Carta 11

Querida Teresa:

Aún seguimos aquí. Y eso que la cosa está muy mal.

A Miguel ya casi no le quedan huecos libres en el mapa. Nos hemos recorrido el pueblo de pe a pa, y apenas queda comida que encontrar. Son muchas las casas que están cerradas a cal y canto. Hay más gente viva de la que pensábamos, pero hay mucha más poseída por aquella rabia. No te dejes engañar, los malditos van arrastrando los pies como si no pudieran con su alma, pero cuando te sienten corren como diablos. Ahora hemos aprendido a no lavarnos, cuanto menos olamos a carne fresca más difícil les será localizarnos.

Hay un grupo de ellos afincado en la churrería de enfrente, como si fueran a tomar el café. Eso nos obliga a usar la puerta trasera. El otro día, Miguel vio a sus padres allí.

Esta tarde, encontramos bombones en la casa de los Ortega y el chico quiso llevárselos a su hermana. Una vez en su casa, le dejé a su aire mientras yo buscaba vino en el mueble bar. Todo parecía más desordenado que la última vez. Las botellas estaban rotas y el licor esparcido por el suelo. Estaba dudando si lamerlo cuando escuché un gruñido, era ella. Se había arrancado la pierna para liberarse de la cadena y me miraba con los ojos endemoniados.

No me dio tiempo a reaccionar. Cuando se abalanzo sobre mí, un disparo le reventó la cabeza. Instintivamente, me cubrí la cara, no quería infectarme con toda aquella sangre viscosa. El pequeño Miguelin estaba en el suelo con la escopeta de su padre, la fuerza del disparo le tiró. Me había salvado la vida a costa de la de su hermana. El pobre lloraba sin parar. Le levanté, intentando consolarle. Recé unas oraciones por el alma de la niña: “requiem in cantin pace”. Me hubiera gustado darle un entierro como Dios manda, pero aquel disparo habría alertado a los zombis y teníamos que salir de ahí lo antes posible.

En efecto, la calle estaba repleta de esas malditas fieras. Iban como locos persiguiendo a una ambulancia. Aprovechamos la confusión para volver a la iglesia.

Metí al pobrecito en la bañera, ahora podíamos quitarnos toda esa porquería. Era el momento de arreglar el daño que le hice.

Me puse la sotana de los domingos y a él le dí un traje de monaguillo que tenía por ahí. Encontré unas obleas caducadas en la vicaría, limpié el viejo cáliz de plata barata, y me dispuse a darle su primera comunión.

No sé si al ser subnormal entenderá lo que esto significa, pero era la única manera que tenía de premiar su sacrificio.

Después de cenar, le metí en la cama y le leí el libro de Job. A mí siempre me dio la impresión de que Dios se cachondeaba del pobre Job, pero a Miguel le encantó la historia. Se apuntó otra cita en su colección:

“Entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás.”

Ojalá levante yo el rostro sin miedo, ojalá tu estés bien. Hoy por hoy, lo único que tengo es a este pobre infeliz que Dios ha puesto en mi camino.

Esta noche, aprovechando que ya he abierto el vino para la ceremonia, me terminaré la botella. Lo siento.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, ayudame a despertar mañana con entereza.

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Carta 12

Querida Teresa:

Ha sido horrible. Nunca había pasado tanto miedo.

Desperté de la borrachera, más sereno que de costumbre. Busqué algo para desayunar, pero ya no quedaba comida. Parece ser que había estado dormido más tiempo de lo creía. Llamé a Miguel, pero no contestó. Insistí, gritando cada vez más fuerte. Registré la iglesia de cabo a rabo, pero no le encontré. El miedo se apoderó de mí. Solo me quedaba por mirar en el campanario. Me costó mucho subir, bien sabes tú lo de mis vértigos. Al asomarme todo daba vueltas.

El panorama era desolador. No le encontraba por ningún lado. Desesperado, salí a la calle a buscarle, a pesar de haber visto a dos monstruos de esos rondando por allí. No sabía que hacer ni adonde ir.

Cuando me quise dar cuenta, me vi frente al bar de Martín. Estaba destrozado y olía a muerte. Aún así entré. Martín se encontraba tras la barra, con la boca ensangrentada y los ojos amarillos, aferrado a una coctelera, y en el suelo, los restos de su mujer.

No me preguntes por qué, pero me senté en un taburete, como en los viejos tiempos, y empecé a contarle mis penas. Él me escuchaba, balanceándose y moviendo la boca. Le hable de Rocío, de los zombis, de los soldados y de Miguelín. Y cuando la confesión parecía que no iba a terminar, se abalanzó sobre mí.

