Carta 01

Querida Teresa.

Hace mucho que no te escribo. Sé que debes estar preocupada, rezando por mi alma, cuando tendría que ser yo el que orase por vosotros.

Me avergüenza confesar que he pasado todo este tiempo tirado en la capilla, borracho como en los viejos tiempos. Desde el escándalo, la gente dejó de venir y volví a caer en el vicio. No sé cuánto tiempo llevo así, solo recuerdo que se me acabó el vino, no tenía ni un cuscurro de pan para comer. Me retorcía en mi propia inmundicia como un pobre pecador, esperando una señal del Señor que pusiera a prueba mi ya caducada fe. Creo que al final lo hizo.

Vas a pensar que estoy loco o bebido, pero lo que te voy a contar es cierto y sucedió así.

La otra noche, alguien entró en la iglesia, era Rocío, la hija de la estanquera. Llevaba la ropa rasgada y se acercaba como pidiendo ayuda, no podía hablar, solo jadeaba. Al principio pensé que habían abusado de ella, pero cuando me acerqué le vi la cara, estaba corroída, sus ojos no tenían vida y apestaba a muerte. Creí que estaba poseída y decidí hacerle un exorcismo.

En el seminario no nos enseñan esas cosas. Estaba desesperado, con la cruz plateada del día del Corpus en la mano, empecé a recitar versos de la Biblia y a hacer cruces con agua bendita, pero a aquella joven endemoniada no parecía afectarle y se me echó encima. Quería matarme, quería comerme.

El miedo me pudo y la golpeé con el crucifijo, una y otra vez, ella no moría y aún así, parecía estar muerta. Cada vez la pegaba con más rabia. Ya no le decía “vade retro, Satanás”, sino “muere, maldita, muere”.

Que Dios me perdone.

Al final la maté, su cuerpo putrefacto yace ante el altar.

Llevo días escuchando ruidos en la calle, estoy aterrado, no sé qué hacer.

He decidido escribirte esta carta, para saber de ti. Desde que murió nuestra madre eres lo único que me queda. No sé qué me encontraré fuera, pero de aquí a la oficina de correos pueden pasar muchas cosas y necesito pedirte perdón y decirte que te quiero y tengo miedo.

 

Tu hermano Tomas.

 

P.D: A veces pienso que él no me escucha. Si tan solo tuviera una botella.

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Carta 02

Querida Teresa:

Imagino que estás sorprendida con mi carta, pensarás que el borracho de tu hermano ha perdido la cabeza. Yo también lo creí.

Fue la necesidad de hablarte lo que me dio fuerzas para abandonar la capilla, eso y el miedo a permanecer dentro con el cadáver de Rocío. A pesar del hedor a muerte, parecía que se iba a levantar en cualquier momento para atacarme.

La calle estaba desierta y las casas tenían las persianas bajadas, solo se escuchaba el aullido del viento.

Antes de partir, tuve que mirar dentro para ver si ella seguía ahí y comprobar que todo era real. Ya no contemplaba las consecuencias ni la culpa de mi crimen, solo quería tomar un trago, pero el bar de Martín estaba cerrado, tenía las ventanas tapadas y había un papel en la puerta que decía: «Cerrado por enfermedad».

Pensé en ir al supermercado a por una botella, pero allí no me fiaban.

Empecé a arrepentirme, tenía que haberte llamado por teléfono, pero no recordaba tu número, solo me queda tu dirección, la de nuestros padres.

Cuando llegué a la oficina de correos, me la encontré cerrada a cal y canto, con puertas y ventanas apuntaladas. Golpeé la puerta, llamé a gritos, pero nadie me atendió. Tenía miedo y estaba anocheciendo, lo único que pude hacer fue echar la carta al buzón.

Ya ni siquiera quería beber, solo volver a la iglesia.

Por la esquina, apareció un soldado.

—¡Alto ahí! —gritó, apuntándome con la pistola.

Me asusté y salí corriendo. Recordé a la chica que había asesinado y volví a la parroquia. Cerré las puertas con todos sus cerrojos e intenté atrancarlas con la pila bautismal.

El Señor me estaba poniendo a prueba, otra vez.

Cuando quise arrodillarme ante el altar, el terror se apoderó de mi, el cuerpo de Rocío ya no estaba allí.

