Padre Tomás
28/Mar/2013
bloody hand
19

Querida Teresa:

No me gusta escribir en estas hojas del ejército, me recuerda mis encuentros con el militar del mostacho, pero es lo único que hay en casa de la señora Remigia. Los folios, las latas de comida, las mantas, las botellas de vino, todo es del ejército, incluso las pilas alcalinas. Me cuesta creer que ella acepte estos dones, teniendo en cuenta que su marido murió en el Valle de los Caídos. Me duele pensar en los favores que ha tenido que hacer la joven para conseguir todas estas provisiones. La casa parece un refugio antinuclear cerrado a cal y canto, es increíble la de cosas que tienen. Me acordé de la señora Aurora al ver las cajas de puros.

La anciana se mueve por allí como una condesa en su palacio, lo mismo me sirve un pollo en conserva con un vino, que me pone un café rancio y unas pastitas. No para de hablar de esto y aquello, de cuando conoció a la Pasionaria, o cuando vivió en París. Está claro que ha perdido la cabeza. Solo la visión de la muchacha, encogida en un rincón, me devuelve a la realidad. No puede tener más de dieciocho años, se la ve joven y guapa, a su manera, pero sus ojos reflejan las desgracias que su boca no puede contar. La señora Remigia me dijo que antes era una niña feliz, como le corresponde a su edad, pero lo sucedido estas semanas la habían convertido en la muchacha sin sentimientos que tenía delante. Intento recordar quién es ella, si alguna vez la vi en la iglesia, pero el vino se llevó mi memoria, y la tragedia le quitó a ella la identidad.

Me sorprendió el saber que llevamos semanas, en vez de días, viviendo esta pesadilla, huyendo de los monstruos, comportándonos como demonios para sobrevivir. Ni siquiera sé cuanto tiempo llevo en esta casa.

Ahora que tengo vino, no consigo olvidar. No dejo de pensar en Miguel, en que estará solo, a merced de esos malditos zombis. Siento que me necesita.

La joven Lucía se ha percatado de mi soledad, y me hace compañía siempre que puede. Me sorprende lo que es capaz de decir sin hablar. Hoy me ha llevado a dar una vuelta por los pisos vacíos del edificio. El aspecto de los rellanos era terrorífico y el de los pisos más. A pesar de la botella de Rioja que me había bebido, no podía evitar de imaginar lo que había pasado en aquellas casas abandonadas: camas vacías, muebles destrozados, restos de sangre. La chica observaba cada rincón y cogía recuerdos: una foto por aquí, una figurita por allí. El silencio sepulcral me hacía sentir dentro de mi propia tumba. Entonces recordé a Rocío.

¡Maldito sea el vino, que ya no me consuela!

Estábamos en el último piso, cuando vi una foto encima de la mesa, era Lucía, sonriendo abrazada a su madre. Quise cogerla, pero un monstruo salió de detrás del sofá, y me tiró al suelo. Gruñía, babeaba, el miedo me dejó paralizado. No podía entender por qué no me atacaba, hasta llegué a desearlo, cualquier cosa era mejor que esa incertidumbre, pero ella se limitaba a mirar con sus ojos amarillos a la muchacha que se encontraba al otro lado del salón. Era su madre, su horrenda expresión parecía reprocharle su conducta de los últimos días. Lucía lloraba como si pidiera perdón. Ya son muchas las veces que uno de esos zombis me ataca, pero, te juro que nunca había pasado tanto miedo como entonces, ante aquella escena.

Esperé unos minutos, a que Miguelín apareciera y le diera un tiro con su escopeta, pero no sucedió. Entonces supe que le necesitaba. Aquella mujer seguía acechando, sin moverse, observando a su hija. Recobré la cordura, me levanté despacio, para no alarmar al monstruo, y saqué a Lucía de allí. Fue entonces cuando saltó a por nosotros, gritaba y golpeaba la puerta. Nos fuimos corriendo al refugio de la Remigia, dejando allí, encerrada a la que antes fue la señora Marcela (que ahora me acuerdo de su nombre). La vieja ni siquiera se había dado cuenta de nuestra ausencia, seguía contándole historias a la foto de su marido.

La chica estaba muy triste y no paraba de llorar, yo me ofrecí a confesarla, no hizo falta que me dijera sus pecados, se los perdoné todos, en nombre de Dios.

 

Parece que se ha quedado más tranquila. Esta noche hemos cenado un popurrí de conservas, atún, mejillones, anchoas…, con un buen vino de crianza, a costa del Ejército Español; y nos hemos acostado después de soportar a la señora Remigia cantar (si es que se le puede llamar cantar a eso) la Traviata. Por supuesto, he asegurado todos los cierres, no vaya a ser que se despierten los zombis vecinos.

He convencido a la muchacha para que mañana se venga conmigo a buscar a Miguel y a toda la gente que dejé atrás. No creo que este sitio sea seguro durante mucho tiempo, si la vieja se empeña en cantar. A lo mejor la convencemos para que se venga con nosotros.

No sé qué me encontraré, pero mi deber es volver a la iglesia. Tengo que reunir a mi rebaño. Me encantaría volver a verte. Espero que tú estés bien.

 

Tu hermano que te quiere.

 

PD.: El vino ya no me consuela, mañana probaré con el whisky.