A quien quiera leerlo:
El corazón me dio un vuelco cuando volvíamos a casa desde el parque de atracciones.
Un vehículo militar estaba estacionado en la misma entrada de la urbanización. Un hombre alto y fornido, con un gran mostacho, no paraba de dar órdenes a diestro y siniestro a un reducido grupo de soldados, que se afanaban como podían para cumplirlas. Cuando llegué con el coche a su altura nos dio el alto. Durante unos segundos dudé entre frenar o acelerar en dirección contraria. Miré a mi hermano, sentado en el lado del copiloto:
―¡Uala! Hermanito, ¿has visto que coche tan chulo? ¡Tiene armas y todo! ―exclamó con una sonrisa de perplejidad en los labios.
Decidí frenar, no podía meter a mi hermano en una situación tan peligrosa. Que a mí me pasara lo que tuviera que pasar, pero a Abel, que no sabía lo de Alex, no iba a permitir que le pasara nada malo.
Con manos temblorosas bajé la ventanilla. Me encontré de sopetón con la cara del jefe militar donde segundo antes había estado el cristal.
―¿Ocurre algo, Señor? ―dije intentando aparentar tranquilidad con mi voz.
El «Señor» me miró por encima de sus gafas de sol, casi tan grandes como su cara.
―¿Para qué coño quiere gafas de sol si es de noche? No podrá ver una mierda ―pensé sin cambiar el gesto.
Mascaba chicle sin parar mientras me observaba detenidamente, después inspeccionó con total tranquilidad el resto del coche. Por último, clavó su mirada en mi hermano, a lo que Abel respondió con un:
―¡Uala, que gafas más grandes, cómo molan!
Me quedé en tensión, sin dejar de observar el rostro del militar. Sonrió echándose para atrás y con un gesto de cabeza nos ordenó continuar.
Arranqué el coche a la vez que subía la ventanilla, me sudaban las manos. No podía quitarme de la cabeza la sonrisa del jefe militar, había algo malévolo en ella. Cuando miré por el espejo retrovisor vi cómo usaba su radio y decía algo sin dejar de señalar en nuestra dirección.
No puede ser que hayan descubierto su cadáver, y mucho menos relacionarlo conmigo. No dejé ninguna prueba, anoche me aseguré bien de ello.
Apenas me di cuenta cuando llegamos a casa, abstraído en mis pensamientos. Abel no paraba de revolotear a mi alrededor, hablando de lo «flipante» que eran los vehículos y los trajes de los militares:
―Yo de mayor quiero ser soldado y llevar siempre gafas de sol.
Me parecía increíble la diferente visión que teníamos del encuentro con los militares. Yo no podía dejar de temblar por dentro mientras echaba mirada furtivas por la ventana, temiendo encontrarme de nuevo con su cara, tras sus enormes gafas de sol, pegada contra el cristal.
Cuando mi hermano por fin se durmió, me recosté en el sofá, agotado por llevar más de 24 horas seguidas sin dormir ni descansar.
―Debería asegurarme de que Alex sigue donde lo enterré ―pensé mientras cerraba los ojos.
Pero mi cuerpo no respondió y mi menté desapareció entre una densa oscuridad.