Querida Teresa:
Me quiero morir, te juro que me quiero morir.
No sé como he llegado hasta aquí, solo recuerdo ver explotar la iglesia, solo recuerdo ver morir a Miguel. Ese estúpido cabezón se empeñó en ser un héroe. Su tío, el policía estaría orgulloso. ¿Te lo puedes creer? El muy idiota está muerto. ¡Habría sido mejor que se lo hubieran comido sus padres!
Le fallé, hermana, le he fallado a él, a Dios, y a mí mismo.
Descansa en paz, Miguel.
Cuando desperté, el pequeño Abel me acariciaba la cabeza como si cuidara de un bebé. Tenía los ojos llorosos y supuse que lamentaba la pérdida de su amigo. La niña repelente apareció con una botella de vino de Chiclana para mí. No dijo nada, ni siquiera se burló. La pobre se asustó cuando le arrebaté la botella de las manos, y me aferré al bendito licor como única salvación. Nos encontrábamos en un oscuro almacén. Todos parecían muy tristes, Rita, José Antonio, Ramona. Como si fuera un funeral. Lucía había preparado unos bocadillos de atún con pan rancio para los niños. Nadie decía nada. Eché en falta a la chica del pelo verde.
—¿Donde está tu hermana? —le pregunté a la niña.
—Se ha ido con el soldado a buscar a mi hermano —contestó Abel.
Entonces recordé, como fogonazos, nuestra huida del pueblo. La explosión, los disparos, los zombis, el maestro cargando conmigo. Todo era muy borroso. Vi al militar disparando a todas partes, y al muchacho golpear a los zombis con su bate de béisbol. Intenté recordar la promesa que le hice antes de que le perdiéramos.
—Pobre Gabriel —pensé.
Quise abrazar al chiquillo, al fin y al cabo ambos habíamos perdido a alguien, pero luego me lo pensé mejor y tomé un trago de vino.
—¿Donde estamos? —pregunté.
—En el refugio de montaña —contestó José Antonio.
Quise pensar que habíamos salido de aquella pesadilla, pero entonces vi que el sitio estaba desolado. José Antonio me contó que cuando llegamos allí no encontraron supervivientes ni cadáveres, ni siquiera zombis, sólo un refugio abandonado. La estanquera no paraba de preguntarse qué habría pasado ahí. Me costó un par de tragos de vino asimilar todo aquello. Ya llevábamos dos días ahí y yo no me había enterado. Me dio por pensar cómo le iría a Ana con el cerdo de Mateo, si a él se le ocurriría hacerle algo, y si ella se lo permitiría. Abel estaba dibujando nuestra ruta en un mapa arrugado, con una pintura roída. Era el mapa de Miguelín. Parecía que aquel niño podía entender las indicaciones que Miguel había escrito con su letra de chichinabo. Lucía vio mi cara triste y me sacó a pasear por el allí. El panorama era terrorífico, no había ninguna muestra de vida, sólo casquillos de balas y charcos de sangre. Estaba claro que el ejército había intervenido. Me pregunté por qué se habían llevado los cuerpos. ¿Qué estarían planeando el militar del mostacho y sus soldados?
Me decidí a salir fuera para tomar un poco el aire. Entonces vi una sombra en la entrada. Era uno de esos malditos monstruos. Jadeaba y se retorcía, sin moverse de ahí. Cuando me miró con sus ojos amarillos, me quedé paralizado. En cualquier momento saltaría sobre mí, pero era incapaz de reaccionar. Cuando oí chillar a Ramona, comprendí que no me miraba a mí, sino a ella, que permanecía asustada en la puerta del refugio. Era Bernardo, su marido, o lo que antes fue Bernardo. Ahora se le veía babear la conocida sustancia verde. Daba la impresión de que había estado buscándola todo este tiempo. La sangre se me heló cuando pensé en los restos de su hija, enterrados en el patio de la iglesia. Fue un momento muy tenso, él miraba y gruñía, pero no se decidía a atacar.
Ya estábamos dando por hecho nuestra muerte, cuando unos disparos le reventaron la cabeza. Creí que era Miguel, que había vuelto a salvarme, pero se trataba del militar, que venía con Ana. Ella estaba muy triste, pero no quise preguntar. Entré corriendo en el almacén, a buscar más vino.
Todo esto es un misterio, pero por fin he conseguido relajarme. Aquí no hay luz ni agua corriente, pero el almacén está repleto de comida y bebida. Ramona nos ha puesto unas latas de fabada frías para cenar. La pobre no para de llorar. Me gustaría poder consolarla, pero hace mucho que no quiere cuentas conmigo. Me gustaría poder consolar también al pequeño Abel, pero ni siquiera puedo consolarme a mí mismo, solo beber vino.
Esto es mucho, hermana, ya no puedo con tanto, solo quiero morir.
P.D.: Padre, si de verdad existes, sálvanos o mátanos de una vez por todas.