Gabriel
14/Ago/2015
bloody hand
29

A quien quiera leerlo:

Cada vez nos queda menos tiempo, lo presiento. Ana también. Eso explicaría su extraño comportamiento de hoy.

Cuando terminé de escribir, me quedé dormido pegado contra el gran ventanal de la sala en donde me escondí del resto del grupo y sobre todo de Ana. Pero fue justamente su voz la que me despertó:

―¿Ya estás despierto, marmota?

Me sobresalté, golpeando el aire con mis puños aún medio atontado. Ana rió burlona. Estaba sentada encima de la mesa, junto a un montón de botellas a su alrededor, en la mano sostenía una aún sin acabar.

Me puse enseguida de pie, intentando recuperar la compostura mientras me peinaba con los dedos.

―¿Llevas mucho tiempo aquí? ―pregunté entre carraspeos.

En vez de responder me miró con una sonrisilla y dio un largo trago.

―¿Has dormido algo? ―volví a preguntar.

Tiró la botella y apartó un mechón de pelo que le caía sensualmente sobre el ojo.

―Ya tendremos tiempo de dormir cuando estemos muertos.

Sus palabras me dejaron atónito.

―Creí que tenías un plan para sacarnos de aquí ―dije.

―¿Eso creías? ―dijo descorchando una nueva botella.

Bajó de la mesa y se acercó a mí.

―¿Sabes? Estás muy mono cuando duermes.

―Eso lo dices porque estás borracha ―repliqué sintiendo como el calor subía a mis mejillas.

―No estoy borracha.

―¿No? ¿Y todo eso quién se lo ha bebido, el cura?

―¿Quieres un trago? ―preguntó.

―No creo que sea buen momento, ¿verdad?

Ella rio con picardía y colocó la botella sobre mis labios.

―Nunca habrá un mejor momento que éste.

Estaba tan cerca de mí que podía notar su respiración entrecortada. Sentí sus pezones erectos aplastados contra mi pecho. El calor se hizo insoportable.

―Vale, vale ―dije cogiendo a toda prisa la botella, apartándome para que no notara mi emergente erección contra su muslo.

Me giré de cara a la ventana. ¿Qué coño me pasaba? Antiguamente habría cogido la botella con una mano y con la otra habría agarrado de la cintura a Ana, apretándola contra mi cuerpo y besándola hasta que nuestras lenguas se quedaran enroscadas como si fueran una sola.

Ana se acercó sigilosa como una gatita contra mi espalda y me besó el cuello. Sus manos fueron bajando hasta mi cinturón. Lo desabrochó con agilidad. Me bajó los pantalones y se puso a acariciarme por encima de los boxers.

―¿Qué hac…?

Antes de que pudiera terminar la frase ella me tapó la boca y, deslizando mis calzoncillos, empezó a masturbarme.

Casi tiré la botella del placer. Mis gemidos quedaron ahogados contra la mano de Ana.

El movimiento de sus dedos era tan perfecto que no iba a poder aguantar por mucho tiempo. Estaba a punto de explotar cuando el cristal estalló.

―Ostia puta ―grité, apartándome de la ventana.

Un zombi la había atravesado como una bala. Se movía de forma torpe, entre convulsiones y espasmos. Me acerqué y le di un golpe tan fuerte con la botella, que ésta se quedó incrustada en su cráneo.

La puerta se abrió de golpe a mis espaldas. Lucía entró a toda prisa en la sala, pistola en mano. Se quedó boquiabierta sin dejar de mirarme. El cura venía detrás, pero reaccionó a tiempo y detuvo a los niños que venían detrás de él.

Me subí los pantalones a toda prisa, pensando en que había estado a punto de descargar contra el careto de ese zombi.

―El muy cabrón parecía ser reciente ―dije para romper la tirantez de la situación―, acaba de ser transformado.

La voz serena de Ana atrajo nuestra atención, sin ningún indicio de su borrachera. Miraba con curiosidad el ventanal destrozado por el zombi.

―Fijaros en ese coche ―dijo señalando un jeep estrellado contra el árbol que había enfrente―. Creo que venía buscando ayuda en sus últimos momentos de lucidez.

―Sí, sí, eso mismo pienso yo ―dije, intentando aparentar normalidad.

Los niños no paraban de quejarse detrás del Padre Tomás, querían ver lo que había pasado. El cura los empujó fuera diciendo que no era seguro. Lucía, que ya parecía haber despertado de su trance, nos miraba con una expresión que viajaba entre la incredulidad y la rabia.

―El ruido del accidente atraerá a más de esos demonios, debemos irnos y clausurar ésta sala ―dijo el padre mientras nos instaba a salir de allí. Se quedó mirando con pena la botella incrustada en la cabeza del zombi. Durante un momento pensé que iba a cogerla.

Al salir, vi a los niños mirándonos curiosos. Me puse en alerta cuando vi a un extraño justo detrás de ellos. Les grité para que vinieran a mi lado, pero enseguida el cura me tranquilizó y nos dijo que no nos preocupáramos, que sólo era un viejo fraile que había encontrado, llamado Tomé. Aun así, no me fiaba ni un pelo de él.

Nos tiramos el resto del día reforzando esa puerta mientras discutíamos sobre quien podría ser, por sus ropas no cabía duda de que había sido un militar. Pero, ¿qué hacía solo? ¿Acaso habría más de ellos cerca? ¿Y los zombis que le mordieron, estarían por los alrededores también?

Eran muchas preguntas sin respuesta, pero la cabeza me dolía horrores y no pude pensar más. En cambio Ana dirigía todo como siempre, sin rastro alguno de su estado de embriaguez o de su repentino arrebato sexual. Pero lo que más me preocupaba eran aquellas palabras derrotistas que dijo cuándo me desperté. ¿De verdad no había forma de sobrevivir a ésta pesadilla?

Yo si tengo que morir aceptaré mi destino, pero lucharé hasta mi último aliento para sacarte vivo de aquí, Abel.