A quien quiera leerlo:
Otra vez, otra maldita vez veía su maldita silueta recortada a la luz de la luna. Su presencia, tan siniestra como malévola, despertaba en mí sensaciones que viajaban entre el terror puro y el odio extremo.
Pero yo no me podía mover, apenas era más que una mera marioneta enfrente suya. Ni siquiera pude articular palabra cuando vi como cogía en volandas a mi hermano y le clavaba el cuchillo una y otra vez, una y otra vez. Sólo cuando la luna iluminó su cara, oculta tras una capucha, pude gritar.
Era mi rostro, deformado en una sonrisa diabólica.
Me desperté conteniendo la exclamación que pugnaba por salir de mi garganta. Había vuelto a quedarme dormido durante la guardia. Me sequé el sudor con la palma de mi mano y cerré de nuevo los ojos. Para cuando los abrí, me quede petrificado; justo enfrente del saco de mi hermano había una figura encorvada sobre su cuerpo. Por un momento pensé que estaba de nuevo soñando, pero había algo distinto en ella. Era de mediana estatura, poco más alto que Abel e iba vestida con una especie de anorak raído y sucio que no me dejaba ver su rostro. No parecía haberse percatado de que le estaba observando y acercó su mano a la cara de mi hermano. Me levanté entonces a toda velocidad y descargué mi bate contra su cabeza, pero lo esquivó sin apenas inmutarse, agarró mi brazo y me mordió con fuerza. Grité de dolor, dejando caer el bate. Desapareció antes de que pudiera soltarle un puñetazo.
El ruido de la pelea despertó al resto del grupo menos al cura. Todos me miraban extrañados.
―Me ha mordido ―grité―. Ese cabrón me ha mordido.
Ana se puso enseguida a mi altura, cogiéndome del brazo para examinar la herida.
―Estate quieto, joder ―me recriminó.
―Estoy jodido, ostia puta, estoy bien jodido ―temblaba pensando en el tiempo que me quedaba antes de transformarme―. Córtame el brazo, rápido, antes de que se extienda la infección ―le supliqué.
―¡Calla! ―dijo.
Una gota de sudor recorrió su mejilla mientras me palpaba la herida. Al ver que no salía sangre, rió con sorna.
―¿Qué te hace tanta gracia? ―chillé ofendido.
―Eres un llorica ―dijo.
―Pero… ―balbuceé confuso.
―Fíjate, no hay sangre.
―¿Y?
―Que sin sangre no hay infección, idiota.
Me miré el brazo con detenimiento. Tenía razón, la mordedura era apenas poco más que un moratón. Me sentía tan avergonzado que ni siquiera la reproché por haberme insultado. Pero entonces, ¿qué era esa cosa? ¿Qué quería? ¿Seguiría acechándonos?
―Hermanito ―dijo Abel señalándome la herida―; ¿te duele?
―No ―le respondí dubitativo―. No es nada, estate tranquilo.
Ana empezó a organizar la defensa, por si el intruso volvía o quizás algo aún peor, como una jauría de zombis.
Nataly chilló, advirtiéndonos de la presencia de aquella figura. Se encontraba al otro lado del campamento, agachado sobre el saco de la comida. Ana se lanzó en su dirección y estuvo a un pelo de cogerle, pero de nuevo, eso fue más rápido y se escabulló hacia un lado. Ana, con una agilidad asombrosa, le lanzó una piedra que apenas le rozó, pero fue suficiente para hacerle perder el equilibrio y tropezar con el saco del Padre Tomás, el cual se giró murmurando entre dientes.
Ana se sentó rápidamente sobre su espalda. Aquel ser intentó moverse, pero el placaje de Ana era sólido como una roca. Le quitó la capucha para ver si era un zombi o un humano y lo que vimos nos dejó a todos boquiabiertos. No era más que un muchacho, algo mayor que mi hermano, que nos miraba tras una mata de pelo que le tapaba media cara. Noté como Ana aguantó la respiración, relajando la presión que ejercía sobre el chico, cosa que aprovechó para escabullirse de ella.
Ana dijo algo en un idioma que no entendí. El niño se quedó quieto y se giró para observarla. Ella se acercó a él mientras seguía hablando en un idioma parecido al ruso. Cuando llegó a su altura, el chico ladeó la cabeza. Su forma de moverse y de mirarla se parecía más a la de un animal que a la de una persona. Ana cogió algo de la bolsa y se la tendió al niño, este olfateó su mano antes de atrapar con avidez lo que ella le ofrecía.
