Carta 01

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Tenía las manos manchadas de sangre cuando entré en casa. Por suerte mi hermano estaba durmiendo ya.

Fui con todo el silencio posible hasta el baño. Intenté lavarme con agua y jabón y, al cabo de unos minutos, conseguí por fin eliminar hasta los pequeños restos de sangre que se me habían quedado incrustados entre las uñas. Aliviado, me miré en el espejo. Tenía toda la cara perlada por el sudor del esfuerzo y de los nervios, por suerte, lo peor ya había pasado.

De repente, un ruido en la puerta del baño me sobresaltó. Me llevé enseguida la mano al bolsillo en donde guardaba la navaja. Me quedé paralizado cuando vi a mi hermano:

—Hermanito, ¿te queda mucho para terminar? —me dijo con voz adormilada mientras se restregaba los ojos.

Noté cómo el aire volvía a mis pulmones, al parecer no había visto la sangre.

—No, Abel —respondí—, me voy ya a la cama y tu deberías hacer lo mismo…

—Pero quiero hacer pis.

—Vale, pero date prisa. Te espero fuera.

—Hermanito, ¿mañana me llevarás al parque de atracciones como me prometiste, verdad? —me preguntó mientras le tapaba con la manta.

—Si claro, ya sabes que yo nunca falto a una promesa.

—Alex también vendrá, ¿verdad?

Me giré antes de que pudiera ver la expresión que se cruzó por mi rostro.

—Si, Abel. Duérmete ya.

Cuando cerré la puerta me senté en el suelo y me eché las manos a la cara, intentando frenar la sensación de ahogo que acudía a mi pecho. No he sido capaz de decirle que Alex está muerto. ¿Cómo se le cuenta a un niño de 7 años que su hermano mayor ha tenido que matar a su mejor amigo?

Yo no tuve la culpa, él se abalanzó sobre mí como un loco, era su vida o la mía…

No puedo seguir escribiendo más, el recuerdo del día de hoy me está atormentando. Ojalá me despierte mañana y resulte que sólo haya sido un mal sueño.

Ojalá…

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Carta 02

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Al día siguiente fui con Abel al parque de atracciones, tal y como le prometí.

No pude dormir en toda la noche y cuando Abel se levantó, yo ya tenía todo preparado.

―¿Y Alex? ―me pregunta mi hermano nada más salir de casa.

―Me ha llamado y me ha dicho que no puede venir.

―¿Y por qué?

―Está malito.

―Pero él prometió que vendría pasara lo que pasara ―dijo con tono suplicante sin subir al coche.

―Pues esta vez no va a poder ser, lo siento.

―Pero…

―Ni peros ni peras, ¿quieres ir al parque de atracciones, sí o no? ―le interrumpí perdiendo la paciencia.

Agachó la cabeza y no respondió. Empezó a hacer pucheros.

―Venga, anda, sube, que nos lo pasaremos muy bien los dos juntos, ya verás.

Subió al coche en silencio. Mientras nos alejábamos del pueblo no podía dejar de mirar por el espejo retrovisor, como si esperara encontrar el cadáver de Alex persiguiéndonos por la carretera. Aceleré aún más.

Fuimos todo el trayecto sin hablar. Cuando llegamos, el rostro de Abel cambió:

­―¡El Parque, el Parque! ­―gritaba y saltaba dentro del coche en cuanto empezaron a vislumbrarse las primeras atracciones.

Sonreí, contento de que mi hermano hubiera recuperado su humor habitual. Me prometí a mí mismo que haría que éste día fuera inolvidable para Abel.

Nos lo pasamos en grande con los loopings de las montañas rusas, con  la caída libre desde 80 metros en la lanzadera espacial y, sobre todo, con las atracciones acuáticas.

Lo único malo fue en el caserón del terror, hasta ahora nuestra atracción favorita. Salí gritando, empujando a todo el mundo cuando apareció un actor disfrazado de zombi. Siempre pensé que los que salían por la puerta de los arrepentidos eran unos cobardes sin huevos y me reía de ellos, y ahora era yo quien estaba cruzando esa puerta, algo impensable para mí.

―Hermanito, ¿estás bien? ¡Estás blanco! ―dijo Abel mientras nos alejábamos del caserón, en dirección a la salida del parque.

