Padre Tomás
16/Abr/2012
bloody hand
13

Querida Teresa:

Una vez más, la muerte se ha cruzado en nuestro camino.

No sé que calle era, ni el número. Por las escaleras se oían susurros tenebrosos, como si acecharan en las sombras para cazarnos. Aún así entramos, el hambre pudo más que el miedo. Miguel iba aferrado a la escopeta, desechando las puertas que estaban destrozadas. Nos decidimos por una que tenía un Sagrado Corazón de Jesús. Estaba intacta. Creo que era el tercer piso.

Tras unos cuantos golpes, conseguimos entrar. Me aterraba la idea de haber despertado a algún monstruo. Había cuadros religiosos y figuras de la Virgen por todas partes. Eso me hizo pensar.

Mandé al niño a la cocina, y yo pasé a registrar las habitaciones. La primera debía ser un cuarto de costura, había telas, agujas, hilos y todos los enseres propios. También había una plancha echando humo sobre una vieja sotana. Las fotos de la mesa camilla me confirmaron que era la casa del padre Leandro.

Hacía mucho que no sabía de él. Desde aquel día que me dejó, tirado y borracho, en la iglesia. Todavía recuerdo su cara de decepción. Sus reproches. Me preguntaba qué habría sido de él, cuando empezó a sonar un disco rayado.

Me asusté. El pasillo se me hizo interminable, mientras aquella tenebrosa voz cantaba: “qué alegría cuando me dijeron…”

Lo encontré en la habitación del fondo. El padre Leandro estaba allí, o lo que quedaba de él, junto a la cama de su madre. Ella estaba atada con una cuerda desgastada, casi rota, mirándome con sus ojos amarillos. Había una Biblia, agua bendita y varios crucifijos. Aquel infeliz le había intentado hacer un exorcismo.

Pobre señora Carmina.

Cuando apagué el tocadiscos, se abalanzó sobre mí. Era demasiado fuerte y no podía con ella. Creí que me iba a matar, pero Miguel gritó, apuntando con la escopeta.

—¡Vade retro Satanás!

Yo me la quité de encima y agarré un crucifijo para contenerla.

—¡No te muevas, maldita! —continuó diciendo.

Ella le miraba, rabiosa. Yo me alejé, despacio, amenazando con la cruz, como en las películas de Drácula.

Estuvimos un buen rato así hasta que el niño exclamó:

—¡Padre, corra!

Salimos corriendo de allí. Le cerramos la puerta en las narices. Casi nos coge. El portazo despertó a los vecinos. Del piso de arriba salían más zombis, corriendo como posesos. Fue horrible. No sé como logramos salir de allí ni como les despistamos. Aún así, no paramos hasta llegar a la iglesia. Ya ni siquiera sentía las piernas.

Histérico, le quité la escopeta de un golpe a Miguel y le chillé.

—¡Estás tonto! ¿Por qué no le has disparado en la cabeza? ¿Te das cuenta de que nos podía haber matado?

—Se me han acabado las balas —el pobre me miro llorando.

—Esta bien, no te preocupes —le acaricié el pelo—, espero que al menos hayas traído comida.

Y así es:

Ha traído leche, pan Bimbo, chorizo, salchichón, latas de conservas…

Por lo visto, el padre Leandro tenía la despensa llena. ¡Que Dios le tenga en su gloria! Solo lamento no haber podido darle un entierro digno.

Pasado el susto, hemos cenado. Le he dejado a Miguelín que repita ración, para que me perdone. Al fin y al cabo, me ha vuelto a salvar la vida. Esta noche le he leído el libro de Isaías, y se lo hemos dedicado al padre Leandro y a doña Carmina.

Durante todo el día me he estado acordando de tí. No sé si estás bien ni si recibes mis cartas. Ya no recuerdo cuantas veces me han intentado matar, pero estoy harto. Las manos me tiemblan.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre Leandro, espero que me haya perdonado.