Carta 23

Querida Mama,

Me desperté sin saber quién era, ni dónde estaba. Me dolía mucho la cabeza y no veía nada. Olía mal, hacía un frío húmedo de esos que te entran en los huesos. Se oía a lo lejos el ladrido de un perro. Poco a poco mi vista se fue acostumbrando a la oscuridad imperante y empecé a distinguir el contorno de los objetos que me rodeaban: un armario empotrado a mi derecha, una ventana con persianas desvencijadas a través de la cual se asomaban un único tímido rayos de sol, una mesita de noche a mi izquierda… por un momento pensé que estaba en mi habitación.

—¿Mamá? ¿Papá? ¿Sara? —os fui llamando uno a uno.

Al poco, la triste realidad me golpeó como un mazo y me puse a llorar estúpidamente. ¿Cómo había podido olvidar que tú te habías ido de viaje a la India, que papá y Sara ya no eran los mismos… y que el pueblo se había convertido en el escenario de una terrible pesadilla de la que era imposible despertar?

Volví a mirar a mi alrededor y definitivamente aquella era mi habitación, pero no tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.

—¿Sergio? ¿Lucas?

¿Dónde estaban? ¿Por qué me habían dejado sola? ¿Qué había pasado? No lograba recordar y esta vez lloré con una mezcla de frustración e impotencia.

Intenté levantarme de la cama, la cabeza me daba vueltas, el cuerpo me pesaba, no fui capaz de incorporarme y caí como una piedra sobre aquel amasijo de mantas malolientes. Decidí esperar un poco antes de hacer un nuevo esfuerzo y aproveché para tratar de ordenar mis pensamientos.

Recordé a Lucas al frente de su ejército de zombis, radiante a su manera, convencido de que aquellos seres pútridos podrían ser la llave de su libertad. Marchábamos lentos, camino del pueblo, engrosando nuestras filas cada kilómetro que recorríamos. Aquello daba miedo. Teníamos que beber y comer a escondidas lo poco que encontrábamos a nuestro paso, mientras los zombis se abalanzaban sobre los cadáveres que nos topábamos por el camino. A veces también atacaban a perros o gatos callejeros. Pero como eran muchos y la comida cada vez más escasa, surgían a menudo terribles disputas que acababan en batallas sangrientas de las que procurábamos mantenernos al margen.

Al principio creíamos que estábamos a salvo, pero pronto el hambre debió de aguzar sus sentidos, haciendo que se fijaran en nosotros. Igual despedíamos un olor diferente, vaya una a saber, pero empecé a pensar que un par de ellos nos tenían vigilados. Aún así pudimos mantenerles a raya, sobre todo por el respeto que le tenían a Lucas, aunque eso no parecía que fuera a durar mucho.

Todo se vino al garete cuando nos cruzamos con una familia, los primeros seres humanos que veíamos en semanas. Era una pareja de mediana edad con dos hijos pequeños. Se habían escondido en un supermercado y alguno de los zombis debió de descubrirles porque lanzó un terrible grito que me dejó helada. Vi a los cuatro durante apenas un segundo, al otro lado del cristal de aquel establecimiento, con sus caras lívidas. Al segundo siguiente ya no estaban, pues debieron de salir corriendo hacia el interior de la tienda. Tras ellos un tropel enorme de zombis que en un momento tenían todo el edificio rodeado y entraban por todas partes, dispuestos a darles caza a cualquier precio.

Miré a Lucas como esperando a que hiciera algo, pero, lógicamente, no lo hizo. ¿Qué iba a hacer? El ataque ya no podía contenerse y una sola palabra les habría puesto en guardia contra nosotros.

Lo peor fue oír los gritos de la madre, ¿sabes? No pude más, simplemente salí corriendo despavorida sin mirar hacia atrás. Creo que oí a Sergio dar unas voces, luego un rugido, un par de disparos, un caos de golpes y pasos. Seguí corriendo sin saber a dónde iba. Me crucé con un par de zombis que ya no tuvieron dudas de que era humana, de modo que comenzaron a perseguirme.

No sé cuánto tiempo estuve corriendo, sólo sé que estaba al límite de mis fuerzas. Debía de haber entrado ya en el pueblo, pero no reconocía las calles, ni los edificios. Doblaba esquinas sin nombre, me tropezaba con escombros, me acabé golpeando la rodilla derecha, luego debí de perder el equilibrio y creo que fue entonces cuando perdí el conocimiento. Esto es todo lo que sé.

—¿Sergio?

Me había parecido oír unos pasos fuera de la habitación. Tenía que ser él, me habría encontrado en la calle y me habría traído en brazos a casa para refugiarnos hasta que me encontrara mejor. Quizás había salido un rato para buscar comida y venía a ver cómo estaba.

La puerta se abrió con un leve chirrido, dejando entrever el pasillo que había al otro lado. Primero vi los dedos sucios y torcidos que empujaban la puerta, luego una melena despeinada y finalmente un rostro pálido y desfigurado que me clavaba sus ojos inyectados en sangre.

—¿Sara?

Mama, la versión zombi de tu hija pequeña me tiene atrapada en mi propio cuarto. El suplicio dura ya más de dos horas. Sara me observa desde el umbral de la puerta, inmóvil, mientras respira entrecortadamente, soltando un pequeño gruñido cada vez que intento incorporarme. Pero es inútil, mi cuerpo no responde. Me temo que esto sea el fin, hubiese deseado algo más rápido, pero quizás no lo merezca, quizás esto sea un castigo por todas las cosas malas que he hecho o pensado durante mi corta vida. No sé dónde están Sergio ni Lucas, pero no puedo confiar en que vengan a rescatarme. Espero que hayan tenido más suerte que yo.

Quizás esta sea mi última carta.