No pude responderle. Me repetía a mí mismo, como un mantra:

―Alex está muerto, Alex está muerto.

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Carta 03

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El corazón me dio un vuelco cuando volvíamos a casa desde el parque de atracciones.

Un vehículo militar estaba estacionado en la misma entrada de la urbanización. Un hombre alto y fornido, con un gran mostacho, no paraba de dar órdenes a diestro y siniestro a un reducido grupo de soldados, que se afanaban como podían para cumplirlas. Cuando llegué con el coche a su altura nos dio el alto. Durante unos segundos dudé entre frenar o acelerar en dirección contraria. Miré a mi hermano, sentado en el lado del copiloto:

―¡Uala! Hermanito, ¿has visto que coche tan chulo? ¡Tiene armas y todo! ―exclamó con una sonrisa de perplejidad en los labios.

Decidí frenar, no podía meter a mi hermano en una situación tan peligrosa. Que a mí me pasara lo que tuviera que pasar, pero a Abel, que no sabía lo de Alex, no iba a permitir que le pasara nada malo.

Con manos temblorosas bajé la ventanilla. Me encontré de sopetón con la cara del jefe militar donde segundo antes había estado el cristal.

―¿Ocurre algo, Señor? ―dije intentando aparentar tranquilidad con mi voz.

El «Señor» me miró por encima de sus gafas de sol, casi tan grandes como su cara.

―¿Para qué coño quiere gafas de sol si es de noche? No podrá ver una mierda ―pensé sin cambiar el gesto.

Mascaba chicle sin parar mientras me observaba detenidamente, después inspeccionó con total tranquilidad el resto del coche. Por último, clavó su mirada en mi hermano, a lo que Abel respondió con un:

―¡Uala, que gafas más grandes, cómo molan!

Me quedé en tensión, sin dejar de observar el rostro del militar. Sonrió echándose para atrás y con un gesto de cabeza nos ordenó continuar.

Arranqué el coche a la vez que subía la ventanilla, me sudaban las manos. No podía quitarme de la cabeza la sonrisa del jefe militar, había algo malévolo en ella. Cuando miré por el espejo retrovisor vi cómo usaba su radio y decía algo sin dejar de señalar en nuestra dirección.

No puede ser que hayan descubierto su cadáver, y mucho menos relacionarlo conmigo. No dejé ninguna prueba, anoche me aseguré bien de ello.

Apenas me di cuenta cuando llegamos a casa, abstraído en mis pensamientos. Abel no paraba de revolotear a mi alrededor, hablando de lo «flipante» que eran los vehículos y los trajes de los militares:

―Yo de mayor quiero ser soldado y llevar siempre gafas de sol.

Me parecía increíble la diferente visión que teníamos del encuentro con los militares. Yo no podía dejar de temblar por dentro mientras echaba mirada furtivas por la ventana, temiendo encontrarme de nuevo con su cara, tras sus enormes gafas de sol, pegada contra el cristal.

Cuando mi hermano por fin se durmió, me recosté en el sofá, agotado por llevar más de 24 horas seguidas sin dormir ni descansar.

―Debería asegurarme de que Alex sigue donde lo enterré ―pensé mientras cerraba los ojos.

Pero mi cuerpo no respondió y mi menté desapareció entre una densa oscuridad.

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Carta 04

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Una gran punzada de dolor me atravesaba el pecho. A cada paso que daba sentía como si mis piernas fueran a partirse en dos. De mi boca sólo salían pitos ahogados, pugnando por encontrar un poco de aire. Pero no podía parar de correr.

Alex había vuelto de entre los muertos y, aunque emitía sonidos guturales ininteligibles, yo sabía que gritaba por mi alma, reclamando su justa venganza. Su cadáver putrefacto se arrastraba por las calles, pero por más que corría él siempre estaba detrás de mí.

Entré en casa y atranqué la puerta. Ojalá Abel esté a salvo, pensé. Enseguida fui a su habitación, pero lo que me encontré allí me dejó totalmente sin aire. El jefe militar encañonaba a mi hermano directamente a la cabeza. Una sonrisa triunfal cruzaba su rostro, movida al compás de su interminable masticar.