Intenté llamar a la policía y el teléfono no daba señal. Pensé en mirar las noticias, pero hacía mucho tiempo que empeñé el televisor.

No sé cuantos días llevo acurrucado en el despacho, sin comida ni bebida. Oigo los pasos de la joven endemoniada por todos los rincones. Estoy desesperado y no comprendo qué esta pasando, solo sé que te necesito, eres lo único que me queda en el mundo y por eso te escribo esta carta. Mañana volveré a correos para enviarla, con la esperanza de que te llegue. Eso si ella no me ha matado antes.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Padre, no me abandones, necesito un trago.

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Carta 03

Querida Teresa:

No sé si te han llegado mis cartas, ni si me crees. Puede que esté loco, pero me da igual. No recuerdo cuanto tiempo estuve sin comer ni beber, encerrado en mi despacho, escuchando los pasos de la joven maldita por todas partes. Pasé un buen rato, no sé si fueron horas o días, jugando al escondite con ella, armado con el atril, a modo de lanza. Quería matarla, otra vez, y ella a mí.

La esperaba oculto tras la tétrica imagen de la pasión de Cristo, cuando sonó la campana. Era ella, atormentándome desde lo alto. Aproveché la ocasión para salir corriendo, aferrado a la carta.

Había olvidado que la calle estaba desierta, aunque ahora el panorama parecía más lúgubre. Las persianas de las casas seguían bajadas, pero se podía ver luces dentro. A veces escuchaba alguna voz que rompía el silencio. Eso me daba más miedo que cuando veía una silueta correr entre las casas.

En el suelo encontré un charco de sangre. Apreté con fuerza la carta y corrí hasta la oficina de correos. Continuaba cerrada a cal y canto. No me molesté en llamar a la puerta, solo me limité a echar la carta al buzón.

La noche se acercaba cuando apareció un militar, con un montón de galones y unas gafas de sol sobre un enorme mostacho. Yo me asusté, parecía que me iba a agarrar, pero cuando vio mi ajada sotana se cuadró ante mí.

—¿Se puede saber que hace aquí? —dijo con tono duro y respetuoso—. ¿No sabe que se ha declarado el toque de queda?

—¿Qué está sucediendo? —pregunté confundido.

Me pasó el dedo delante de los ojos, como hacen los médicos.

—¿Se encuentra bien?

Yo afirmé con la cabeza.

—Hay una pequeña epidemia gripal en el pueblo, pero no tiene que preocuparse.

Aunque me hablaba con educación, sus ademanes me inquietaban. A saber qué ocultaban sus ojos. Me puso la mano en el hombro como un gesto amable, pero en verdad me estaba echando de allí.

—Debería volver a su iglesia a descansar, padre —aquella sugerencia parecía más bien una orden—, y no olvide cerrar puertas y ventanas.

Le di las gracias y me fui intentando no parecer sospechoso. Él se volvió a cuadrar, sin perderme de vista. Me giré un momento y vi como se sacaba del bolsillo una petaca para beber, mi garganta se resintió.

Llegué a la capilla y me fijé que había dejado las puertas abiertas. Una figura de mujer permanecía sentada, como si rezara. Me acerqué con miedo, y cuando me vio se abalanzó sobre mí. Creí que me iba a comer, pero era Rosa, la pesada que siempre venía a confesar sus pecados, a dejar ropa usada, o a cualquier cosa para estar cerca de mí. ¡Como si no tuviera bastante! Estaba alterada, la iglesia llevaba mucho tiempo cerrada y se preocupaba por mi salud. Me había traído una cesta con comida, pero ni una miserable botella de vino. Dijo que pasaban cosas muy raras, que la gente enfermaba, que no se podía salir del pueblo y qué su marido no había vuelto a casa. Cuando mencionó la desaparición de la hija de la estanquera, me estremecí. Quería confesarse, quería abrazarme. Yo le di la absolución (ego te absolbum, bla, bla, bla), deprisa y corriendo, y la mandé a casa, con su hija.

Cerré las puertas y me concentré en la joven endiablada que habitaba la parroquia. Le pegué un mordisco a la barra de salchichón y agarré el atril con fuerza.

Ahora sé que tengo que acabar con ella, de una vez por todas.

