Carta 27

A quien quiera leerlo:

Estoy cansado de todo esto. Cansado de mis continuos desmayos, de los putos zombies y de los cabrones de los militares. Y sobre todo, estoy cansado de sentirme como un inútil.

Pero aquí estoy, montando guardia en mitad del maldito bosque, de camino al jodido convento. ¿Y para qué? ¿Para encontrarnos con una nueva horda de zombis? ¿O quizás nos esperan las balas que nos tienen guardadas los militares y su estúpido jefe con su aún más estúpido mostacho?

En medio de mis pensamientos, les observo dormir, apretujados plácidamente unos contra otros alrededor del fuego. Tan felices, tan inocentes… Entonces, una fugaz idea cruza por mi mente: ¿Para qué continuar si podemos acabar todo ahora, en medio de un pacífico sueño? Convencido, cojo el cuchillo de Ana y, uno por uno y en el más absoluto silencio, acabo con sus vidas en un suspiro. Por último, decido abrirme la garganta.

Con extrañeza, me doy cuenta de que no me duele nada, ni siquiera cuando mi sangre se  empieza a entremezclar con la del resto de mis compañeros. Observo la cara de Ana, dulcificada ahora por la muerte, blanca y resplandeciente bajo el brillo de la luna, así como la de su hermanita. Luego, voy mirando una por una, hasta toparme con la de Abel. Pobre Abel, cuantas cosas se perdió de vivir por mi culpa y cuántas cosas se va a perder por mi incompetencia. Nunca fui un buen hermano mayor.

Me acerco a él para darle un beso en la frente antes de cerrar mis ojos para siempre, pero cuando estoy a escasos centímetros de él, abre sus ojos, grandes como platos y exclama:

―¡Hermanito!

Me despierto sobresaltado y lo primero que veo es la cara de mi hermano pegada a la mía, llamándome por mí nombre.

―Que tonto eres, te has quedado dormido, jiji ―dice con su vocecita.

―Jiji ―corea Nataly detrás de él mientras me observa ladeando su cabeza.

Me abracé a él, dando las gracias de que sólo fuera una mala pesadilla. Le pido perdón y le pregunto si hay algo de desayuno. Necesito estar solo unos minutos para recobrar la compostura. Cada vez, estos sueños son más frecuentes y perturbadores, creo que por eso me levanto siempre de mal humor, pagándolos con los que me rodean.

Quizás por eso escribo estas líneas, para no volverme loco.

Empiezo a recapitular los sucesos ocurridos después de la muerte de Mateo, desde que me desperté y vi a Ana sudando mientras intentaba frenar la hemorragia de mi ex profesor. Yo estaba apoyado en el regazo de Lucía, que me acariciaba la frente como si fuera un niño pequeño. Eso me enfureció aún más y la aparté de un manotazo. Abel pegó un respingo a mi lado al verme así de enfadado, así que me levanté y le dije que fuera a jugar con Nataly. Después fui derecho a donde estaban Ana y el profesor.

―¿Cómo pudiste permitir que pasara esto? ―pregunté con rabia.

―Ahora no es momento ―respondió Ana.

Discutimos largo rato. Yo la reprochaba sus acercamientos y favoritismos con el soldado. Mi ex profesor me reprochó con media voz, débil pero con la autoridad que usaba en sus clases, esa que tanto odiaba cuando era su alumno. Me dijo que ya estaba bien y que dejara a la pobre chica en paz, que ella había hecho todo lo posible por mantenerlos a salvo. Ana se mantuvo serena todo el rato, hasta que le hablé de su hermana y de lo que estuvo a punto de pasar si no hubiera sido por mí. Cerró los ojos en un gesto de dolor y yo, en vez de darme cuenta del daño que la estaba haciendo, continué:

―¿Cómo pudiste dejar que se acercara a tu hermana? ¿Tanto te gustaba?

―Calla ―respondió.

―¿O es que te lo estabas follando? ―escupí.

―No tienes ni puta idea, gilipollas ―gritó dándome un sonoro bofetazo.

