Gabriel
08/Mar/2013
bloody hand
19

A quien quiera leerlo:

Era poco más de medianoche cuando la musiquita del Mario Bros me despertó. Me levanté corriendo y fui derecho al salón, esperando encontrar a mi hermano jugando a la consola.

Cuando llegué, toda la esperanza que albergaba, se esfumó como el humo en medio de un vendaval. La música aún parecía resonar en mi cabeza aunque la televisión estaba apagada. Quizás ya estaba enloqueciendo.

Me senté en el sofá y cogí el mando de la Wii. Recordé como los pequeños deditos de Abel se afanaban siempre en vencer al enemigo a base de aporrear los botones. Casi me parecía sentir su calor adherido en el Wiimote. Apreté con fuerza mi mano hasta hacerme daño. Un irrefrenable ahogo me aplastaba el pecho.

Miré alrededor, buscando un poco de aire, pero toda mi atención quedó atrapada por las fotos que colgaban de las paredes. En una de ellas me vi a mi mismo, mucho más joven, cogido de la mano de mi padre, mientras mi madre tiraba de un pequeño carrito de bebé. La cara sonriente de mi hermano se asomaba a través de las mantitas que le protegían del frío. Abel, te lo arrebaté todo en ese maldito accidente, y ahora no soy capaz de cumplir la promesa que hice sobre la tumba de nuestros padres, jurando que siempre cuidaría de ti.

Arrastré mis dedos sobre el rostro de mis padres. Sus sonrisas, plasmadas en una eterna fotografía, me reprochaban con acritud.

―¿Qué más puedo hacer? ―gemí―. Lo he perdido todo, os he fallado otra vez.

Ya no tenía compañeros en los que apoyarme, mi novia había sido devorada por mi mejor amigo, y quien me dice a mí que Abel ya no se había transformado en uno de esos monstruos. Dios, antes me apuñalaba en el corazón que verle en ese estado. Al pensar en esa última idea, la musiquilla del videojuego pareció resonar con más fuerza aún dentro de mi cabeza.

Soy un ser despreciable que no merecía vivir.

Miré en dirección a la cocina, pensando en el cuchillo grande que guardaba allí. Casi me caí de espaldas del susto cuando una sombra se perfiló en su interior. Ya no albergaba ninguna duda, alguien había entrado en casa. El salón empequeñeció a pasos agigantados y un miedo atroz arrancó la sangre de mis venas. Intenté buscar con torpeza mi bate, y me maldije cien veces cuando recordé que lo había olvidado en el dormitorio.

Intenté escurrirme de vuelta a la habitación, sin quitar ojo a la entrada de la cocina. Apenas había cruzado el umbral de la puerta cuando un fuerte golpe en la cabeza me hizo ver las estrellas. Perdí el equilibrio, exclamando de dolor.

―Ha dicho ay, hermanita, y los zombis no hablan ―dijo una voz femenina que no reconocí.

Un fuerte empujón terminó por desestabilizarme del todo. Cuando caí de espaldas contra el suelo, noté como me aplastaban con fuerza ambos brazos, a la vez que me oprimían el cuello.

―Mírame.

Al abrir los ojos, no me podía creer lo que estaba viendo. Apoyada contra mi torso, se encontraba una chica joven. Tenía el pelo más raro que había visto en mi vida: mitad verde y mitad negro con toques azulados. Adornando su cuello, brillaba un collar de cadenas.

Me había aprisionado los brazos con sus piernas, y apoyaba contra mi garganta el mango de la sartén con la que me había golpeado.

Sus ojos, de un exquisito color miel, escudriñaron los míos. Tuve una erección.

―Parece estar limpio, a pesar de lo mal que huele ―dijo la chica torciendo el gesto.

Se puso de pie, alejándose de mí.

―No pienses que voy a pedirte perdón por el sartenazo, tienes toda la pinta de un zombi andrajoso ―dijo con cara de asco.

Me levanté, frotándome los brazos doloridos. Vaya con la pava. Será muy guapa, pero se comportaba como una niñata y su forma de hablar me hacía hervir la sangre de rabia. Sentí un fuerte pinchazo en la frente y me palpé por debajo del pelo. Silbé hacia dentro cuando noté como me estaba creciendo un enorme chichón. Fui a replicar a la chica cuando una niña de pelo rubio me tiró del jersey.

―Jobá, vaya tatuaje más dabuten tienes en el cuello ―me dijo alucinada.

Yo la miré sin decir nada. Me tapé el cuello con la mano por puro instinto.

―¿Eres Gabriel? ―me preguntó la pequeña ladeando la cabeza de forma muy curiosa.