Yo no sé qué pasará, si no te vuelvo a escribir, solo quiero decirte que te quiero.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D: Padre, ya sé que lo que voy a hacer es terrible, pero necesito tu ayuda.

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Carta 04

Querida Teresa:

Todavía tengo la anterior carta aquí, cuando la escribí estaba desesperado, la situación no era para menos, con aquellos extraños sucesos y el cadáver de Rocío intentando matarme. Iban a ser mis últimas palabras, y cuando terminé agarré el atril y fui en busca de la endemoniada. Mi intención era clara: acabar con ella de una vez por todas. La cosa no iba a ser fácil. Ya sabes qué en el pasado la iglesia formó parte de un castillo y conserva rincones que ni siquiera yo conozco.

Me aseguré de cerrar puertas y ventanas, solo estábamos ella y yo. Encendí las luces y lo llené todo de velas. El Cristo me miraba con pena desde la cruz. No me molesté en disculparme, solo me santigüé.

La busqué por todas partes, la llamé a gritos, incluso la invoqué como si se tratara del mismísimo diablo, pero la maldita sabía esconderse. La oía arrastrar los pies a mi espalda y en cuanto me giraba, ya no estaba allí. Jugaba conmigo, y el miedo se tornó en rabia, solo quería matarla.

—No me mires así —le repliqué al Cristo—, si me quisieras convertirías el agua del lavabo en vino.

Me estaba volviendo loco, vi la cesta de la comida en el altar y me la llevé a un sitio seguro en mi despacho. No iba a permitir qué ella me la quitase.

Entonces comprendí qué tenía que cazarla como a un vulgar animal. Me hice un corte en la mano y dejé un rastro de sangre hasta la capilla de nuestra Señora. Me escondí tras la imagen de la Virgen y esperé con el arma a punto. María lloraba, abrazando el cuerpo de su hijo muerto, yo me estremecí pensando en la madre de la pobre Rocío y en lo mal que lo estaría pasando. Agaché la cabeza y empecé a rezar un «Ave María» tras otro.

Mis susurros y el camino de sangre la condujeron a la trampa, y cuando me vio se lanzó a devorarme, justo cuando terminé la oración.

«…Ahora y en la hora de nuestra muerte ¡Amén!»

Con el grito de guerra le clavé el atril hasta encajarla en la pared, le golpeé en la cabeza con la reliquia en piedra de Santo Tomé, mientras le daba la absolución de sus pecados (ego te absolbum, etc, etc).

Descansé un momento, me bebí un vaso de agua y pasé a darle la extrema unción. Después, cogí el hacha de la leñera y la descuarticé. Esta vez tenía que asegurarme.

¡Que Dios me perdone!

La enterré en el cementerio del patio, no me molesté en comprobar si había alguien mirando. Le puse de sepultura la cruz plateada con qué la maté por primera vez y le oficié una breve misa.

«Descanse en paz.»

Descubrí que algunas de las tumbas habían sido profanadas, o algo peor. Recordé las viejas películas de terror, pero estaba muy cansado y no me preocupé.

Entré a la sacristía y me puse algo de cenar. La buena de Rosa me había traído pan y embutido, un taper con algo que parecían lentejas y una botella de leche. Ni siquiera necesité vino.

Me he tomado un bocadillo de salchichón y un vaso de leche caliente. Ahora me encuentro mejor, ya no me importa lo qué está pasando, solo quiero acostarme y descansar. Espero que estés bien y qué algún día nos volvamos a ver.

Si mañana despierto y sigo vivo, llevaré las dos cartas a correos.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 05

Querida Teresa:

Como puedes ver, sigo vivo. Tras una larga noche de pesadillas, desperté. En verdad no sé si fue una noche o varios días, pero por fin descansé y me levanté más positivo. Cuando la luz del sol entra por las vidrieras, las cosas se ven de otro color.

Por alguna razón el calentador no funcionaba, pero una ducha fría me sentó bien. Todavía tenía leche para desayunar, y unas pastas chuchurrías. Lavé la sotana, que estaba hecha un cristo. Me puse a barrer y fregar. La sacristía, ahora lucía como en los buenos tiempos. Cuando entré en la capilla, vi las manchas de sangre por todas partes y el destrozo ocasionado por la lucha. Me estremecí, no había sido un mal sueño.

