Carta 27

Querida Mama,

Lucas y yo seguimos a pocos metros del parque en que nos encontramos hace apenas unos días. Nos hemos refugiado en un adosado, donde hay un buen arsenal de latas escondidas bajo el hueco de la escalera. Los dueños eran unos fanáticos de las fabadas, las sardinas al limón y los berberechos. Sabes que siempre he sido muy exquisita con la comida, pero eso ya es historia. Hace tiempo que todo me sabe a gloria.

Me siento cansada y vieja, como si cada día añadiera un año más en mi vida. Según Lucas, hagamos lo que hagamos, todo pasa por volver a la valla exterior arrastrando a un grupo de zombis, bien sea para usarlos como rampa de escapatoria, o bien para que nos sirvan de cebo para dar caza al señor del bigote, que además no tiene por qué presentarse. Pero ahora me faltan fuerzas y ganas para volver a hacerme pasar por zombi y moverme entre ellos como si nada. Simplemente no puedo.

Esta mañana, durante el desayuno, Lucas y yo tuvimos una pequeña discusión, ni siquiera recuerdo el motivo. Me dijo que se estaba hartando de mí y que cualquier día iba a darme esquinazo, que de hecho podría estar muy lejos de aquí, pero que había vuelto por mí. Por lo visto, el día en que  mataron a Sergio, había logrado pasar al otro lado, e incluso había puesto al menos dos kilómetros de por medio antes de decidir volverse. Evidentemente, no era por mí, sino porque en algún momento Sergio le habría hecho prometer que me cuidaría. Le grité que a mí no me debía nada y  que podía volver a marcharse cuando quisiera: le liberaba de sus obligaciones.  Luego nos callamos de repente, inundando la cocina de un silencio que se prolongó varios minutos.

En esas estábamos cuando oímos un ruido proveniente del patio de los vecinos de al lado. Nos miramos un segundo y sin mediar palabra, subimos a la planta superior para asomarnos a las ventanas de los dormitorios que miraban en esa dirección. Desde la habitación de Lucas no se veía nada, pero desde la mía si que pudimos distinguir una figura humana que caminaba en círculos, estúpidamente, como sólo un zombi podría hacerlo. El corazón se me encogió al ver el abrigo fucsia que llevaba puesto aquel esperpento, pues era igual al que habías traído de uno de tus viajes a Londres, ¿recuerdas?

Sin decir nada, bajé corriendo al patio de nuestra casa, seguida de cerca por Lucas, que no sabía qué me pasaba y empezaba a preocuparse. Nos acercamos a la valla que separaba los dos terrenos procurando hacer el mínimo ruido posible, pero, evidentemente el zombi al otro lado de las arizónicas se percató de nuestra presencia. Emitió varios gruñidos y se abalanzó contra los arbustos, dejando asomar sus brazos entre las ramas.

—¡Ay! —exclamé con un hilo de voz.

No sólo llevaba tu abrigo, sino que también lucía tu anillo de casada en uno de sus dedos sucios.

Hice un hueco entre las arizónicas para poder examinar el rostro del zombi. La cara desfigurada por el mordisco en la mejilla, la piel blanquecina surcada de venas azuladas y los ojos inyectados en sangre, no impidieron que te reconociera. Me derrumbé literalmente. No entendía nada.

Me habría gustado pensar que habías vuelto de la India para rescatarnos, que te habías transformado en un bicho de esos tras un acto heroico, digno de una lección del libro de historia. Pero hemos estado en la casa de al lado, ¿sabes? Te he visto en las fotos con un señor que no conozco de nada y al que debías de querer más que a papá y a nosotras. Pero, ¿por qué? ¿Qué te habíamos hecho para que nos hicieras esto? Un par de minutos han bastado para que pasaras de ser la abnegada madre y esposa, a una mujer con doble vida que se iba al supermercado para hacer la compra y volvía cinco horas después con una caja de leche, o que iba a clases de yoga tres veces por semana, pero no sabía lo que era algo tan básico como el “Saludo al Sol”. Las piezas siempre han encajado, pero no lo he visto hasta ahora. Definitivamente, eres peor que un zombi, Mamá.

Me siento como una imbécil por haberte escrito tantas cartas. No sólo no te las mereces, sino que ni siquiera serías capaz de leerlas.