Te quiere, Alicia.

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Carta 23

A quien quiera leerlo:

Una dolorosa bofetada me despertó. Era el puto militar.

―Levanta, joder ―gritó―. No es hora de echarse una maldita siesta.

Intenté incorporarme, pero la mano de Nataly me detuvo a medio camino.

―Espera, ya casi está ―dijo con su vocecilla.

Aproveché a mirar alrededor. Enseguida reconocí el lugar en el que nos encontrábamos, era una zona de descanso situado a las afueras del pueblo. Había venido infinidad de veces aquí a rellenar las botellas de agua, aprovechando el manantial que llega directamente de las montañas.

―Hermanito, bebe.

Era Abel, que me traía un poco de agua fresca. Al ir a beber, me fijé en que me habían desnudado de cintura para arriba.

―Esto es una maldita pérdida de tiempo ―se quejó el militar―. Deberíamos…

―¿Cállate, quieres? Si te aburres, ve a vigilar un poco.

Fue Ana la que habló. Estaba sentada de rodillas a mi lado, dando los últimos retoques a un vendaje que casi me tapaba todo el torso. El soldado escupió en el suelo, muy cerca de mi cara y se fue entre murmullos. Me pareció oírle decir algo tipo: ¿Qué coño habrá visto esa furcia en él?

Qué puto asco le tengo.

―Aún no te morirás, tu herida es muy superficial ―dijo Ana con voz monocorde y sin mirarme siquiera.

Ante mi expresión de extrañeza, fue Nataly quien habló, no sin antes ladear su cabeza. Me explicó todo lo que pasó justo después de que me desmayara, cómo la explosión de la Iglesia había alertado al resto de los zombis del pueblo, cómo el militar quiso dejarme abandonado mientras permanecía inconsciente y cómo el resto del equipo se negó en rotundo a hacerlo, formándose una acalorada discusión. Al final, los gemidos de los zombis, sumados al llanto de mi hermano y a los gritos desesperados del cura llamando a Miguel, casi provocaron la muerte de todo el grupo. Por suerte, me dijo la niña llena de orgullo, su hermana me subió a sus espaldas y corrió conmigo a cuestas.

Ana tosió, interrumpiendo a Nataly, que se rio nerviosa. Remató el relato de su hermana contándome que ahora estábamos a mitad del camino hacia el monasterio. Habían decidido hacer una pequeña parada en el refugio que hay antes de llegar al monasterio, para así poder descansar un poco e intentar buscar comida.

―Por si no lo sabías, el camino bordea un terraplén. Si alguien cae, se le dará por muerto ―dijo con tono frio como el acero―. Ya avisé al resto.

Se comportaba como si estuviera enfadada conmigo y no sabía por qué.

―Miguelín volverá, ¿verdad, hermanito? ―me interrumpió Abel, distrayéndome.

No supe qué responder, su pregunta me pilló por sorpresa. Y, sin que sirva de precedente, agradecí la inoportuna interrupción del militar, avisándonos de que los zombis se encontraban muy cerca y que teníamos que salir de allí ya.

―¡Maldito cabrón, intentaste matarme! ―grité, apretando los puños.

―Tú empezaste ―respondió él con sorna.

―¡Callaos los dos, joder, o nos van a descubrir! ―nos reprochó Ana.

Y así fue. Empezaron a aparecer unos cuantos zombis desde detrás de las rocas. Los reducimos rápidamente, pero el lugar ya no era seguro. Cargué al cura a hombros y reanudamos la marcha. Hice caso omiso del puto soldado, que no paraba de repetir que por mi culpa y la del borracho nos iban a acabar pillando a todos.

―¡Cállate y camina! ―le reprochó mi ex profesor.

Como yo iba un poco rezagado transportando al cura, aproveché para hablar con él.

―Padre ―le dije―, voy a pedirle un favor, si a mí me pasara algo, cuide de mi hermano y de las chicas.

Balbuceó algo en respuesta, no sé si dijo lo haré o le fallé.

No tardamos mucho en encontrar el camino antiguo que subía colina arriba. Por desgracia, no estábamos solos. Un grupo disperso de zombis nos estaban esperando. Dejé en lugar seguro al cura mientras el soldado empezó a dispararles. Yo me uní a la fiesta reventando unas cuantas cabezas con mi bate, pero fue Ana la que más bichos se llevó por delante con la ayuda de su cuchillo.

Conseguimos acabar con todos en tiempo récord, pero era momento de felicitaciones y regocijo, una nueva jauría apareció unos metros más abajo. Retomamos la marcha y aunque ya no llevaba al cura conmigo, empecé a perder el paso. La pequeña refriega había abierto mi herida y empezó a dolerme de cojones.

Noté como Abel apenas podía seguir andando, tropezándose a cada paso. No dudé y lo cogí en volandas sin dejar de subir cuesta arriba. La pequeña también me observó con ojos fatigados, pero no quiso decir nada. Miró a su hermana, que hizo un amago de ir a cogerla, pero yo fui más rápido y sosteniendo a Abel sobre un brazo, cogí a la pequeña. Mis piernas empezaron a temblar, pero los gemidos a mi espalda me dieron fuerzas. Tenía que ponerles a salvo y tenía miedo de que se tropezaran, cayendo ladera abajo.

Esos malnacidos nos pisaban los talones, cada vez les sentía más cerca. Cuando oí un gruñido justo a mi lado, solté enseguida a los niños, pero no tuve tiempo de coger mi bate. Un zombi gordo y pesado salió de entre los árboles y se volcó sobre mí. Conseguí apartarlo de un empujón, pero su peso me desestabilizó y caí con él.

Lo último que tuve tiempo de ver, fue a mi hermano gritar mi nombre, con su mano extendida hacia mí.

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