Seguí limpiando. Salí al patio y comprobé que la tumba de Rocío seguía ahí. Las otras tumbas permanecían abiertas, daba la impresión de que los muertos habían salido de ellas. El miedo se apoderó de mi cuerpo y busqué vino en los escondites habituales, pero solo encontré botellas vacías.

Tenía que salir de allí, tenía que entregarme a la policía, tenía que confesar mi crimen. Pero ante todo, tenía que enviarte las cartas.

Salí corriendo de la iglesia. Esta vez el panorama era distinto, el sol brillaba en lo alto del cielo, las ventanas seguían cerradas, pero se veía a la gente pasar por la calle, cargados con bolsas. Parecía un día normal, pero estaban asustados y corrían hacia sus casas. Ni siquiera saludaban. Me crucé con Martín, el del bar. Llevaba un extraño paquete y no quiso parar.

—¡Hola, padre, me alegro de verle vivo! —dijo mientras se alejaba.

No me dio tiempo de preguntarle si tenía alguna botella de sobra.

Todo aquello era muy extraño.

La oficina de correos continuaba cerrada, así que dejé las cartas en el buzón. Me acordé del militar de las gafas de sol y me fui, por si acaso. Era el momento de entregarme a la policía.

Iba por las calles convenciéndome a mí mismo de que era lo que tenía que hacer. El bar de Sebas parecía estar abierto, aunque no se veía a nadie. Pensé en entrar, pero allí no me fiaban, además tenía que cumplir con mi cometido.

Cuando llegué a la comisaría estuve más de dos horas decidiéndome a pasar, y cuando le eché valor vi a un guardia civil salir corriendo.

Era Leocadio, al que llamaban «Pichabrava», nunca lo había visto gritar de esa manera. Me quedé perplejo, no sabía qué hacer. Se acercaba la noche y la gente desaparecía de las calles.

Al rato salió otro guardia civil de la comisaría, era el bueno de Matute, tenía un mordisco enorme en el brazo.

Asustado, me fui como alma que lleva el diablo, de vuelta a la iglesia. Una vez más, me la había dejado abierta. Entré corriendo y cerré las puertas a cal y canto.

Había entrado alguien, la pila bautismal estaba tirada en el suelo y los bancos descolocados. Registré la iglesia de cabo a rabo, comprobé que la tumba de Rocío seguía allí y que nadie había profanado las otras.

Me estoy volviendo loco. Me han robado la comida, solo me queda un cuscurro de pan duro y el taper de las lentejas.

No quiero asustarte, prefiero no pensar. Creo que me voy a acostar, y si mañana me levanto, ya veré.

Por favor, Teresa, no me olvides, necesito saber si has perdonado lo que te hice.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Padre, si voy a morir, no me des la extrema unción, dame un trago de vino.

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Carta 06

Querida Teresa:

Ya no sé qué decirte, ni si me creerás. Las cosas han ido a peor.

Desperté por la mañana, intentando no enloquecer. Habían ocurrido muchas cosas.

Me di una ducha fría y desayuné el cuscurro de pan duro que me quedaba.

Me dejé llevar por la rutina y ordené la iglesia, como si no hubiera pasado nada, asegurándome de que no había nadie escondido. En el patio, visité la tumba de Rocío y comprobé que las demás estaban intactas. Nadie había salido de ellas, pero el cuerpo descuartizado de la joven permanecía allí, recordándome lo sucedido.

Al mediodía me comí las lentejas del taper. No me molesté en calentarlas y me sentaron mal. No sé cuantos días me tiré con diarrea, vomitando por todas partes.

Me encontraba medio muerto, tirado en la capilla, cuando entró alguien. Era el señor Beltrán, parecía nervioso y me llamaba a gritos. Me desmayé.

—Padre ¿está bien? —el hombre me despertó a tortazos.

—¿Dónde estoy? —pregunté.

Todo aquello era muy raro, las ventanas estaban cerradas con tablas.

—Le he traído a mi casa —contestó—, necesito su ayuda.

El salón estaba oscuro, había adornos católicos y velas por todas partes.

—No tenemos luz —se disculpó—, pero, por favor tome algo.

Me trajo una bandeja con comida. Después, me invitó a echarme la siesta en el sofá.

En sueños, recordé aquel escándalo que me dejó sin feligreses: cuando Beltrán, hombre de aferradas convicciones católicas exigía a gritos mi excomunión.