Un disparo le reventó la cabeza. Una vez más se repetía la escena. Miguel estaba allí, manchado de tierra y con la escopeta de su padre.

—¿Pero que hace ahí, padre? —preguntó con su voz de tontito.

Le abracé, y sin dejar de llorar, le regañé.

—¿Se puede saber donde estabas? ¿Te das cuenta del susto que me has dado?

Me lo llevé de vuelta a la iglesia y le metí de cabeza en la bañera.

El jodío traía la mochila llena de comida y pudimos cenar. Me contó que había vuelto para enterrar a su hermana y no sé que historias más que ni siquiera escuché.

 

Por fin duerme. Ya pasó el mal trago. Esta noche le he castigado sin leer la Biblia.

Espero que algún día salgamos de aquí y volvamos a vernos. A lo mejor tú sabes como meterle en vereda.

Aunque estoy contento, la cosa pinta muy mal. El mapa de Miguel tiene más zonas señaladas. Esos demonios nos están cercando.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, gracias por devolverme al chico sano y salvo.

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Carta 13

Querida Teresa:

Una vez más, la muerte se ha cruzado en nuestro camino.

No sé que calle era, ni el número. Por las escaleras se oían susurros tenebrosos, como si acecharan en las sombras para cazarnos. Aún así entramos, el hambre pudo más que el miedo. Miguel iba aferrado a la escopeta, desechando las puertas que estaban destrozadas. Nos decidimos por una que tenía un Sagrado Corazón de Jesús. Estaba intacta. Creo que era el tercer piso.

Tras unos cuantos golpes, conseguimos entrar. Me aterraba la idea de haber despertado a algún monstruo. Había cuadros religiosos y figuras de la Virgen por todas partes. Eso me hizo pensar.

Mandé al niño a la cocina, y yo pasé a registrar las habitaciones. La primera debía ser un cuarto de costura, había telas, agujas, hilos y todos los enseres propios. También había una plancha echando humo sobre una vieja sotana. Las fotos de la mesa camilla me confirmaron que era la casa del padre Leandro.

Hacía mucho que no sabía de él. Desde aquel día que me dejó, tirado y borracho, en la iglesia. Todavía recuerdo su cara de decepción. Sus reproches. Me preguntaba qué habría sido de él, cuando empezó a sonar un disco rayado.

Me asusté. El pasillo se me hizo interminable, mientras aquella tenebrosa voz cantaba: “qué alegría cuando me dijeron…”

Lo encontré en la habitación del fondo. El padre Leandro estaba allí, o lo que quedaba de él, junto a la cama de su madre. Ella estaba atada con una cuerda desgastada, casi rota, mirándome con sus ojos amarillos. Había una Biblia, agua bendita y varios crucifijos. Aquel infeliz le había intentado hacer un exorcismo.

Pobre señora Carmina.

Cuando apagué el tocadiscos, se abalanzó sobre mí. Era demasiado fuerte y no podía con ella. Creí que me iba a matar, pero Miguel gritó, apuntando con la escopeta.

—¡Vade retro Satanás!

Yo me la quité de encima y agarré un crucifijo para contenerla.

—¡No te muevas, maldita! —continuó diciendo.

Ella le miraba, rabiosa. Yo me alejé, despacio, amenazando con la cruz, como en las películas de Drácula.

Estuvimos un buen rato así hasta que el niño exclamó:

—¡Padre, corra!

Salimos corriendo de allí. Le cerramos la puerta en las narices. Casi nos coge. El portazo despertó a los vecinos. Del piso de arriba salían más zombis, corriendo como posesos. Fue horrible. No sé como logramos salir de allí ni como les despistamos. Aún así, no paramos hasta llegar a la iglesia. Ya ni siquiera sentía las piernas.

Histérico, le quité la escopeta de un golpe a Miguel y le chillé.

—¡Estás tonto! ¿Por qué no le has disparado en la cabeza? ¿Te das cuenta de que nos podía haber matado?

—Se me han acabado las balas —el pobre me miro llorando.

—Esta bien, no te preocupes —le acaricié el pelo—, espero que al menos hayas traído comida.

Y así es:

Ha traído leche, pan Bimbo, chorizo, salchichón, latas de conservas…

Por lo visto, el padre Leandro tenía la despensa llena. ¡Que Dios le tenga en su gloria! Solo lamento no haber podido darle un entierro digno.

Pasado el susto, hemos cenado. Le he dejado a Miguelín que repita ración, para que me perdone. Al fin y al cabo, me ha vuelto a salvar la vida. Esta noche le he leído el libro de Isaías, y se lo hemos dedicado al padre Leandro y a doña Carmina.