Un sonoro golpe hizo que mirara hacia atrás. Alex había derribado la puerta y se dirigía hacia nosotros.

—Nos lo llevamos —dijo el militar con una voz que no parecía provenir de este mundo. Se quitó las enormes gafas de sol y lo que había detrás de ellas, me habría hecho gritar de no ser porque Alex estaba desgarrándome la garganta a mordiscos.

Las cuencas vacías del militar me observaban mientras levantaba a mi hermano en el aire, como si fuera un trofeo. Abel agarraba con sus pequeñas manitas los enormes dedos que le aprisionaban la garganta. El ruido que hacían sus piernas pataleando en el aire, junto con sus cada vez más débiles jadeos, eran silenciados por las sonoras carcajadas del jefe militar.

—¡Abel! —quise gritar antes de que sintiera como mi cuello se partía en dos.

Me desperté sobresaltado. Húmedos surcos recorrían mis mejillas, dejando tras de sí un sabor amargo en mis labios. Noté algo rugoso en mi mano, al fijarme vi que había arrancado un trozo del reposabrazos del sofá. Intenté colocarlo como pude de nuevo en su sitio. En mi vida había tenido un sueño tan real, una pesadilla que no podré olvidar jamás.

Aún quedaba mucho por hacer antes de que Abel se despertara, así que me froté con fuerza los ojos y me dispuse a afrontar un nuevo día.

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Carta 05

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Estaba hambriento, así que me dirigí a la cocina. Puse a calentar un poco de leche para mí y mi hermano. Cuando estaba cogiendo los «Chocos» me di cuenta de la hora que era.

—Pero que cojo… —salí disparado dejando que se cayeran algunos cereales al suelo. Se me había hecho tardísimo, apenas faltaban minutos para el amanecer.

Cuando llegué al lugar donde enterré a Alex me fallaron las fuerzas, tuve que apoyarme entre dos árboles, con forma de V, para evitar caer de rodillas al suelo. Toda la zona estaba removida, pero lo peor no era eso. Me agaché a observar con detenimiento y me di cuenta de que la tierra no había sido desplazada de un lugar a otro, como se haría en el caso de desenterrar algo, sino que parecía como si la hubieran empujado desde dentro.

—No es posible —susurré para mis adentros.

Un sol ascendiente iluminaba, a través de los árboles deformados, la zona en donde me encontraba. El sueño tan real que tuve anoche llegó con violencia a mi mente. No tuve tiempo para reponerme, pues el chillido ensordecedor de unas sirenas rompieron el silencio del bosque. Limpié a toda prisa la tierra de mis manos antes de salir corriendo hacia mi casa.

Una columna de humo eclipsó el sol. Al reparar en ella, vi que salía de casa. Cuando llegué, había un camión de bomberos estacionado enfrente de ella. Un bombero estaba a punto de tirar el portón abajo cuando grité:

—¡No lo haga!

El bombero se giró sobresaltado.

—Es mi casa, ahora mismo le abro —balbuceé casi sin aliento.

Cuando entramos vi que el humo procedía de la cocina. El cazo estaba negro como el hollín con toda la leche en forma de espuma alrededor suya.

—Lo siento, tuve que atender un asunto urgente mientras preparaba el desayuno —dije ante la mirada de reproche del bombero—. Se ve que se me olvidó apagar el fuego.

—Uala hermanito, la que has liado —interrumpió Abel al bombero cuando éste fue a decirme algo.

Apareció enfundado en su pijama, con cara legañosa, el pelo alborotado y su «Minchi» cogido de la mano, un gatito de peluche.

El bombero se quedó mirándolo, con un dedo levantado en mi dirección y una palabra que no terminó de salir de su boca. Se giró de nuevo hacia mí.

—Está bien por esta vez, pero que no vuelva a pasar.

—Claro —respondí.

—Últimamente están pasando cosas muy raras en el pueblo —me interrumpió—. Algunos de nuestros compañeros han desaparecido cuando acudían a llamadas de socorro, así que no nos den más trabajo del que sea necesario.

—Uala, yo quiero ese casco.

—Abel, cállate —reprendí a mi hermano—. Por supuesto señor, le prometo que no volverá a pasar —dije al bombero mientras le acompañaba al portón exterior.