 

—Padre, Padre… —ya había cogido la costumbre de despertarme a tortazos.

—Pero ¿qué pasa? —la sopa fría y el filete medio hecho me habían sentado de maravilla y me encontraba con fuerzas para discutir.

—Padre, necesito su ayuda —rogaba con tristeza.

—¡Después de la que me liaste y ahora acudes a mí! —no pude contener la furia.

—Entiéndalo, padre, lo que le hizo a ese niño no tiene perdón de Dios —le eché una mirada de las que matan—, pero ya sabe que Él lo perdona todo, y yo estoy dispuesto a perdonar.

La pequeña Candela asomaba la cabeza por la puerta.

—Está bien. ¿Qué es lo que pasa? —intenté calmar los nervios.

—Es mi mujer, está poseída.

Resoplé con fastidio. Quise explicarle la situación, yo ya había pasado por eso. No sabía qué decirle.

—Por favor, padre, es mi única esperanza —suplicó.

No pude negarme.

Al entrar en la habitación, el hedor era horroroso. La pobre Juliana estaba atada en la cama, con la piel putrefacta. Jadeaba y gruñía, quería desatarse y saltar sobre nosotros. De su boca salían unas babas verdosas. Me acordé de la joven que yace en el patio de la iglesia.

—Lleva días así —quiso explicarme—, de repente, se volvió como loca y nos atacó, casi le arranca el brazo a la niña de un mordisco. ¡Tiene que salvarla! —me imploró.

Intenté serenarme, el hombre me había preparado todo tipo de objetos para realizar el exorcismo. Había crucifijos y rosarios, un frasco de agua bendita y una Biblia con letras doradas. Tenía incluso una cruz de mármol, de cuando estuvo en el Vaticano, bendecida por el Papa Juan Pablo.

—¿Tienes vino? —pregunté.

—Sí, pero no es sacramental —contestó extrañado.

—No importa, yo me encargo de eso —dije sin inmutarme.

Trajo un Rioja de reserva y me sirvió un vaso.

—¿Con esto bastará? —preguntó.

—Deja la botella —contesté—, podría hacernos falta.

Le mandé dejarnos solos y me senté junto a la cama. Aquella maldita no dejaba de gruñir, en cualquier momento podría romper las cuerdas y matarme. Pero yo estaba tranquilo, me bebí el vaso de vino y permanecí un buen rato saboreando aquel bendito licor.

—La sangre de Cristo —me repetía a mí mismo.

La mujer pareció calmarse por un momento, al verme tan quieto y tranquilo. Terminé mis rezos. Me levanté y le reventé la cabeza con la cruz de mármol, sin mediar palabra. La cama se puso perdida de aquella sustancia verde que emanaba de su cabeza.

Cogí la botella de vino y salí de la habitación.

—Lo siento, Beltrán, ahora su alma está con Dios —sentencié.

El pobre hombre no supo que decir. La niña, con sus tristes ojos amarillos, me dijo adiós con el brazo vendado.

 

Sé que lo que he hecho es terrible y ya no tengo perdón de Dios, pero no me importa. Me conformo con que tú estés bien y no te veas metida en todo este asunto.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D: Gracias, Padre, por esta botella.

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Carta 07

Querida Teresa:

Acabo de escribirte una carta y ahora empiezo otra. Luego te mandaré las dos, o al menos eso creo.

Lo que hice estuvo mal, pero ya no me importa, debería sentirme culpable, y no es así. Había matado a otra mujer, de una forma cruel. Estaba endemoniada y quería comerme, pero eso da igual, yo solo quería la botella de vino. Cuando salí de la casa del señor Beltrán me aferré a ella como a mi propia vida y la apuré sin dejar una gota dentro.

Las mayores locuras se ven con más claridad bajo el cálido manto del bendito licor.

Estuve paseando por el pueblo, no sé cuanto tiempo, ni lo recuerdo muy bien. Allí estaba yo, tan campante, por las mismas calles que hace dos días me aterraban. Pude ver a un grupo de harapientos, dando tumbos y arrastrándose como yo. Parecían más muertos que borrachos y no se fijaron en mí. Es lo que pasa cuando eres un don nadie.

No sé como ni por qué, me encontré tirado delante de la comisaría. Estaba quemada y había soldados fuera. Uno de ellos me despertó a tortazos, era el oficial del mostacho.

