Carta 21

Querida Teresa:

Pasé toda la noche soñando con Miguel. Estaba en peligro, rodeado de monstruos, con la escopeta descargada y su mapa indescifrable, y aún así se mantenía tranquilo. Intentaba decir algo, pero no lo entendí. Hasta en los sueños le tengo que decir que vocalice. Entonces desperté, sin gritos ni sudores, ni siquiera tenía resaca, solo la sensación de que él seguía vivo y que volvería en cualquier momento. Estaba sobrio, más de lo que había estado nunca, a pesar de lo que bebí anoche. Decidí ordenar todo antes de que el muchacho volviera, pero el chico de los tatuajes ya se había encargado de ello. Había organizado los turnos de vigilancia en el campanario y racionado la comida. Lo normal es que me hubiera enfadado con él, no me gusta como me mira, pero creí recordar su cara, el funeral de sus padres, y al tontito de su hermano que buscaba un enchufe para poner la maquinita. Con él iba una niña repelente que se burlaba de mí. Su hermana, la del pelo verde, estaba poniendo patas arriba la parroquia, montando trincheras y trampas para el enemigo. No respetó ni el retablo románico del siglo…, bueno de ese siglo. Si el muchacho me miraba mal, esta lo hacía aún peor.

Esa ya no era mi iglesia, me la habían llenado de gente. José Antonio, el maestro, estaba allí, abrazado a Rita, la frutera. Me saludaron como si no pasara nada. Supuse que sus cónyuges habían muerto, no vi nada malo en que se arrejuntaran. Por si acaso, no les pregunté. No vi a la señora Aurora y me temí lo peor. Lucía se alegró de verme, sobrio y despierto, y me trajo una manzanilla. Por un momento pensé que todo había sido un mal sueño, pero el macarra de los tatuajes (creo que se llama Gabriel) me empezó a preguntar cosas sobre la construcción de la capilla y a explicar no sé que plan de defensa, devolviéndome a la realidad. No soportaba su manera de hablarme como si fuera un héroe de película, y me entraron las ganas de beber. Le dije que sí a todo y me subí corriendo al campanario. Ramona estaba allí, vigilando los pequeños grupos de zombis que deambulaban por la calle. Yo buscaba a Miguelín y ella a su hija. Empezó a contarme cosas de ella, de cuando era niña. Me sentí incómodo ante su sufrimiento, y no me quedó más remedio que confersarle la verdad: cuando la joven Rocío entró en la iglesia dispuesta a comerme. Le expliqué todo de pe a pa, el acoso, la persecución, y como la maté. Quise excusarme diciendo que al final le di cristiana sepultura, con su misa y todo.

Yo esperaba que ella reaccionase de alguna manera, pero entonces escuchamos disparos en la calle. Era una locura, salían zombis por todas partes. Alguien gritaba a la puerta. Bajamos corriendo. La gente estaba empujando para que no abrieran, pero yo había reconocido la voz.

—¡Abrid —grité desesperado—, qué es Miguel!

Y en efecto era él. Venía acompañado por un soldado que disparaba sin parar, a los malditos. Entraron corriendo, y Gabriel cerró la puerta, atrancándola con el confesionario. Ahora si que parecía salido de una película. Fui corriendo a abrazar al pequeño, pero el jodío levantó la mano para pararme.

—No, padre, no —dijo con seriedad.

Lucía saltó sobre el militar y se puso a pegarle. Era el miserable que se la estaba beneficiando, aquel día en el parque. La chica del pelo raro (que por cierto, se llama Ana) les separó. Ella abría la boca como si le gritara, y por un momento pensé que la oiría decir los más terribles insultos.

—¡Queréis dejar de pelear y ayudarnos! —José Antonio estaba empujando el confesionario, para que los demonios no entrasen. Gabriel y Rita empujaban con él. El resto nos unimos a la barricada. No sé cuantas horas estuvimos así, pero los zombis desistieron y los gruñidos del exterior cesaron.

Nos relajamos. Ana subió a la torre para controlar que se habían ido. El soldado, que decía llamarse Mateo, nos contó su historia: como se vio aislado sin poder volver al campamento, el día que los zombis atacaron el parque, como se encontró a Miguel, y como habían sobrevivido hasta llegar aquí. Yo quería creerle y darle las gracias por salvar al pequeño, pero los demás le miraban con mala cara. Gabriel le iba a preguntar algo, pero se levantó de golpe al ver a Miguelín jugando con los otros niños. Abel (que así se llama el pequeño) le iba a dejar la consola, pero su hermano agarró rápidamente el brazo de Miguel. Tenía un mordisco verdoso de zombi.