Hasta pronto,

Alicia.

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Carta 27

Querida Teresa:

El whisky de los militares era bueno de verdad. Sí, ya sé que la situación no está para esas tonterías, pero hacía mucho que no disfrutaba de una borrachera tan buena.

No sé cuanto duró, ni tampoco me importa. El ambiente en el zulo era muy tenso. Ana intentaba cortar la hemorragia de José Antonio con los utensilios que había en un botiquín, pero sus conocimientos de primeros auxilios no eran suficientes y la herida no dejaba de sangrar. Gabriel discutía con ella sobre no sé que cosa. Ambos gritaban sin parar. Por un momento, me pareció oír a Lucía exclamar “joder, joder, joder”, seguramente fue por los efectos de el alcohol. Yo estaba ajeno a todo aquello, acurrucado en mi rincón, observando como Nataly hurgaba en el ordenador y Abel tonteaba con los mapas. Nada de eso me importaba, me sentía tranquilo y feliz, pero la radio volvió a sonar.

—¡Atención, Lobo Blanco, atención!

Nos quedamos mudos, aquella voz me había sacado de mi ensoñación.

—¡Atención, Lobo Blanco, atención!

La radio reclamaba con insistencia la respuesta del soldado cuyo cadáver yacía como trofeo a la entrada del refugio.

Ana miraba al aparato con preocupación.

—¡Repito, Lobo Blanco! ¿Está ahí? ¡Maldita sea, soldado, responda!

—Se anula Operación Lobo Blanco —sonó la voz del jefe militar—. Procedemos a la siguiente fase.

—Operación Exterminio —susurró Ana.

—¿Cómo? —exclamó Gabriel sorprendido— ¿Operación Exterminio?

Ana intentó explicar que su hermana había leído los planes del ejército en el ordenador, pero Gabriel entró en cólera y empezó a despotricar contra ella, hasta que se desmayó debido al cansancio. Ana se puso histérica, me zarandeó y me gritó que teníamos que salir de ahí. Lucía se agachó junto a Gabriel, agitaba los brazos como una posesa, intentando explicar algo, yo entendí perfectamente que quería que cogiéramos las armas y acabáramos con los soldados. Las dos chicas se enzarzaron en una extraña discusión, en la que la una chillaba y la otra gesticulaba. Parecía que más que discutir por su supervivencia, lo hacían por Gabriel.

Entonces reaccioné.

—¡Se acabó! ¡Nos vamos de aquí! —ordené— ¡Ya no podemos hacer nada por la gente del pueblo! ¡Seguimos con el plan y nos vamos al convento!

No me reconocía a mí mismo. A los niños les encargué de llevar los alimentos, cargando a los pobres con dos mochilones. Las chicas se ocuparon de las armas. Yo llevaría a Gabriel sobre mis hombros. Lucía me recordó que José Antonio seguía ahí.

—No os preocupéis —el maestro agonizaba—, ya no podéis hacer nada por mí. Tarde o temprano los militares llegarán, o los zombies olerán el cadáver que hay fuera, y yo moriré.

Quise darle la extremaunción, pero no me dejó.

—No hay tiempo, Padre, tenéis que marcharos ya. Dejarme un arma y explosivos para que cuando lleguen los unos o los otros, les haga reventar.

Bendito maestro, Dios lo tenga en su gloria.

 

Está anocheciendo. Ha sido una larga marcha por el monte y la espalda me duele horrores. El pesado de Abel ha estado todo el camino a mi lado, preguntándome si su hermano se iba a morir. Me caía mejor cuando se pasaba el día pegado a su estúpida maquinita, sin decir nada.

Hemos parado en un claro del bosque a descansar. Gabriel se encuentra mejor y se ha ofrecido a vigilar, creo que está enfadado con Ana. La jodía Nataly se burla de mí porque no sé cómo sujetar un arma, pero no me importa, tengo mi mochila llena de botellas de whisky y pienso pasar la noche en paz.

Si no salimos de esta… Bueno, creo que ya te he dicho que te quiero y todo eso. Empiezo a pensar que a lo mejor podemos salvarnos.

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Las chicas están intranquilas, Ana afirma haber escuchado extrañas pisadas. Dice que no son de soldados ni de zombis.

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