Durante todo el día me he estado acordando de tí. No sé si estás bien ni si recibes mis cartas. Ya no recuerdo cuantas veces me han intentado matar, pero estoy harto. Las manos me tiemblan.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre Leandro, espero que me haya perdonado.

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Carta 14

Querida Teresa:

Miguel se ha vuelto a escapar. Cuando desperté, no estaba. Se ha ido sin decir nada, no ha dejado ni una nota.

Al principio me puse nervioso y empecé a buscarlo por todas partes, pero solo de pensar que tendría que subir al campanario, terminé buscando vino.

¡Maldita sea mi estampa y esta cruz que me ha cargado el señor!

Cada vez lo hace más a menudo, dice que va a por comida, pero es mentira, tenemos la despensa llena gracias al padre Leandro. Lo que pasa es que al jodío le gusta explorar y hace lo que le da la gana.

Creía que la gente como él se quedaba en un rincón, babeando o haciendo lo que sea que hacen, pero éste no se está quieto. Aprovecha cuando me duermo para salir a buscar aventuras, o yo qué sé. No se da cuenta de que la calle es peligrosa.

¡Y yo sin encontrar ningún licor que echarme al gaznate!

El pobre tonto piensa que ya he superado todo eso, pero no sabe que todavía busco en los escondites de siempre, aunque nunca encuentre nada.

Debería estar triste, por las noches le oigo llorar entre pesadillas, pero se despierta alegre y animoso, soltando memeces de la Biblia, que si Yahvéh irá contigo a donde sea, que si la lanza del malvado se quebrará a favor del débil…

¡Chorradas!

Sí, ya sé que lo que te cuento es terrible, pero estas cosas no se las puedo decir a Dios, por eso te escribo a ti.

Perdóname, os he fallado a todos, sobre todo a ese muchacho.

No sé que hora es, hace mucho que se me paró el reloj, pero se está haciendo de noche.

No dejo de preguntarme donde andará, con la escopeta descargada, a merced de esos monstruos.

¡Y yo aquí, lamentándome como un cobarde!

 

Por fin ha llegado. Llevo todo el día atacado de los nervios, y el niño se presenta con una chica, como si fuera un amigo que viene a merendar.

No recuerdo haber visto su cara en la iglesia. No me gusta como me mira.

Estaba dispuesto a echarles una bronca del demonio.

—¿Se puede saber donde estabas?

—¿Es que no sabes la hora que es?

—¿Y quien narices es esta mujer?

Pero el puñetero sabe como aplacar mi furia. Me ha traído una botella de anís.

Se la he quitado de golpe y me ido a mi habitación, dando un portazo. Ni siquiera he cenado.

No sé qué ha pasado, ni lo quiero pensar. Me beberé esta botella y mañana Dios dirá.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, por favor, no mires.

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Carta 15

Querida Teresa:

Tengo un terrible dolor de cabeza.

Podría haberme pasado días enteros tirado en la cama, con mi botella de anís, pero a veces las cosas pasan muy deprisa.

Aquella joven de carácter agrio me puso de los nervios. Pretendía juzgarme, pretendía llevarse a Miguel.

¡Por Dios! Ese niño es lo único que tengo en el mundo, a él y a ti, pero tú no estás aquí.

Cada día estoy más convencido de que Dios me lo mandó para poder enmendar el agravio que le hice.

Esa mujer quería darme lecciones de moralidad.

¡A mí! ¡En mi propia iglesia!

Y lo peor de todo es que, seguramente tenía razón. Ni siquiera recuerdo lo que dijo. Supongo que debí acogerla como un buen cristiano, pero en este pueblo, las puertas de la casa del Señor no están abiertas.

 

Las horas siguientes quedan un tanto borrosas. Yo solo quería terminarme el santo licor. Unos gritos me despertaron. Me levanté como pude. Todavía llevaba la botella en la mano. Estaba tan ido, que la idea de que un monstruo de esos hubiera entrado no me asustó. Los chillidos me condujeron a la parroquia. Allí me encontré una escena horrorosa.

Una vieja loca golpeaba a otra con un crucifijo. El mismo con el que maté a Rocío. Me quedé helado. Ella se percató de mi presencia y se giró, blasfemando, con intención de atacar. No me preguntes por qué, pero le ofrecí un trago. Eso le hizo recuperar la compostura. No se disculpó, ni siquiera habló, yo tampoco. Los dos nos sentamos en un banco, a terminarnos la botella, observando a su amiga muerta, bajo el enorme Cristo decepcionado.