Cuando el coche de bomberos se alejó cuesta abajo, sentí como si llevara años sin dormir.

—Yo de mayor quiero ser bombero y llevar ese casco tan chulo y conducir un coche que hace naaaaaaano naaaaaaaano.

—Si Abel, si ­—le dije mientras volvíamos adentro—. Ponte a jugar a la consola si quieres, que yo tengo que hacer unos recados en el pueblo.

—Uala, ¿sí? Gracias hermanito —saltó de alegría mi hermano mientras iba derechito al salón a encender la tele y la videoconsola.

Me fui directo al baño a darme una buena ducha y adecentarme un poco.

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Carta 06

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Empezaba a estar bastante harto de sentir que no tenía el control de la situación. Yo, que nunca había sentido miedo ante nada, atormentado como un niño pequeño por historias de fantasmas. Si no encuentro el cadáver de Alex, será porque algún capullo me vio enterrarlo y me quiere joder de alguna manera.

Ya era hora de salir a la calle y buscar pistas. Quizás alguno de mis colegas supiera algo.

Salí de la ducha, ese baño me había sentado de maravilla y ahora podía pensar con más claridad. Miré mi cuerpo desnudo en el espejo del lavabo, nunca me cansaba de ver el tatuaje tribal que recorría todo mi brazo hasta llegar al cuello. Desde que se lo vi a George Clooney en «Abierto hasta el amanecer», siempre quise tener uno igual, solo que el mío es más grande y con más lenguas negras de fuego. Después de poner un par de posturitas frente al espejo, me eché mi buena dosis de gomina para el pelo. Me vestí con lo primero que encontré.

Fui al salón a por las llaves del coche. Abel estaba jugando a la consola. Le di un beso en la mejilla.

—Uala, hermanito, ¿has visto? ¡Me he pasado una fase superchunga!

—¡Hala, eres un fiera! —sonreí—. Pero recuerda también cerrar todas las puertas y ventanas y nunca abras a nadie. Es una misión muy importante que hagas caso de esto, ¿vale?

—Si, si.

Le revolví el pelo y salí disparado hacia el pueblo. Tengo que descubrir que cojones está pasando aquí y de paso comprar algo de comida.

Apenas me crucé con un par de coches en todo el camino. No presté mucha atención, pues mi cabeza andaba dándole vueltas a otro tema.

Pero la cosa cambió cuando llegué al pueblo, esto ya no era normal.

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Carta 07

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¿Qué coño es esto, un puto pueblo fantasma?

Estaba flipando, no se veía un alma, las tiendas estaban cerradas a cal y canto, con carteles de: «Cerrado por enfermedad» por todos lados. Por suerte, el súper aún estaba abierto. Cuando entré, mi indignación creció aún más. Busqué con la mirada a mi novia, que trabaja aquí como dependienta. Estaba leyendo con manos temblorosas una revista de moda detrás de la caja. Me acerqué dando grandes y sonoras zancadas hacia ella.

—Jeni, cariño, ¿qué cojones es esto? —la dije mientras señalaba las estanterías casi vacías.

Ella se encogió ante mi cabreo, mirándome con ojos de corderita.

—Yo… —balbuceó—. Yo no sé, hace días que no llegan los nuevos pedidos.

La cogí de la barbilla para que me mirara directamente a los ojos.

—Mi hermano necesita comer, ¿sabes, Jeni? Búscame algo —dije.

Mientras mi chica iba al almacén cogí lo poco que pude encontrar, como unos rollos de papel higiénico, unas salchichas medio aplastadas y una bolsa de patatas fritas que parecía como si un elefante se hubiera sentado sobre ella. Sólo me topé con un anciano que me miraba de soslayo mientras hacía acopio de los restos de comida. Fui directo hacia él, dispuesto a preguntarle si sabía que cojones estaba pasando. Éstas momias andantes siempre se saben todos los chismorreos del pueblo. Justo antes de abrir la boca, Jeni me chistó desde la puerta del almacén.

—¿Has visto al viejales ese? Parecía a punto de echarse a llorar según me acercaba a él —comenté.

Jeni no respondió, se limitó a cogerme de la mano y guiarme al interior del almacén. Allí me dio dos bolsas con comida.