La chiquilla me pilló por sorpresa, y la pregunté cómo era que sabía mi nombre. Ella sólo señaló la cocina, sin dejar de mirarme en esa extraña postura. Fui hacía donde me indicaba. A medida que iba aproximándome, me parecía escuchar con más claridad la música del Mario Bros. Retrocedí, temeroso de que pudiera ser una trampa, pero al final me armé de valor y crucé la puerta.

Vi una pequeña figura solitaria, sentada en el suelo y de espaldas hacia mí. No se giró cuando entré, parecía muy concentrada en algo que tenía entre sus manos. Se sorbió los mocos con sonoridad. Me quedé clavado en el suelo, incapaz de creerme si lo que estaba viendo era real o un sueño. Di un paso hacia delante.

―¿Abel? ―susurré con miedo.

La figura se volvió, con una expresión de alegría en su rostro y echó a correr, directo hacía mí. Caí de rodillas y me abracé a mi hermano. Era Abel. Mi Abel. Estaba sano y salvo. No me lo podía creer. Me pareció oír a la niña decir algo, pero no la prestaba atención, me había ahogado en el río de mi angustia, que convergían en grandes gotas que manchaban la ropa de mi hermano. Angustia durante tanto tiempo contenida y que por fin ahora abandonaba mi cuerpo. Abel se apartó un poco para enseñarme la Nintendo DS:

―Mira, hermanito, ya estoy en la fase final ―exclamó ilusionado.

Reía y lloraba como un tonto mientras me hacía el sorprendido, felicitándole por su habilidad y preguntándole que había pasado en todo éste tiempo. Me dijo que Ana le había prometido que yo estaba bien y que le ayudaría a encontrarme. Me giré incrédulo hacia atrás. La chica sonreía con una ceja enarcada.

―Yo soy Ana ―dijo.

―Se llama Anastasia ―replicó la pequeña.

―Ella es Natalia.

―Pero me puedes llamar Nataly.

Me puse de pie, sin soltar la mano de Abel y me presenté. Ana me dijo que nos sentáramos a hablar en el sofá mientras su hermana buscaba en los armarios y en la nevera algo para comer. Me contó que hace tiempo que están huyendo de los militares y que, en su huida, oyeron a un niño chillar cuando pasaron cerca de mi casa, y no pudieron evitar acercarse a socorrerlo.

―Uno de esos monstruos estaba en el umbral de la puerta de tu casa ―relató―. Tenía a tu hermano cogido del brazo y a punto de morderle. Corrí y de un fuerte empujón derribé al zombi. No fui capaz de dejar a tu hermano solo y llorando, así que me lo llevé con nosotras.

Mientras me contaba toda la historia, yo no podía dejar de mirar a Abel, que seguía jugando a la consola. Cuando le pregunté que por qué abrió la puerta a pesar de que le prohibí que lo hiciera, levantó la cabeza y me miró suplicante:

―Yo… ―balbuceó―. Lo siento mucho, pero creí que era Alex. Y como hacía tanto tiempo que no le veía… Al estar oscuro no me di cuenta de que ya no era él ―dijo haciendo pucheros y sorbiéndose los mocos.

Saqué un pañuelo para limpiarle la nariz mientras le tranquilizaba, diciéndole que ya había pasado todo, que no estaba enfadado y que lo importante es que estaba sano y salvo junto a mí.

Para consolarle, saqué de la mochila a Minchi. Se le iluminó la cara en cuanto vio a su peluche favorito y se abrazó a él entre risas. Se lo enseñó orgulloso a Nataly, y ambos se pusieron a jugar con él.

Me volví para agradecerle a Ana todo lo que había hecho por mi hermano. Ella se desentendió con una mano, restándole importancia. Estuvimos hablando durante horas de todo lo que había pasado en el pueblo, como la muerte de mis amigos y de mi ex novia. También la hablé de Iria y de Sebas. Cuando la dije que estaban trabajando en una cura para la epidemia, Ana me instó encarecidamente que fuéramos a buscarlos al ambulatorio, pero como era tarde, me negué. Necesitaba descansar y quería escribir con calma todo lo que había pasado, antes de volver al pueblo y depositar mis últimas cartas en el buzón de correos.

Les ofrecí mi propia cama para que descansaran ella y su hermana. Yo me iría a otra habitación con Abel.

Ahora, mientras escribo ésta carta, no puedo más que maldecir a Alex. Vino a mi casa, buscando venganza, tal y como me temía desde que lo maté. Y pensar que una vez fuimos grandes amigos…

Pero ya basta por hoy, todos duermen y yo tengo que hacer lo mismo. Lo único que quiero es escapar con mi hermano de éste maldito pueblo, fuera del cerco de seguridad de los militares. Mañana nos reuniremos con Iria y Sebas y trazaremos un plan para conseguirlo.

Aún no me puedo creer que te tenga de vuelta en casa, Abel.