Miguel apareció, alertado, con la escopeta en la mano.

—¡Vuelve a la cama! —le ordené.

¡Bastante enfadado estaba ya el niño conmigo como para implicarle en este embrollo!

Al final, saqué la pala y ayudé a la mujer a enterrar a la difunta anciana, en el patio. No hubo misa, ni palabras de consuelo. Al principio pensé que estaba infectada, y por eso la mató, pero luego vi que no. Ella no es de fiar. No me gustó como miró a Miguel.

Por el momento le hemos hecho un hueco en el despacho. Espero que no le vuelva la locura y nos mate, al igual que espero que al niño se le pase el enfado. Iba a leerles algún pasaje de la Biblia, pero no creo que a ella le haga gracia.

 

No sé que será de ti, ni por qué pasan estas cosas. Tampoco sé que habrá sido de aquella joven a la que, prácticamente, eché de mi iglesia. Solo sé que estoy cansado, apenas he disfrutado del anís y todavía me duele la cabeza. Si al menos tuviera un buen vino.

Gracias a Dios, la señora Aurora, que así dice llamarse, me ha dado unas aspirinas. Supongo que para compensar lo del anís.

Espero que el Señor guíe tus pasos mejor que a mí. Si es que sigues con vida.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 16

Querida Teresa:

Ya no puedo más. La iglesia se me hace cada vez más pequeña.

Tengo terribles pesadillas. A veces veo las tumbas del patio abiertas, y otras veces, intactas. Me estoy volviendo loco. Y lo peor de todo, es que he visto a Rocío por los pasillos.

Cuando despierto, me aseguro de que no puede ser, y las visiones se van, entonces me encuentro con la señora Aurora.

No soporto a esa mujer. El caso es que no habla mucho, pero no me gusta como mira a Miguel. Esta claro que no le cae bien, ni ella a él. El pobre se pasa el día en el campanario buscando a la tal Iria.

Yo he llegado a superar mis vértigos, para subirme con él.

El tontito ha dibujado un mapa chuchurrío del pueblo, con anotaciones que no hay quien las entienda. No sé que habrá hecho con el otro que tenía. ¡Seguro que lo ha perdido!

El panorama ahí fuera está cada vez peor, pero yo ya no aguanto aquí dentro.

Ayer pillé a la vieja hurgando en el botafumeiro, se le acabó el tabaco y ya no sabe donde buscar. Ni siquiera me dio una explicación, salió sin decir nada, mirándome de esa manera que tiene que, no sabes si te está perdonando la vida, o echándote un mal de ojo.

Necesito salir, a por comida, a echar las cartas, o a lo que sea, aunque me arriesgue a que uno de esos monstruos me devore. El problema es que Miguelín tiene la escopeta descargada.

Necesito vino.

El otro día, el muchacho escuchó una explosión a las afueras del pueblo.

—Mal asunto —dijo forzando la voz como en las películas—, esto va a hacer que los militares salgan de su madriguera.

Decidió que tendríamos que aguantar unos días sin salir, hasta que la cosa se calmase.

Por el momento le he prohibido que se asome, no vaya a ser que lo vea algún soldado y le dispare.

Se nos están acabando las provisiones que cogimos de casa del padre Leandro. Dios lo tenga en su gloria. Y esa maldita mujer está cada vez más nerviosa.

La cosa tenía que reventar, y reventó.

Miguel se la encontró, registrándole la mochila.

Le apuntó con la escopeta.

—¡Aléjate de mis cosas! —gritó.

Ella le amenazó con el bastón.

Les separé como pude. Me llevé unos cuantos bastonazos.

Empecé a gritar. No recuerdo lo que dije. Creo que la eché de la iglesia.

La anciana se enfadó. Me empujó. Se fue cojeando a la puerta, y cuando la abrió, alguien se le echó encima. Había cientos de zombis dispuestos a entrar. El niño y yo cerramos la puerta como pudimos, mientras la mujer forcejeaba con aquella figura endemoniada. Cogí la escopeta, con la intención de disparar, pero el pequeño me paró.

—¡No, que está viva!

Era Ramona, la estanquera, estaba histérica. La señora Aurora también.

Las separamos. Después de un rato, se calmaron. La pobre mujer tenía muy mal aspecto. Me dio un vuelco el corazón cuando la miré y recordé que su hija yacía en el cementerio del patio.

Los monstruos golpeaban desde el exterior.

Permanecimos varias horas sujetando la puerta, atrancándola con todo lo que pillábamos, sin atrevernos a decir nada.

El ruido cesó. Los demonios se fueron.