—Es todo lo que he podido encontrar, lo guardaba el jefe para ocasiones de emergencia ­—susurró—. Pero hace tiempo que no viene por aquí.

—¿Que está pasando aquí? Nunca te he visto así de nerviosa.

—Yo… —balbuceó de nuevo—. El pueblo está loco, están pasando cosas muy raras. La gente está desapareciendo y encima anoche un vagabundo se me echó encima. Creí que iba a violarme, pero en vez de eso intentó morderme. ¿Te lo puedes creer? ¡Morderme! —dijo al borde de las lágrimas.

—Chist, chist. Tranquila, no llores —la dije mientras la abrazaba contra mi pecho y la daba unas palmaditas en la espalda. Arrancó a llorar. Esperé en silencio a que se calmara.

Cuando los sollozos se fueron apagando poco a poco, la aparté de mí y la tendí un trozo del papel higiénico para que se limpiara.

—Voy a buscar a éstos y ya veremos qué hacer, ¿vale? Tu de momento quédate aquí y ya vendré a buscarte con ellos.

—Va… vale.

La besé en la boca mientras la agarraba del culo. Me iba a marchar justo cuando me acordé de algo.

—Ah, por cierto —dije—, ¿no sabrás nada de Alex? Hace días que no lo localizo. Si tienes noticias suyas llámame.

Jeni se me quedó mirando con una mano en los labios y la otra medio levantada en mi dirección, como si no quisiera que me marchara. El miedo que se reflejó en sus ojos me hizo dudar, pero acabé cruzando la puerta.

Metí toda las bolsas en el coche y salí en busca de mis amigos.

Cuando llegué a la casa del Sebas, vi su moto medio caída sobre su puerta, pero nadie respondía. Dichoso Sebas, nunca está cuando se le necesita.

No tuve mucha más suerte en la casa del Suko. Ni en la del Rule, ni siquiera en la casa del Paji, que siempre suele estar en casa viciándose a la Play o pajeándose con Internet.

Ya estaba anocheciendo cuando me rendí y decidí volver a casa. De camino vi cómo un cura dejaba unas cartas en correos, me pareció buena idea y decidí depositar lo que llevaba escrito de mi diario en el buzón. Es la única forma que se me ocurre de que se sepa que está pasando en el pueblo, a ver si las autoridades hacen algo al respecto.

Iba abstraído en mis pensamientos cuando noté una presencia que me miraba desde un balcón. Era una niña. Estaba asomada de cuclillas entre medias de los barrotes del balcón. Me hacía señas con la mano para que me acercara. Tenía los ojos de un color amarillo intenso y vi que llevaba el brazo vendado. Me acerqué curioso, pero enseguida algo en su sonrisa me perturbó y me quedé plantado a medio camino. Empecé a caminar de espaldas sin dejar de mirarla. Cuando ya estaba lejos de ella me despidió con su otra mano, pero me pareció más grande de lo normal, como si llevara algo sujeto. Abrí los ojos como platos al descubrir que sostenía el brazo de un hombre adulto, arrancado de su cuerpo y aún con la sangre fresca deslizándose por la zona amputada.

Salí corriendo calle abajo.

—Ñiiiiiiiiiiiiick —una estridente ambulancia frenó en seco justo a mi lado. Me giré enrabietado y solté toda mi furia en forma de un puñetazo. Del golpe que le di al capó de la ambulancia, ésta calló de repente. Tomé aire mientras miraba al interior del vehículo, donde unos chavalines con cara de susto me miraban a través de los cristales. En ese momento me acordé de Abel y salí escopetado hacia el coche.

Espero que no le haya pasado nada malo en mi ausencia.

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Carta 08

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—¡Abel! —grité nada más entrar en casa.

No recibí respuesta, por lo que volví a insistir.

—Abel, deja la consola y vístete, nos vamos.

De nuevo el silencio me dio la bienvenida. Fui derecho al salón. La video consola emitía la musiquita del Super Mario Bros mientras en la televisión aparecían las palabras de game over. No había ni rastro de Abel.

—Abel, no estoy para jueguecitos, sal ya —grité a pleno pulmón.