—¡Maldita sea —gritó—, se va a convertir en uno de ellos!

Todos se pusieron a gritar, nerviosos. Miguel me miró con cara triste.

—¡Tenemos que echarle de aquí! —gritó alguien.

Yo me coloqué frente a él para protegerle, no iba a dejar que le hicieran daño.

—¿Por qué no se ha transformado todavía? —Preguntó Ana, que acababa de bajar de la torre.

Entonces el niño sacó un frasquito de la mochila.

—Porque tenía este antídoto que me dio Iria.

Todos nos quedamos boquiabiertos, queríamos preguntar un montón de cosas, pero les callé, había sido un día muy tenso y era hora de cenar. Nadie dijo nada. Rita se encargo de la comida y yo bendije la mesa. Al final nos fuimos a la cama. Ninguno quiso dormir junto al pequeño, así que me ha tocado a mí vigilarle. Cuando nadie miraba, le di un abrazo y un beso en su cabezota.

 

Ya se han dormido todos. Gabriel se ha encargado de hacer la ronda. Me ha dicho que grite si el niño empieza a transformarse, pero Miguel duerme plácidamente. Mañana será un día muy largo, y habrá muchos asuntos que tratar.

 

Es curioso, hermana, a pesar de todo lo sucedido hoy, por primera vez, no tengo miedo, ni ganas de beber. Es más, si el jodido cabezón me devorase esta noche, no me importaría.

 

Buenas noches, Teresa. Buenas noches, Miguel.

 

P.D.: Padre, y esto lo digo sobrio y tranquilo, eres un cabrón, por devolverme al niño infectado. Ya puedes hacer un milagro para que te perdone.

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Carta 22

Querida Teresa:

Creía que las cosas no podían empeorar, pero lo hicieron.

Aparte de tener la iglesia llena de extraños y rodeada de demonios, el enemigo estaba en casa. El antídoto que tomó Miguel perdería su efecto tarde o temprano, pero el jodío no se transformaba. Aguantaba como un campeón, acurrucado en una esquina. El bueno de Abel quería dejarle su consola, pero el desgraciado de su hermano no le dejaba acercarse. Hasta la niña repelente había dejado de burlarse de él.

Como ya te he dicho antes, los zombis habían rodeado la iglesia, y no paraban de golpear la puerta. Estábamos sitiados y la comida empezaba a escasear. El chico de los tatuajes andaba de aquí para allá, nervioso como si fuera el General Custer antes de mandar a sus tropas a la muerte. La joven del pelo verde no dejaba de tocarle las narices. Parecía que era la que más controlaba la situación, comportándose como si fuera la reina del lugar.

El soldado nos incomodaba a todos con sus chulerías, y en más de una ocasión nos llegó a amenazar con su arma. Como cuando le recriminamos su conducta machista, acosando sin parar a Lucía. El día que esa chica hable, será para maldecirle. Ana siempre la tranquilizaba, las dos muchachas hicieron buenas migas.

Rocío me miraba como si me quisiera arrancar la cabeza. La pobre mujer nunca perdonará lo que le hice a su hija.

Pero lo peor fue cuando el maldito militar me encañonó con su pistola al intentar coger su botella de whisky de Kentucky

Decididamente, esa ya no era mi iglesia. Por un momento me habría gustado permanecer tirado en la capilla, como en los viejos tiempos, pero el vino se estaba acabando. Me daban envidia José Antonio y Rita, retozando por los rincones como jovenzuelos ajenos al mundo. Para colmo, Miguel había dejado de comer, ya no hablaba con su voz pastosa, ya no contaba tonterías sobre su tío el policía. De vez en cuando se ponía a tiritar como un poseso, y el soldado le apuntaba con el arma, insultándole y maldiciendo. Gabriel se le encaró, a pesar de que tampoco se fiaba del niño. Se pasaban todo el día enfrentados. Estaba claro que esos dos iban a terminal mal.

Yo intentaba consolar a Miguelín, leyéndole la biblia para exorcizar sus demonios. Ni siquiera miraba qué pasajes le iba a leer, cualquiera servía, y él parecía no reaccionar.