Las mujeres han caído rendidas. Ni siquiera hemos cenado. Nadie ha abierto la boca. Ha sido un día muy tenso.

Hemos sacado más mantas de la vicaría, para improvisar unas camas. Esto empieza a parecer un campamento de refugiados.

 

Querida hermana, perdona si te atormento con esto que te escribo. Esta noche, las pesadillas me atacarán a mí. En algún momento tendré que decirle a esa mujer que yo maté a su hija.

Tu hermano que te quiere.

 

P.D.: Padre, si no quieres salvarme, no lo hagas, pero al menos dame de beber.

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Carta 17

Querida Teresa:

Llevamos mucho tiempo aquí dentro y las cartas se amontonan en el escritorio. Aún no sé si te llegan, pero no quiero que te preocupes al no recibir noticias mías. Te juro que mañana, o pasado, te las mando todas.

Las cosas parecen querer tranquilizarse. Miguel afirma que no se ven zombis en la calle, pero no te puedes fiar.

La señora Aurora sigue dando vueltas por la iglesia, buscando algo que fumar. Creo que se ha decepcionado mucho al ver que Ramona no traía tabaco.

No soporto el sonido de su bastón, ni tampoco la presencia de la estanquera.

Al principio estaba muy nerviosa, pero el niño consiguió que se calmara. Nos contó todo lo que había pasado estos días, la desaparición de su hija, cuando su marido intentó matarlas, el tiempo que lleva huyendo de él y buscando a Rocío. Nos contó también cuando fue a pedir ayuda al señor Beltrán, y se encontró con la pequeña Candela, poseída por aquella rabia asesina. No le quedó mas remedio que matarla. Se echó a llorar, al recordarlo. Miguelín la consoló, como yo nunca podría hacer, leyéndole los Evangelios. Luego sacó su estúpido mapa, y empezaron a buscar los posibles sitios donde encontrar a su hija.

Nunca les diré que se encuentra en el patio de la iglesia, tendría que explicarles que yo la maté, y no estoy dispuesto a hacerlo.

No aguanto esta presión, necesito vino. He vuelto a buscar alguna botella en los escondites habituales, aún a sabiendas de que ya no queda ninguna.

Cada vez que me cruzo con la vieja, la entiendo mejor. Ella cojea con su pierna dolorida, y yo con mi alma atormentada.

Ahora, el muchacho se ha hecho cargo de todo, la limpieza, la organización, la comida…

Yo lo prefiero así, no tengo la cabeza para pensar. Cuando lo hago, solo recuerdo a aquella joven que vino a pedir ayuda a mi iglesia, bueno, a pedir ayuda o a comerme, ya no estoy seguro.

Los padres de Miguel estarían orgullosos si le vieran.

¡Malditos cabrones que intentaron comérselo!

Anoche acabamos con la comida que quedaba, Miguelín nos leyó el Éxodo, con su voz de tontito, y nos recordó que Dios estará con nosotros allá donde vayamos. Amén.

¡A mí me lo va a decir!

 

En fin, ya se han dormido todos. Está claro que mañana saldremos a por comida, va a ser un día muy largo. Tendremos que echar las cartas, la señora Aurora quiere ir al estanco a por tabaco, y yo a la taberna a por vino. El niño pretende llevar a Ramona al ambulatorio, a ver si Rocío está ahí.

Este imbécil nos va a meter en algún lío.

No estoy seguro de que la calle esté despejada de monstruos, pero está claro que mañana nos vamos a jugar el tipo. No me gustaría encontrarme con el soldado del mostacho.

Tengo miedo, hermana. Te quiero. Si puedes ayudarnos, por favor… No, mejor no hagas nada, si te encuentras bien, no pases por aquí.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, no te pido que le devuelvas su hija a Ramona, ambos sabemos que es imposible, solo te pido alcohol para mí, y tabaco para la anciana.

 

 

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Carta 18

Querida Teresa:

Maldito sea el momento en que decidí salir a la calle. Habría sido mejor quedarme dentro y morir de inanición.

No se veía a ningún monstruo por ahí, pero el panorama había cambiado mucho desde la última vez. A las ruinas y las manchas de sangre había que añadir restos humanos esparcidos por todas partes. La señora Aurora se quedó mirando un montoncito, como si pudiera reconocerlos. Aún no sé si le daba pena o asco.

El hedor era terrible. Miguel tuvo que empujarme para que emprendiéramos la marcha, por alguna estúpida razón habían pensado que yo les iba a guiar. ¡Como si yo pudiera hacerlo!

La primera parte del plan era echar las cartas en correos. Por el camino, casi piso a un zombi mutilado que se arrastraba por el suelo. Me asusté.