Me quedé en silencio, esperando oír, como en las otras ocasiones que jugaba al escondite, su risilla detrás del armario. Empecé a ponerme muy nervioso y dando grandes zancadas recorrí toda la casa buscándole, dispuesto a soltarle una buena regañina en cuanto le encontrara. Regresé al salón casi sin aliento. Me apoyé contra el marco de la puerta que daba hacia la calle, intentando pensar con claridad. Sentía como si mi cabeza fuera un volcán a punto de estallar. Me pareció distinguir algo blanco tirado en el suelo. Cuando me acerqué tuve que reprimir un grito y di un puñetazo al suelo. Era Minchi. Me temblaban las manos cuando lo recogí y noté como algo viscoso estaba adherido al peluche, era sangre. Lo abracé contra mi pecho mientras sofocaba las lágrimas que pugnaban por salir. La imagen de la niña sonriente de ojos amarillos inundaba mi mente.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que pudiera respirar con normalidad. Sólo recuerdo que fui directo a mi habitación. Cogí mi bate de beisbol, la navaja que usé contra Alex y mi puño americano. Lo metí todo en una mochila, junto con Minchi, que asomaba su cabecita por fuera de la cremallera.

Salí de casa e investigué los alrededores en busca de huellas o de alguna pista sobre el paradero de Abel. Cerca del portón vi pisadas que no reconocí en un principio. Al fijarme con más detalle, me di cuenta de que procedían de botas militares. Recordé al soldado de las gafas de sol y me volví a estremecer como aquella vez. Si ese cabrón le ha tocado un solo pelo a mi hermano va a saber quién soy yo.

Ya era noche cerrada cuando cogí el coche, camino del puesto militar.

Mientras quemaba el motor del coche por la carretera ya no tenía ninguna duda, lo de Alex no fue fruto de la casualidad, algo muy gordo está pasando.

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Carta 09

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Los árboles me franqueaban el paso. El viento rugía a mi alrededor y la oscuridad de la noche era penetrada a toda velocidad por las luces de mi vehículo.

No es justo.

Abel.

De repente, me vi dando vueltas de campana con el coche. No sabía con qué coño había chocado, pasó tan rápido que no me dio tiempo a esquivarlo. Me estampé contra un árbol. Por suerte, no me desmayé, pero sentía mi cuerpo entumecido. Unas gotas de sangre cayeron en el techo del coche. Había volcado y para colmo, el cinturón de seguridad me aprisionaba. Intenté desengancharlo, pero el resorte se encontraba sepultado entre los dos asientos y no podía alcanzarlo.

Me cuesta respirar.

Un jadeo babeante me puso en alerta. Cogí a toda prisa mi navaja del bolsillo y empecé a cortar el cinturón de seguridad. Cuando ya casi había terminado, un golpe en el cristal me pilló desprevenido, provocando que se me cayera el cuchillo. Al mirar, vi unos dientes podridos aplastados contra la ventanilla. La boca chorreante de un zombi se afanaba en llegar hasta mí.

Me puse a buscar como loco la navaja. Me ponía muy nervioso su ojo vacío, observándome con ansia mientras golpeaba su torpe mano contra el cristal.

Maldita sea. No puedo morir como un perro, atado y sin poder defenderme. Así no.

Miré desafiante al putrefacto monstruo. El me devolvió la mirada y me pareció ver cómo sonreía mientras alzaba su mano para dar un último golpe.

El quejido de un animal moribundo le dejó con la mano suspendida en el aire. Giró su único ojo hacia atrás, balanceando torpemente su cabeza. Empezó a arrastrar sus piernas hasta el origen del sonido. Aproveché ese momento de distracción para retomar la búsqueda de mi navaja. La localicé enseguida. Nada más liberarme del maldito cinturón, salí del coche y cogí el bate de beisbol de la mochila.

Me acerqué al zombi, que se estaba dando un buen festín con un ciervo. El indefenso animal se había estrellado contra mi coche, y ahora yacía en el suelo a merced de aquel ser que le estaba devorando las tripas.

Le di una patada en el culo al zombi y antes de que pudiera revolverse contra mí, su cabeza salió despedida de su cuerpo. Limpié contra el suelo los restos de dientes incrustados en el bate.