—Padre, ¿está usted bien?

Me miró por encima de las gafas de sol, nunca pensé que pudiera tener ojos detrás de aquellos cristales oscuros.

—¿No le da vergüenza?

Chasqueó los dedos junto a mi oreja, produciendo un ruido estremecedor.

—Hágase un favor y vuelva a su iglesia —me regañó.

Me ayudó a levantarme dándome un empujón.

—Pero, ¿qué pasa? —pregunté.

—¡A casa! —ordenó dándome la espalda.

 

Cuando llegué a la capilla se me pasó la borrachera de golpe. Había tres personas dentro, estaban demacrados, sentados como si rezaran. No eran monstruos ni demonios, eran zombis. ¡Si señor, ya va siendo hora de qué alguien llame a las cosas por su nombre! No sé por qué estúpida razón me puse a decir misa, a veces el miedo nos empuja a hacer cosas raras.

Sus ojos ensangrentados me miraban con hambre, pero se quedaban quietos ante la palabra de Dios. La situación era muy tensa, en cualquier momento podrían atacarme y tuve que acortar el Evangelio. Cuando dije: “Podéis ir en paz”, arrastraron sus pies a la salida. Una vez fuera, corrí a atrancar las puertas, necesité unos minutos para recuperar la respiración.

 

Pero la cosa no terminó ahí. Al entrar a la sacristía me llevé otro susto. Había un niño escondido, con la cara desencajada. Era Miguelín, creí que se había vuelto uno de ellos y quería vengarse por no haberle dado la comunión. Casi le atizo con el fichero de los bautizos.

—¡No, padre, que soy Miguel! —gritó, mirándome con sus ojos de mongolito.

El pobre estaba asustado. Intentó explicarme lo que había pasado, pero el jodío cuando hablaba parecía haberse tragado un polvorón y me levantaba dolor de cabeza. Le hice calmarse y le mandé a revisar la iglesia, a ver si había alguien más, escondido.

 

Le he dejado dormir en el sofá del despacho. Ya me contará luego lo que sea. Hoy estoy muy cansado y no puedo pensar con claridad. Mañana cuando despierte veré que hacer.

Por favor, hermana, no te olvides de mí.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D: Por favor, Padre, protege a ese pobre infeliz, creo que los que estaban en la iglesia eran su familia que venían a por él.

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Carta 08

Querida Teresa:

Creo que Dios ya no está con nosotros. Las cosas que están pasando lo demuestran. Debí darme cuenta cuando los feligreses dejaron de venir a la iglesia. Todo porque me negué a darle la comunión al pequeño Miguel. Estaba claro que siendo subnormal no entendería lo que eso significaba, pero el señor Beltrán y los demás fanáticos se me echaron encima. Me llamaron cosas terribles, hasta la señora Claudia me escupió en la cara. ¡Qué vergüenza!

Y ahora ese niño vuelve a mi parroquia, como si fuera un castigo del Señor o una burla del Diablo.

Fue la última borrachera lo que me hizo recordar todo aquello.

 

Desperté con la intención de buscar alguna botella en los escondites habituales, pero me encontré con Miguel en la sacristía. Había preparado unos huevos como desayuno, tenía incluso unos cuscurros de pan duro para mojar.

—Lo siento, no me queda leche —se disculpó.

—¿De donde has sacado eso? —pregunté.

—De casa de la Gerarda —dijo con su voz de mongolito—, ya no hay nadie ahí.

Le regañé, le dije que robar está mal, pero antes de terminar el sermón, yo ya estaba comiendo como un poseso.

El niño me contó que había una enfermedad que convertía a la gente en monstruos, que no se podía salir del pueblo, que había una valla que daba calambres y unos soldados fuera que no dejaban salir. Dijo que la gente estaba como loca y algunos robaban comida del supermercado. Dijo que los chicos se reunían en la discoteca y hablaban de escaparse y otras cosas. Me contó como su familia le estaba esperando en casa. Querían comérselo.

Para ser tontito, el chico estaba muy bien informado. Le dije de ir a la discoteca a pedir ayuda. Él negó con su enorme cabezota.

—Mejor que no, ya no es un sitio seguro.

Decidí tenerle entretenido para no pensar y nos pusimos a limpiar la iglesia.

