Gabriel
12/Jul/2012
bloody hand
15

A quien quiera leerlo:

Si de verdad existe un ser que guía nuestros destinos, es un maldito cabrón.

No pude compartir la alegría de mi amigo cuando descubrimos el Jeep todo terreno empotrado contra un árbol y con las llaves puestas. Sebas ensanchó los labios como el joker cuando el motor arrancó con un suave ronroneo, pero su sonrisa se evaporó al ver el gesto de mi cara.

Me tapé los oídos cuando el chirrido de mis recuerdos atravesó mi mente, viendo cómo caían ladera abajo mis padres y mi hermano.

Sebas me despertó poniéndome una mano en el hombro.

―¿Qué pasa? ―preguntó preocupado.

―Ese Jeep es idéntico al que tenían mis padres cuando los maté ―respondí, mirando por detrás de su hombro.

―No digas tonterías, Gabriel ―me reprendió―. Sabes de sobra que fue un accidente.

Estuve a punto de gritarle y rebatir sus palabras, pero me di la vuelta y callé, intentando serenarme, luchando contra las imágenes que se agolpaban en mi mente:

            Veía a un adolescente rebosante de felicidad, ignorante de que, en pocas horas, ese chaval que sonreía frente al espejo iba a desaparecer para siempre. Era mi decimosexto cumpleaños y, como premio por las buenas notas, mis padres me regalarían una «Triumph», la moto que destrozaría nuestras vidas.

            Nos fuimos los cuatro a celebrarlo por todo lo alto, comiendo en uno de los restaurantes más caros del pueblo. Yo estaba ansioso por acabar y coger la moto para volver a casa. Mi ímpetu no me dejó disfrutar de la última comida con mi familia.

            ―Mira, hermanito, ¿a qué está chula? Es igual que la de las películas ―le dije sosteniéndole en mis brazos. Abel apenas tenía un año de edad y golpeó el manillar mientras hacía brooom, brooom, inflando los mofletes.

            Rogué a mi padre que me dejara ir por delante del jeep, para enseñarle a Abel cómo corría la moto. Dudó, pero ante mi insistencia accedió, advirtiéndome de que guardara una distancia prudencial.

            Al poner a mi hermano en los brazos de mi madre, fui tan egoísta que con las prisas, la negué un último beso cuando me rogó que tuviera cuidado.

Un bocinazo me sobresaltó. Sebas me insistía para que me subiera al asiento del copiloto.

―Venga, coño, que no tenemos todo el día ―me reprochó.

Subí a regañadientes, consolándome con la esperanza de poder encontrar a Abel gracias al Jeep.

Apenas habíamos salido del bosque, cuando oímos una fuerte explosión. Ésta se produjo justo en la dirección contraria a la que íbamos, parece que de una de las casas solitarias situadas a las afueras del pueblo. Los tatuajes de mi cuello y espalda empezaron a escocerme, advirtiéndome de la llegada de amargos recuerdos:

            Me desperté entre fuertes dolores. Estaba en una ambulancia y tenía todo el torso vendado. Apenas tuve tiempo de pensar, cuando un policía me advirtió de que no me moviera mucho, tenía graves quemaduras provocados por la explosión del coche. Empezó a hacerme preguntas sobre el accidente.

            Sólo recordaba que iba corriendo con la moto por delante del jeep de mis padres, cuando, en un acto de imprudencia, perdí el control, yéndome contra el vehículo justo en el momento en el que pasábamos al lado de un pronunciado terraplén. Papá, para evitar arrollarme, giró bruscamente el volante, saliéndose de la carretera. Cayeron cuesta abajo. Haciendo caso omiso al dolor, me levanté a toda prisa y bajé a socorrerlos.

            El coche estaba destrozado. Grité sus nombres. Lo único que me impidió entrar en shock fueron los llantos de Abel. Mi madre lo había protegido con su cuerpo. Rompí con una piedra el cristal y lo recogí de entre sus brazos inertes.

            Un olor a quemado me puso en alerta. El sol y la gasolina derramada encendieron la hojarasca. Empecé a correr con Abel entre mis brazos cuando la fuerte explosión me empujó, dejándome inconsciente.

            Desde entonces, llevo una vida de rebeldía, maltratándome y sin ilusiones ni ganas de vivir. Disimulé las quemaduras que recorrían mi cuerpo con tatuajes y si sigo respirando es sólo por Abel. Si él dejara de existir, yo también desaparecería. Nunca he conseguido reunir las fuerzas suficientes para contarle la verdad: Yo maté a nuestros padres.

―Le encontraremos.

Me sobresalté al escuchar la voz de Sebas, volviendo a la realidad. Sin darme cuenta, había hablado en voz alta. Nos miramos en silencio, no había nada más que decir.

Habíamos llegado al pueblo y aparcamos cerca del ambulatorio, los pocos infectados que nos cruzamos por el camino fueron arrollados sin piedad.

―Debemos movernos deprisa, antes de que esto sea una orgía de zombis ―le dije a Sebas antes de bajarnos del Jeep.

Me miró a los ojos, llenos de convicción y volvió a repetirlo una vez más:

―Le encontraremos.

Y yo le creí, Abel.