacho, un enorme dormitorio y su cuarto de baño. Hay que reconocer que estos padres agustinos saben cómo vivir. Al ver que había agua caliente no pude resistirme a darme un baño relajante. Fue allí, arrugándome en el agua, cuando sentí verdaderamente lo magullado que estaba mi cuerpo. Intenté, una vez más, recordar lo que había pasado, pensé en lo siniestro que era todo eso, pero yo no quería amargarme con esos pensamientos y aproveché que estaba en paz y quise disfrutar del momento. El jodío abad tenía sales aromáticas y todo. Aquello fue mano de santo, aunque hubo un momento en que me pareció oír un extraño ruido, como si una de esas bestias infernales acechara, pero yo estaba tan abstraído que no hice caso. Una vez seco, me acosté en la cama del abad, que era extremadamente acogedora, digna de un papa, santo o corrupto, da igual.
No sé cuanto tiempo pasé durmiendo, pero estuve en la gloria, sin visiones ni pesadillas, sin preocupación alguna, hasta que el hambre me despertó. Una vez más escuché el extraño ruido, pensé que eran mis tripas, pues allí todo estaba en su sitio, ordenado como si la gente hubiera salido un momento a atender un recado. Entonces me di cuenta de que estaba desnudo y busqué ropa en el armario. Allí encontré todo tipo de vestiduras de fraile, desde las más humildes a las más opulentas, pero me conformé con una sotana que, aunque me iba un poco grande, me servía. El muy vanidoso del abad tenía un espejo de cuerpo entero, pero no quise mirarme porque seguro que estaba ridículo. Observando las fotos y reliquias que había en la estancia, me acordé de Miguelín, aquí estaría muy a gusto. Por un momento pensé en el cansino de Abel y la boba de Nataly, esos pobres niños que habían dejado a mi cargo y yo los había perdido en este convento dejado de la mano de Dios, pero las tripas me volvieron a rugir y me fui a buscar la cocina. Corrí por los pasillos intentando no hacer ruido, con el miedo de cruzarme con Gabriel o con Ana, y me preguntaran por sus hermanos. Por suerte, encontré el comedor sin ningún problema, cuando has estado en un convento te los conoces todos.
Era una sala gigantesca, dispuesta para que en ella comieran cientos de frailes, pero allí no había nadie, solo una gran mesa y un montón de taburetes. En la cocina no había nada descolocado, ni migas en la encimera, ni cacharros en la pila, ni siquiera una rata correteando por el suelo. Empezaba a cansarme de tanta tranquilidad. Cuando encontré la despensa, se me abrió el cielo. Estos santos padres tenían de todo. Solo me faltaba encontrar la bodega donde guardaban su famoso licor de hierbas, pero me conformé con una botella de vinillo dulce que había en un armario. Cogí unos restos de carne guisada con patatas que guardaban en una fiambrera, una hogaza de pan duro, y me dí el banquete padre.
No te lo vas a creer, pero ahora tengo la tripa revuelta, creo que la carne estaba pasada de fecha, aunque a mí me ha sabido a gloria bendita, a pesar de ese saborcillo rancio que he notado. Supongo que es mi penitencia por haber disfrutado cuando los demás sufren. No importa, no pienso lamentarme por eso, aún me queda media botella de vino.
Perdona, hermana, pero voy a dejar la carta aquí. Acabo de escuchar un extraño ruido y ya no puedo asegurar que sean mis tripas.