—Padre, ¿se va a morir? —me preguntó Abel.

—No, hijo, no —contesté—. Esta alma no la pienso perder.

Aquello era insostenible. La gente no paraba de discutir. Teníamos que salir de allí, pero no sabíamos cómo. Cada idea que se exponía era más disparatada. El cerdo de Mateo propuso que mandásemos a Miguelín como señuelo, para salir nosotros por la otra puerta. De buena gana le habría arreado un golpe, pero fue Ana la que le paró.

—No serviría —dijo—. Ahora es casi uno de ellos y le ignorarían.

Ahora el golpe se lo merecía ella.

—Pero no podemos tenerlo aquí con nosotros —farfulló José Antonio.

Ahora se lo merecía él.

—¿Y adonde iríamos? —preguntó Rocío.

José Antonio propuso que nos ocultásemos en el viejo convento que hay perdido en el monte. No me pareció buena idea, el convento de los agustinos estaba muy lejos, pero recordé el licor de hierbas que hacían los monjes y reconocí que sería un buen refugio. Quedaba la cuestión de cómo íbamos a salir de allí. Yo dejé bien claro que nadie separaría al niño de mi lado. Mateo insistía en su idea. Fue Ana la que propuso que el militar era el más indicado para hacer de señuelo. Mateo reaccionó apuntándonos a todos con su arma.

—¡Qué te lo has creído, zorra! —exclamó el militar.

Gabriel, en un ataque de locura, se abalanzó sobre él. Lucía movía la boca como si gritara. Las puertas cedieron y los zombis entraron en la capilla, saltando sobre las trincheras. Mateo soltó a Gabriel y empezó a dispararles, pero eso tampoco les detuvo.

Miguel apareció corriendo de la nada y, arrebatándole una granada al militar, se abalanzó sobre la horda.

—¡Marchaos! —gritó.

Quise pararle, pero alguien me sujetó y me sacó por la puerta trasera. No paraba de gritar, los zombis salían por todas partes. Lo último que recuerdo fue ver la Iglesia saltar por los aires.

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Carta 23

Querida Teresa:

Me quiero morir, te juro que me quiero morir.

No sé como he llegado hasta aquí, solo recuerdo ver explotar la iglesia, solo recuerdo ver morir a Miguel. Ese estúpido cabezón se empeñó en ser un héroe. Su tío, el policía estaría orgulloso. ¿Te lo puedes creer? El muy idiota está muerto. ¡Habría sido mejor que se lo hubieran comido sus padres!

Le fallé, hermana, le he fallado a él, a Dios, y a mí mismo.

Descansa en paz, Miguel.

Cuando desperté, el pequeño Abel me acariciaba la cabeza como si cuidara de un bebé. Tenía los ojos llorosos y supuse que lamentaba la pérdida de su amigo. La niña repelente apareció con una botella de vino de Chiclana para mí. No dijo nada, ni siquiera se burló. La pobre se asustó cuando le arrebaté la botella de las manos, y me aferré al bendito licor como única salvación. Nos encontrábamos en un oscuro almacén. Todos parecían muy tristes, Rita, José Antonio, Ramona. Como si fuera un funeral. Lucía había preparado unos bocadillos de atún con pan rancio para los niños. Nadie decía nada. Eché en falta a la chica del pelo verde.

—¿Donde está tu hermana? —le pregunté a la niña.

—Se ha ido con el soldado a buscar a mi hermano —contestó Abel.

Entonces recordé, como fogonazos, nuestra huida del pueblo. La explosión, los disparos, los zombis, el maestro cargando conmigo. Todo era muy borroso. Vi al militar disparando a todas partes, y al muchacho golpear a los zombis con su bate de béisbol. Intenté recordar la promesa que le hice antes de que le perdiéramos.

—Pobre Gabriel —pensé.

Quise abrazar al chiquillo, al fin y al cabo ambos habíamos perdido a alguien, pero luego me lo pensé mejor y tomé un trago de vino.

—¿Donde estamos? —pregunté.

—En el refugio de montaña —contestó José Antonio.