—¡Esto no lo has puesto en tu mapa! —le reproché al niño.

Él no hizo caso, estaba ocupado en otear los alrededores, escopeta en mano, porque decía que se oían pasos. Creo que tenía razón. Ramona iba pegada a su espalda, parece ser que veía al tontito como única figura protectora posible. La señora Aurora mantenía la distancia, debido a su cojera. Ella miraba a su alrededor, buscando el estanco.

El aspecto de la oficina de correos indicaba que los malditos zombis habían intentado entrar, vi sangre y vísceras verdosas por las paredes. Me dio un escalofrío al pensar que el militar del mostacho podría estar por ahí. Eché las cartas en el buzón y sentí que había alguien dentro, escurriéndose como una cucaracha.

—¡Rocío! ¿Estás ahí? —gritó la estanquera.

—¡Calle, mujer, que nos van a descubrir!

A punto estuvo la vieja de darle un bastonazo. Estaba nerviosa, no sé si era por los pasos que se oían, o por su falta de nicotina, pero al final pude separarlas.

La segunda parte del plan era buscar comida. Habíamos decidido ir por la zona este del pueblo, pues esas casas no las habíamos registrado aún. Creo que el jodío niño me estaba engañando, y lo que quería era ir al ambulatorio para ver si la hija de Ramona estaba allí. Tendría que advertirles de que la joven Rocío no se encontraba allí, pero creo que a quien buscaba era a la tal Iria.

La señora Aurora no estaba dispuesta a seguirnos y se fue, gruñendo, al estanco. Le pidió a Ramona que la acompañase, pero la pobre mujer se echó a temblar con la sola idea de volver a encontrarse con su marido, y se negó.

Lo siguiente que ocurrió fue muy rápido. Los pasos que se arrastraban se convirtieron en zancadas, y en un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de zombis que corrían como posesos. La confusión nos pudo y cada uno salió disparado por su lado. Mientras huía, lamenté no haber dejado que la vieja le pegara a la estanquera un bastonazo, pues estaba claro que fueron sus gritos los que atrajeron a esas malas bestias.

No sé cuanto tiempo estuve corriendo, pero me encontraba en un parque de las afueras cuando me di cuenta que los había dejado atrás. Ya no oía sus gruñidos. Por un momento me relajé, pero entonces pensé en Miguelín, en Ramona y la señora Aurora, y me imaginé lo peor. Escuché unos gemidos cercanos y me asomé tras unos matorrales. Me encontré a un soldado fornicando con una joven, entre la maleza. Intenté no mirar, pero no pude evitarlo. Él jadeaba y decía obscenidades, ella callaba con seriedad. Al principio creí que la estaba forzando, pero vi que había unas latas del ejército junto a ellos. Se me cayó el alma a los pies, esa chica se prostituía por comida.

Una inoportuna erección me puso alerta, eso y los gruñidos de los zombis que volvieron a sonar. El soldado me vio, y con el arma desenfundada, cogió el fusil.

—¿Quien hay ahí? —gritaba sin saber donde apuntar.

La joven se colocó la ropa y guardó las latas en una bolsa. Salió corriendo antes de que esas bestias invadieran el lugar. Yo iba dando tumbos, sin saber donde esconderme. Los gruñidos se confundían con los disparos. Estuve apunto de gritar cuando una mano me cogió por el hombro. Era la muchacha que, sin mediar palabra, me llevó a su refugio.

Era uno de los viejos pisos de la zona este, donde vivía la señora Remigia. La oronda anciana me recibió con una sonrisa y la educación que se merece un clérigo de Dios. Se alegró de la llegada de la joven, con las provisiones, y le acarició la mejilla.

—Disculpe a Lucía, Padre, la pobre no puede hablar —me dijo con tono cortés.

Empezó a contarme no sé que cosas, pero yo no podía atenderle, estaba demasiado cansado. La chica le hizo un gesto para que se diera cuenta, y la mujer se ruborizó.

—Oh, perdone —chilló—, supongo que tiene hambre.

Me sentó en el sofá, me dio una lata de conservas y un vaso de vino. Quise pedirle más, pero me conformé.

