Padre Tomás
09/Oct/2012
bloody hand
16

Querida Teresa:

Ya no puedo más. La iglesia se me hace cada vez más pequeña.

Tengo terribles pesadillas. A veces veo las tumbas del patio abiertas, y otras veces, intactas. Me estoy volviendo loco. Y lo peor de todo, es que he visto a Rocío por los pasillos.

Cuando despierto, me aseguro de que no puede ser, y las visiones se van, entonces me encuentro con la señora Aurora.

No soporto a esa mujer. El caso es que no habla mucho, pero no me gusta como mira a Miguel. Esta claro que no le cae bien, ni ella a él. El pobre se pasa el día en el campanario buscando a la tal Iria.

Yo he llegado a superar mis vértigos, para subirme con él.

El tontito ha dibujado un mapa chuchurrío del pueblo, con anotaciones que no hay quien las entienda. No sé que habrá hecho con el otro que tenía. ¡Seguro que lo ha perdido!

El panorama ahí fuera está cada vez peor, pero yo ya no aguanto aquí dentro.

Ayer pillé a la vieja hurgando en el botafumeiro, se le acabó el tabaco y ya no sabe donde buscar. Ni siquiera me dio una explicación, salió sin decir nada, mirándome de esa manera que tiene que, no sabes si te está perdonando la vida, o echándote un mal de ojo.

Necesito salir, a por comida, a echar las cartas, o a lo que sea, aunque me arriesgue a que uno de esos monstruos me devore. El problema es que Miguelín tiene la escopeta descargada.

Necesito vino.

El otro día, el muchacho escuchó una explosión a las afueras del pueblo.

—Mal asunto —dijo forzando la voz como en las películas—, esto va a hacer que los militares salgan de su madriguera.

Decidió que tendríamos que aguantar unos días sin salir, hasta que la cosa se calmase.

Por el momento le he prohibido que se asome, no vaya a ser que lo vea algún soldado y le dispare.

Se nos están acabando las provisiones que cogimos de casa del padre Leandro. Dios lo tenga en su gloria. Y esa maldita mujer está cada vez más nerviosa.

La cosa tenía que reventar, y reventó.

Miguel se la encontró, registrándole la mochila.

Le apuntó con la escopeta.

—¡Aléjate de mis cosas! —gritó.

Ella le amenazó con el bastón.

Les separé como pude. Me llevé unos cuantos bastonazos.

Empecé a gritar. No recuerdo lo que dije. Creo que la eché de la iglesia.

La anciana se enfadó. Me empujó. Se fue cojeando a la puerta, y cuando la abrió, alguien se le echó encima. Había cientos de zombis dispuestos a entrar. El niño y yo cerramos la puerta como pudimos, mientras la mujer forcejeaba con aquella figura endemoniada. Cogí la escopeta, con la intención de disparar, pero el pequeño me paró.

—¡No, que está viva!

Era Ramona, la estanquera, estaba histérica. La señora Aurora también.

Las separamos. Después de un rato, se calmaron. La pobre mujer tenía muy mal aspecto. Me dio un vuelco el corazón cuando la miré y recordé que su hija yacía en el cementerio del patio.

Los monstruos golpeaban desde el exterior.

Permanecimos varias horas sujetando la puerta, atrancándola con todo lo que pillábamos, sin atrevernos a decir nada.

El ruido cesó. Los demonios se fueron.

Las mujeres han caído rendidas. Ni siquiera hemos cenado. Nadie ha abierto la boca. Ha sido un día muy tenso.

Hemos sacado más mantas de la vicaría, para improvisar unas camas. Esto empieza a parecer un campamento de refugiados.

 

Querida hermana, perdona si te atormento con esto que te escribo. Esta noche, las pesadillas me atacarán a mí. En algún momento tendré que decirle a esa mujer que yo maté a su hija.

Tu hermano que te quiere.

 

P.D.: Padre, si no quieres salvarme, no lo hagas, pero al menos dame de beber.