He de reconocer que el chaval es muy eficaz. Cuando terminamos, ya era la hora de comer. El jodío tenía en la mochila una barra de chorizo picantón y una bolsa de patatas fritas sabor a queso.

—Lo siento, ya no me queda más —se volvió a disculpar.

—No importa —contesté—, el hambre lo perdona todo.

Y es verdad, en circunstancias normales no me habría comido esas patatas chuchurrías, pero me supieron a gloria.

Ya estábamos preparados para echarnos una siesta, cuando la campana sonó. Alguien o algo la había golpeado.

Un cuervo entró por el campanario. Parecía endemoniado, tenía los ojos amarillos y se iba dando contra los muros. Venía a por mí.

—¡Cuidado, padre —gritó Miguel—, es uno de ellos, no dejes que te pique!

Corrí desesperado por los pasillos de la parroquia. Sus graznidos eran terroríficos. Tropecé y caí a los pies del Cristo crucificado. Era el final, sus ojos me miraban con piedad. Cuando el cuervo estaba a punto de picarme, aquel niño de cara grotesca salió de la nada, saltando como en las películas americanas. Atravesó al pájaro con el atril. Al caer al suelo se hizo sangre en la ceja.

Cuando recuperé el aliento me levanté. Le limpié la herida de mala manera y le puse una tirita. Ni siquiera le dí las gracias.

Miguel guardó el cuervo, con mucho cuidado, en una bolsa de basura. Se sacó un mechero del bolsillo y desinfectó el atril, insistió en que podría ser contagioso. Enterramos al maléfico ave en el patio.

 

Ha sido un día muy raro, otro más. Nos hemos echado un rato a descansar. Ahora vamos a salir en busca de comida. Aprovecharé la ocasión para mandarte esta carta. El tonto de Miguel le ha escrito una a su tía Micaela y quiere que se la mande también. Ha puesto un montón de tonterías, que si todo va bien, que no se preocupe, pero que venga el tío Miguel, que es guardia civil en Cuenca. Incluso le manda un dibujo la mar de feo. ¡Pobrecito!

A lo mejor el chico tiene razón, deberías avisar a alguien y contar lo que está pasando en el pueblo. Aunque dudo que nadie te crea, me conformo con saber que aún estoy vivo y espero que tú estés bien y no te veas metida en un lío como este.

Si no nos vemos nunca, que sepas que te quiero.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Con un poco de suerte este niño sabrá donde encontrar más vino.

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Carta 09

Querida Teresa:

Cada día dudo más de la naturaleza del hombre, del bien, del mal y todas esas sandeces que nos cuentan en el seminario. Es muy fácil cantar que Dios es amor cuando brilla el sol, pero qué puedes decir cuando los muertos se comen a los vivos y los vivos son capaces de cualquier cosa para conseguir un cuscurro de pan.

Ayer salimos a echar las cartas a correos y a buscar comida. Miguelín iba preparado como un boy scout, con mochila, linterna y cantimplora. También llevaba una vara oxidada, por si acaso.

Aquello parecía el infierno, las calles desiertas, coches quemados, charcos de sangre, los escaparates rotos. Había un hedor a muerte alrededor. Solo faltaban los demonios para completar aquella terrorífica estampa.

Yo quería ir al supermercado, pero el tontito dijo que no, que era peligroso. Me llevó a saquear las casas vacías, el jodío se las conocía todas. Sabía donde había leche, donde había carne y donde había conservas. Fuimos a casa de Floro a por vino, pero él estaba allí, con su escopeta de caza. Nos echó a perdigonazos. ¡Maldito loco!

El niño me llevó a una casa donde decía que había vino, me dijo que buscara en el mueble del salón, él se metió en las habitaciones. Estaba todo hecho un cisco, tenía que haber pasado algo terrible. En el mueble había chinchón, pacharán y anís. En el fondo encontré una botella de reserva de Viña Robledo, y al lado una foto. Era la familia de Miguel, era su casa.

De repente, escuché un gemido horroroso, pasé corriendo con la botella de anís a modo de arma. Había una niña encadenada a la pata de la cama, estaba infectada, estaba rabiosa. Era su hermana. Él la acariciaba el poco pelo que le quedaba, a pesar de que le intentaba morder. Le ponía una manta encima y le decía cosas cariñosas, sonriendo, intentando no llorar. Me quedé paralizado ante la escena. La niña me miraba con sus ojos enrabietados, gruñendo y babeando una sustancia verdosa. Su hermano le dejó un surtido de galletas y me cogió de la mano.