 

Estoy agotado, todo ha sido muy raro y no sé que pensar. La anciana me ha permitido dormir en su sofá, y me ha dado esta hoja con membrete del ejército español, en la que te escribo. Mañana analizaré la situación y le pediré más vino. Ahora solo puedo decirte que te echo de menos.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 19

Querida Teresa:

No me gusta escribir en estas hojas del ejército, me recuerda mis encuentros con el militar del mostacho, pero es lo único que hay en casa de la señora Remigia. Los folios, las latas de comida, las mantas, las botellas de vino, todo es del ejército, incluso las pilas alcalinas. Me cuesta creer que ella acepte estos dones, teniendo en cuenta que su marido murió en el Valle de los Caídos. Me duele pensar en los favores que ha tenido que hacer la joven para conseguir todas estas provisiones. La casa parece un refugio antinuclear cerrado a cal y canto, es increíble la de cosas que tienen. Me acordé de la señora Aurora al ver las cajas de puros.

La anciana se mueve por allí como una condesa en su palacio, lo mismo me sirve un pollo en conserva con un vino, que me pone un café rancio y unas pastitas. No para de hablar de esto y aquello, de cuando conoció a la Pasionaria, o cuando vivió en París. Está claro que ha perdido la cabeza. Solo la visión de la muchacha, encogida en un rincón, me devuelve a la realidad. No puede tener más de dieciocho años, se la ve joven y guapa, a su manera, pero sus ojos reflejan las desgracias que su boca no puede contar. La señora Remigia me dijo que antes era una niña feliz, como le corresponde a su edad, pero lo sucedido estas semanas la habían convertido en la muchacha sin sentimientos que tenía delante. Intento recordar quién es ella, si alguna vez la vi en la iglesia, pero el vino se llevó mi memoria, y la tragedia le quitó a ella la identidad.

Me sorprendió el saber que llevamos semanas, en vez de días, viviendo esta pesadilla, huyendo de los monstruos, comportándonos como demonios para sobrevivir. Ni siquiera sé cuanto tiempo llevo en esta casa.

Ahora que tengo vino, no consigo olvidar. No dejo de pensar en Miguel, en que estará solo, a merced de esos malditos zombis. Siento que me necesita.

La joven Lucía se ha percatado de mi soledad, y me hace compañía siempre que puede. Me sorprende lo que es capaz de decir sin hablar. Hoy me ha llevado a dar una vuelta por los pisos vacíos del edificio. El aspecto de los rellanos era terrorífico y el de los pisos más. A pesar de la botella de Rioja que me había bebido, no podía evitar de imaginar lo que había pasado en aquellas casas abandonadas: camas vacías, muebles destrozados, restos de sangre. La chica observaba cada rincón y cogía recuerdos: una foto por aquí, una figurita por allí. El silencio sepulcral me hacía sentir dentro de mi propia tumba. Entonces recordé a Rocío.

¡Maldito sea el vino, que ya no me consuela!

Estábamos en el último piso, cuando vi una foto encima de la mesa, era Lucía, sonriendo abrazada a su madre. Quise cogerla, pero un monstruo salió de detrás del sofá, y me tiró al suelo. Gruñía, babeaba, el miedo me dejó paralizado. No podía entender por qué no me atacaba, hasta llegué a desearlo, cualquier cosa era mejor que esa incertidumbre, pero ella se limitaba a mirar con sus ojos amarillos a la muchacha que se encontraba al otro lado del salón. Era su madre, su horrenda expresión parecía reprocharle su conducta de los últimos días. Lucía lloraba como si pidiera perdón. Ya son muchas las veces que uno de esos zombis me ataca, pero, te juro que nunca había pasado tanto miedo como entonces, ante aquella escena.

Esperé unos minutos, a que Miguelín apareciera y le diera un tiro con su escopeta, pero no sucedió. Entonces supe que le necesitaba. Aquella mujer seguía acechando, sin moverse, observando a su hija. Recobré la cordura, me levanté despacio, para no alarmar al monstruo, y saqué a Lucía de allí. Fue entonces cuando saltó a por nosotros, gritaba y golpeaba la puerta. Nos fuimos corriendo al refugio de la Remigia, dejando allí, encerrada a la que antes fue la señora Marcela (que ahora me acuerdo de su nombre). La vieja ni siquiera se había dado cuenta de nuestra ausencia, seguía contándole historias a la foto de su marido.

La chica estaba muy triste y no paraba de llorar, yo me ofrecí a confesarla, no hizo falta que me dijera sus pecados, se los perdoné todos, en nombre de Dios.

 

Parece que se ha quedado más tranquila. Esta noche hemos cenado un popurrí de conservas, atún, mejillones, anchoas…, con un buen vino de crianza, a costa del Ejército Español; y nos hemos acostado después de soportar a la señora Remigia cantar (si es que se le puede llamar cantar a eso) la Traviata. Por supuesto, he asegurado todos los cierres, no vaya a ser que se despierten los zombis vecinos.