No tuve tiempo de responder, Lucía nos separó angustiada. En su cara había lágrimas. Eso me calmó, así que me volví para evaluar la situación. No sabía dónde estábamos, pero aquello parecía un refugio, pequeño aunque bien equipado, tanto con comida como con armas y aparatos electrónicos.

Fui preparando todo en un rincón. Lucía me ayudaba, aunque me miraba con una mezcla de preocupación y miedo. No pareció haberla gustado mucho verme tan enfadado. Cuando terminamos de recoger las cosas más importantes que pudiéramos cargar, fui a buscar a mi hermano.

No tardé mucho en encontrarlo, trasteando con los mapas de ese niño raro, Miguelín. Nataly estaba pegada a la pantalla de un ordenador portátil, muy concentrada. Tardé un rato en percatarme de la presencia del cura, que se encontraba acurrucado en un rincón, como si quisiera fusionarse con la pared.

―Típico ―pensé―. En cuanto las cosas se ponen feas, son los primeros en esconderse. Nunca debería haber confiado en él.

Una voz estridente me sacó de mis pensamientos. Parecía provenir de una radio militar.

―¡Atención, Lobo Blanco, atención!

El mensaje se volvió a repetir en medio del silencio sepulcral de todo el grupo.

―¡Repito, Lobo Blanco! ¿Está ahí? ¡Maldita sea, soldado, responda!

¿Lobo Blanco? ¿Sería acaso ese el nombre en clave de Mateo?

―Se anula Operación Lobo Blanco ―dijo una segunda voz―. Procedemos a la siguiente fase.

La sangre me empezó a hervir al reconocer en ella al jefe militar.

―Operación Exterminio ―dijo Ana.

―¿Cómo? ―me giré hacia Ana― ¿Operación Exterminio?

Ana pareció dudar unos instantes antes de responder.

―Nataly encontró unos documentos en el ordenador de Mateo que hablaban sobre esa operación.

―¿Y cuándo pensabas hablarnos sobre ello? ―grité muy enfadado―. ¿Qué más nos estás ocultando?

No recuerdo si Ana me contestó, porque justo en ese momento sentí como me desvanecía de nuevo. Apenas tuve un segundo para apoyarme contra la pared antes de perder la consciencia del todo.

Me despertó la sensación de estar siendo arrastrado, entreabrí los ojos y casi grito del susto al ver un soldado apuntándome desde un árbol. Lo más fuerte es que ya no parecía humano, sino un zombie. Me agité, intentando zafarme de las manos que me agarraban, quise pedir ayuda, pero apenas podía abrir la boca, parecía como si me hubieran metido una bola de pasta seca.

―Tranquilo, ya llegamos ―dijo una voz antes de que volviera a quedarme dormido.

Cuando volví en sí, estaba apoyado contra un árbol.

―¿Ya te has despertado, hijo mío?

Era el cura. Me explicó que habíamos abandonado el refugio militar para ir a un convento que conocía él, bastante alejado del pueblo. Me comentó que me habían transportado hasta allí, ya que llevaba varios días con fiebre y apenas permanecía consciente más de unos minutos. Estuve a punto de hablarle sobre mi visión del zombi militar, pero me callé, bastante ya me la estaba jugando mi mente como para preocupar al resto.

Cuando me encontré un poco mejor, miré a mi alrededor. Me extrañó no ver  el grupo a mi ex profesor, pero el cura me respondió que le habían dejado escondido en el refugio militar y que ya volveríamos a por el cuándo encontráramos ayuda. Sabía que me mentía, el viejo profesor ya estaría muerto a éstas alturas.

Después de una reparadora comida, no tenía sueño y me ofrecí a hacer la primera guardia para así tener tiempo para poner mi mente en orden.

Me equivoqué, aún seguía convaleciente y me acosó esa maldita pesadilla en la que asesinaba a todo el grupo. Ahora, recordándola, una duda oprime mi corazón. ¿Sería capaz de hacerle eso a mi hermano?

¿Sería capaz de matar a Abel?

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