Volví para acabar con el sufrimiento de la agonizante bestia. Levanté por encima de mi cabeza el bate, pero su mirada suplicante me hizo dudar. Estaba bajando lentamente los brazos cuando el ciervo empezó a convulsionarse y echar espuma por la boca. Le golpeé con todas mis fuerzas una y otra vez.

Luego, arrastré los cadáveres al borde de la carretera.

Aún me quedaban fuerzas para golpear con rabia el coche, destrozado contra el árbol. Me apoyé jadeante contra la puerta del conductor.

Maldita sea…

Abel.

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Carta 10

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Escribo estas palabras para serenarme, para pensar con claridad, y sobre todo, para analizar mi siguiente paso.

Cuando terminé de escribir mi accidente y el posterior encuentro con uno de esos comemierdas babeantes, ya sabía que era lo que tenía que hacer.

El puesto militar estaba aún muy lejos de mi posición y para colmo, no se veía una mierda. Hasta la luna parecía querer boicotearme. Si me aventuraba hasta allí sin luz ni medio de transporte, corría el riesgo de ser devorado en mitad de la noche. Por suerte, el pueblo se encontraba cerca y me podía guiar por las luces de las casas que veía en la distancia. Allí podría encontrar a mis amigos y obligarles a que me lleven hasta la guarida de los militares.

En apenas quince minutos llegué al pueblo, con el bate bien sujeto en mi mano y la mochila colgada a mi espalda. Miré a todos lados. Todo parecía tranquilo, demasiado tranquilo.

Atravesé los restos calcinados de la comisaría. El fuego se había cebado a base de bien, reí para mis adentros. Seguí caminando en dirección al centro, cuando me topé de bruces con la calle donde vivía Jeni.

¡Jeni!

Casi se me había olvidado la promesa que la hice. No dudé ni un segundo y llamé a su puerta. Esperé, pero nadie respondía. Maldita sea, ¿donde coño se habrá metido?

—Jeni, ostias, abre, que soy yo, Gabriel —grité sin pensar en los vecinos que podrían estar durmiendo.

Un gran estruendo de cristales fue todo lo que recibí como respuesta. Vi como un cuerpo orondo caía desde la ventana de la casa de Jeni. Parecía su padre. Su cuello se partió contra el pavimento. No le presté atención, pues un grito desgarrador sacudió el resto de los cristales. Salté por encima del cuerpo de mi suegro y abrí de una patada la puerta.

Me quedé paralizado en el recibidor. Alex, o lo que quedaba de él, estaba tumbado sobre Jeni. De no ser por el olor a mierda que desprendía su cuerpo, pensaría que se la estaba tirando. Corrí por todo el pasillo cuando mi cuñado y mi suegra me franquearon el paso. Ella estaba más fea que nunca, pintarrajeada como una puerta recién lijada con estropajo y con los pelos teñidos de sangre. La boca babeante de mi cuñado y sus ojos vidriosos le hacían parecer más estúpido de lo normal, y mira que eso ya es difícil. Ambos tenían puesto un gorrito de Papa Noel. Desde el salón se oía cantar a José Feliciano su Feliz Navidad. Unos pasos arrastrados a mi espalda me erizaron el pelo de la nuca. El padre de Jeni avanzaba bloqueándome la salida.

Los gritos de Jeni se transformaron en un borboteo de sangre mientras Alex seguía devorándola. Ya no podía hacer nada por ella y encima estaba atrapado en mitad del pasillo.

No dudé. Salté de lado hacia atrás con la rodilla en alto mientras agarraba el bate con las dos manos a modo de espada. Se la clavé en toda la cara a mi suegro.

—Felices fiestas, gordo.

Cayó pesadamente al suelo mientras yo le pasaba por encima. Siempre me cayó mal.

—¿Serán idiotas? Celebrando la navidad en momentos así —fue todo lo que pensé mientras corría calle abajo.

De repente, me topé con la ambulancia que casi me atropelló el otro día. Decidí refugiarme en el portal que había a su lado para descansar unos segundos, me dolía la rodilla por el encontronazo con el padre de Jeni.

Maldito Alex, siempre quiso tirarse a mi chica. Pobrecilla, ahora si me topo con ella tendré que matarla.

Espero que nunca le paso algo así a mi hermano.

 

Abel. Pronto, muy pronto te encontraré.

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