He convencido a la muchacha para que mañana se venga conmigo a buscar a Miguel y a toda la gente que dejé atrás. No creo que este sitio sea seguro durante mucho tiempo, si la vieja se empeña en cantar. A lo mejor la convencemos para que se venga con nosotros.

No sé qué me encontraré, pero mi deber es volver a la iglesia. Tengo que reunir a mi rebaño. Me encantaría volver a verte. Espero que tú estés bien.

 

Tu hermano que te quiere.

 

PD.: El vino ya no me consuela, mañana probaré con el whisky.

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Carta 20

¡Esto es demasiado! ¡No lo puedo soportar! ¡El maldito cabezón me la ha vuelto a liar!

Perdona que empiece así, hermana, y déjame que te cuente:

Como ya te dije en la carta anterior, estábamos decididos a salir de la casa. Nos levantamos temprano para no despertar a la vieja. Ya nos había dejado claro que se iba a quedar allí, rodeada de sus recuerdos y sus provisiones. Lucía, llorando, llenaba su mochila de latas. Yo aproveché la que me dio y metí todas las botellas de vino que pude. En cualquier momento ella se levantaría y empezaría a cantar zarzuelas.

Pobre señora Remigia. La habíamos dejado sola y sin comida.

La calle parecía tranquila, pero ni me di cuenta. Iba apretando el paso, pensando solamente en Miguel y los demás. No sabía si habían llegado al ambulatorio o si los zombis-infectados les habían matado. La muchacha iba tras de mí, mirando sin parar a todas partes. Daba la impresión de que en cualquier momento gritaría “Cuidado”. Me habría gustado oir su voz.

No tardamos en llegar a la zona del ambulatorio, y la imagen que vimos nos paralizó. Una horda de monstruos tenía sitiada la entrada del lugar. Dentro había gente atrincherada, se les oía gritar. Pensé que era Miguelín y quise correr a ayudarle, pero antes de que reaccionara, se escucharon disparos al otro lado de la calle. Era el maldito cabezón, armado con su escopeta. Disparaba y gritaba sabe Dios qué cosas, para llamar la atención de los zombis. Por un momento, quise decirle que vocalizara, pero su plan funcionó y la mayoría de ellos corrieron a por él.

—¡No, Miguel, no! —grité desesperado.

Las piernas me temblaban, creía que me iba a desmayar, pero Lucía me sujetaba. De otro lado de la calle, apareció una extraña chica armada con un enorme cuchillo. Arremetió contra los demonios que quedaban allí. La seguía otro chico, portando un bate de beisbol, pero ella no le dejó nadie a quien matar. Parecía surgida del infierno, con aquel pelo verde. Del ambulatorio salió otro chico y se pusieron a hablar. Parecían amigos. Entonce vi allí a la tal Iria, iba con un tipo muy raro. Quise odiarla, pero solo pude suplicar que salvaran al niño. La joven del cuchillo me miró muy seria y me dijo algo de que era muy arriesgado. No quería escuchar, solo vomitar. Hablaban de cosas que no entendía y todo me daba vueltas. Cuando oí algo sobre un sitio seguro, reaccioné. Les dije de ir a la iglesia, era el único lugar seguro del pueblo. Iria rechazó mi oferta, aunque me la agradeció, tenía otros planes. Por un momento la miré a la cara, ya no la odiaba, ella también se había encariñado con el pequeño. De hecho, solo pensaba en que si él seguía vivo, volvería a la parroquia.

Es un niño muy listo, yo sé que logrará escapar.

No sé como llegamos, supongo que alguien me empujó. Ramona estaba esperando en la puerta, muy nerviosa. Cuando vio a Lucía, se puso muy contenta y casi la abraza. Le preguntó si sabía algo de Rocío. La chica del pelo verde y el del bate cerraron la puerta empujándonos, y se pusieron a registrar el lugar. Llevaban a dos niños con ellos, me hacían pensar en el pequeño tontito. No lo soporté, saqué una botella de vino y me subí al campanario.

 

Ya es de noche, en la calle no se ve nada y he bajado al despacho. Parece ser que todos han cenado y ya se han ido ha dormir. Creo que hay alguien haciendo guardia. No sé si es real, pero estoy demasiado borracho como para que me importe. Por el momento, solo quiero escribirte esta carta que ni siquiera sé si te la podré mandar. Necesito dormir unas horas, para proseguir mañana con la búsqueda de Miguel.

Te deseo buenas noches, allá donde estés, si es que estás viva.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, si me devuelves al niño, sano y salvo, soy capáz de dejar de beber. Y aunque no lo fuera, por favor, devuélvemelo.

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