—Vámonos, padre —me dijo.

Ya era de noche y en la calle había un grupo de zombis merodeando. Fuimos por callejuelas para que no nos vieran. Aseguramos las puertas de la iglesia y controlamos que no se había colado nadie.

Cenamos las sardinas que cogimos en casa de los Ruperez, él no dijo nada, yo tampoco. Rezó sus oraciones y se acostó, cuando se durmió le di un beso en su enorme cabezota.

No sé si el Señor me lo ha enviado para que cuide de él o ha venido a mi porque no le queda nadie. ¿Que voy a hacer con él cuando ni siquiera sé que hacer conmigo mismo?

Espero que hallas encontrado a alguien que nos pueda ayudar, espero que su tío el policía pueda venir. Ya no es solo mi vida la que corre peligro, es la de todo el pueblo, es la de este pequeño subnormal.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, voy a guardar la botella de vino, pero no será por mucho tiempo. Por favor, sálvanos.

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Carta 10

Querida Teresa:

No sé si te llegarán mis cartas. Hemos vigilado la oficina de correos un par de días, pero nadie ha venido a por ellas. Aún así, te sigo escribiendo.

Necesito hablarte, saber de ti. Necesito que me perdones y no sé como.

Todavía recuerdo el día en que, papá, mamá, tu y el tonto de tu marido, me dejasteis el dinero, para la capilla, para los pobres, la obra del Señor y todas esas milongas que os conté, para luego gastarlo en alcohol y sabe Dios en que más.

Siento todo aquel escándalo. Ver pasear al pequeño cabezón por la iglesia todo el rato, me lo recuerda una y otra vez.

Este niño debería odiarme por lo que le hice y sin embargo ya me ha salvado la vida un par de veces.

Tendrías que ver lo bien que limpia y la mano que tiene para cocinar. El jodío tiene un mapa del pueblo y va marcando los sitios en los que hemos estado, en los que hay gente encerrada y donde hemos visto grupos de zombis o infectados, como él los llama. En cuanto tiene un rato, se sube al campanario para vigilar. Yo no quiero ir con él porque tiene que ser espantoso el panorama desde ahí arriba.

He estado recordando mis errores del pasado para no pensar en los horrores del presente.

Los últimos días han sido bastante rutinarios, a pesar de los golpes que a veces dan en la puerta y los ruidos que se oyen en la calle. En una ocasión, llegamos a escuchar la sirena escacharrada de una ambulancia.

Por las noches, Miguelín me pedía que le contara algún cuento y yo le di la biblia para que la leyera. A él le encanta y a mí me distrae, aunque no se entienda bien su voz de mongolito.

Es increíble verle, arrinconado en el despacho, a la luz de las velas, leyendo las Sagradas Escrituras como si contara historias de miedo junto a la hoguera de los boy scout.

Con el Génesis se liaba bastante y no paraba de preguntarme por los siete días, la costilla, la manzana y todo eso. La historia de Noé le encantó, pero lo pasó muy mal con el sacrificio de Isaac, se le saltaron las lágrima cuando Abraham alzó el cuchillo.

—¡Pero no chilles, idiota! —le grité al pobrecillo.

Con el Éxodo estaba entusiasmado, y eso que no había visto la película de Charlton Heston. El puñetero se ha leído en un par de días el Pentateuco de pe a pa. Por el momento le tengo prohibido leer el Apocalipsis.

Esta noche hemos arrebañado las latas que nos quedaban y ya vuelvo a estar nervioso. Mañana tendremos que salir a por más comida. Aprovecharé para mandarte esta carta.

El tonto de Miguel me ha dejado escrita una cita del libro de Josué:

Sé fuerte y animoso; no tiembles ni temas, porque Yahvéh, tu Dios, irá contigo adondequiera que vayas.”

Espero que estés a salvo, y que todo esto suceda solo aquí. Me da la impresión de que los militares que nos rodean no tienen ninguna intención de ayudarnos.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, gracias por estos días de serenidad en los que casi olvido la botella de vino que tengo guardada.

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