Lucía se acercó a ellos, curiosa con la presencia del chiquillo y también le ofreció algo de comer. El niño lo cogió sin mirar mientras devoraba lo que le habían dado. Ana se levantó, dirigiéndose hacia el resto del grupo.
―No hay nada de qué preocuparse, no es un zombi ―dijo.
Millones de preguntas se agolparon en mi cabeza y las disparé como metralletas contra Ana: Cómo estaba tan segura, que idioma había usado, acaso le conocía, etc… Ella se giró hacia mí y fue a responder, pero en el último momento levantó su dedo y dijo:
―Hazme caso por una vez, ¿vale?
Fui a replicar, pero algo en su mirada me detuvo. Resoplé.
―Confía en ella ―me dijo Nataly con su voz chillona.
Luego, volvió su mirada hacia el niño nuevo y ladeó su cabeza antes de ayudar a su hermana a recoger el campamento. En ese momento me di cuenta de que estaba amaneciendo, así que le dije a mi hermano que teníamos que ponernos manos a la obra. Lucía se quedó todo el rato pegado al niño, dándole cosas de comer como quien alimenta a un pajarito.
―Tenemos que darnos prisa ―dijo Ana―. Ya no estamos seguros aquí. Gabriel, tu coge al cura, del resto nos ocupamos nosotras.
Lucía, dándose por aludida, corrió hacia ella y empezó a ayudarla a cargar con todo. El chico la siguió con la mano levantada, como pidiendo más comida.
El resto del día transcurrió sin más contratiempos. El chaval, que no abría la boca, estaba pegado a Lucía todo el tiempo. Parecía como si en el silencio de sus palabras hubieran encontrado un lenguaje con el que entenderse. Ni siquiera respondía a las preguntas incesantes que le hacían Abel y Nataly, entusiasmados como dos niños en navidad. Por otro lado, el cura no se enteraba de nada; llevaba tal cogorza que apenas podía juntar dos palabras con coherencia. Ana permanecía en la retaguardia, mirando continuamente al niño. Veía en su mirada como mil preguntas surgían en su cabeza a la vez que buscaba posibles respuestas. Tampoco dijo nada en todo el viaje.
Llegamos al monasterio al atardecer. Nos encontramos con las puertas cerradas, así que le pregunté al cura sobre cómo debíamos entrar, pero se quedó roncando apoyado contra un roble.
―Maldito borracho ―mascullé.
Al darme la vuelta, Ana ya había abierto las puertas, así que cogí al cura y lo arrastré hasta el interior del edificio. Nunca dejaran de alucinarme las habilidades de esta chica.
Había algo raro en el ambiente, todo estaba demasiado silencioso y oscuro. Nadie se atrevía a decir nada hasta que el dichoso cura gritó preguntando si había alguien. Ana se cagó en sus muertos y yo aproveché para organizar los grupos de exploración. Decidí que el cura se llevaría a los niños, seguramente conocía este sitio mejor que nosotros y lo primero que iría es a la cocina a por vino, así que Abel y Nataly podrían comer algo mientras nosotros asegurábamos el perímetro. Lucía se fue con el chiquillo nuevo que no soltaba ni a sol ni a sombra, por lo que aproveché para quedarme a solas con Ana.
―¿Me lo vas a contar o no? ―le pregunté.
―¿El qué? ―dijo, evadiendo la respuesta.
Estaba cansado de tantos secretos, así que discutimos. Yo quería saber de una maldita vez de donde venía, como sabía tanto, que idioma era ese con el que se dirigió al niño y si lo conocía. Ella me mandó callar y dijo que no era el momento, que tuviera paciencia. Cabreado, la dije que me dejara entonces solo y que viniera a hablar conmigo cuando fuera ese momento. Sin decir ni una sola palabra, se fue.
Seguí mi camino hasta que entré en una sala alargada, decorada con austeridad y que daba contra un gran ventanal. Apoyé mi frente contra ella, mirando como el sol desaparecía por detrás de las montañas. Doblé las rodillas, arrastrando mi cara por el cristal. Aún no podía quitarme de mi cabeza esas pesadillas en las que mataba a todos, al cura, a Ana, a Nataly, a Lucía y a… mi hermano.
Lo siento, Abel, por dejarte sólo con el Padre Tomás y con Nataly, pero no quería que me vieras así.