Quise pensar que habíamos salido de aquella pesadilla, pero entonces vi que el sitio estaba desolado. José Antonio me contó que cuando llegamos allí no encontraron supervivientes ni cadáveres, ni siquiera zombis, sólo un refugio abandonado. La estanquera no paraba de preguntarse qué habría pasado ahí. Me costó un par de tragos de vino asimilar todo aquello. Ya llevábamos dos días ahí y yo no me había enterado. Me dio por pensar cómo le iría a Ana con el cerdo de Mateo, si a él se le ocurriría hacerle algo, y si ella se lo permitiría. Abel estaba dibujando nuestra ruta en un mapa arrugado, con una pintura roída. Era el mapa de Miguelín. Parecía que aquel niño podía entender las indicaciones que Miguel había escrito con su letra de chichinabo. Lucía vio mi cara triste y me sacó a pasear por el allí. El panorama era terrorífico, no había ninguna muestra de vida, sólo casquillos de balas y charcos de sangre. Estaba claro que el ejército había intervenido. Me pregunté por qué se habían llevado los cuerpos. ¿Qué estarían planeando el militar del mostacho y sus soldados?

Me decidí a salir fuera para tomar un poco el aire. Entonces vi una sombra en la entrada. Era uno de esos malditos monstruos. Jadeaba y se retorcía, sin moverse de ahí. Cuando me miró con sus ojos amarillos, me quedé paralizado. En cualquier momento saltaría sobre mí, pero era incapaz de reaccionar. Cuando oí chillar a Ramona, comprendí que no me miraba a mí, sino a ella, que permanecía asustada en la puerta del refugio. Era Bernardo, su marido, o lo que antes fue Bernardo. Ahora se le veía babear la conocida sustancia verde. Daba la impresión de que había estado buscándola todo este tiempo. La sangre se me heló cuando pensé en los restos de su hija, enterrados en el patio de la iglesia. Fue un momento muy tenso, él miraba y gruñía, pero no se decidía a atacar.

Ya estábamos dando por hecho nuestra muerte, cuando unos disparos le reventaron la cabeza. Creí que era Miguel, que había vuelto a salvarme, pero se trataba del militar, que venía con Ana. Ella estaba muy triste, pero no quise preguntar. Entré corriendo en el almacén, a buscar más vino.

 

Todo esto es un misterio, pero por fin he conseguido relajarme. Aquí no hay luz ni agua corriente, pero el almacén está repleto de comida y bebida. Ramona nos ha puesto unas latas de fabada frías para cenar. La pobre no para de llorar. Me gustaría poder consolarla, pero hace mucho que no quiere cuentas conmigo. Me gustaría poder consolar también al pequeño Abel, pero ni siquiera puedo consolarme a mí mismo, solo beber vino.

 

Esto es mucho, hermana, ya no puedo con tanto, solo quiero morir.

 

P.D.: Padre, si de verdad existes, sálvanos o mátanos de una vez por todas.

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Carta 24

Querida Teresa:

Desperté viendo al Diablo reflejado en la cara de Miguel mientras corría con las granadas que le cogió al militar. Ahora no sé si es un recuerdo o una pesadilla. Ese ya no era Miguel, era un alma poseída por el Maligno. Aún así, nos salvó la vida en lugar de devorarnos uno a uno.

Mi espalda se resintió en aquel incómodo camastro. Cada día que permanecemos en este maldito refugio, más nos exponemos a que nos descubran. Si el zombi de Bernardo pudo seguirnos, nada indica que los demás no puedan hacerlo. Lucía ha encontrado los enseres de limpieza y se ha empeñado en sacarle brillo al lugar. Por mucha lejía que le eche, no va a quitar ese olor a muerte. Ramona no para de decirme que tendríamos que salir de ahí. La pobre lo ha perdido todo y aún así sigue teniendo ganas de sobrevivir, pero Ana se empeña en esperar a Gabriel, a pesar de que fue ella la que dijo que no se pararía por nadie. Ya no parece la misma chica insolente, segura de sí misma; hasta creo que se le está destiñendo el verde de su pelo. Cada dos por tres se va a buscar al muchacho por el monte. El soldado ya no la acompaña, se ve que le dijo algo que le molestó o que intentó aprovecharse de ella y no pudo. Ahora se pasa el día fuera, controlando el perímetro. Todos nos quedamos más tranquilos así, sobre todo Lucía, y no porque él esté vigilando, sino porque no está aquí incordiando. A cada día que pasa, está más insoportable. No me importaría que los zombis nos encontrasen si con eso conseguíamos que se lo comieran, pero claro, él es el único del grupo que tiene armas de fuego, aunque no creo que le quede mucha munición.

Lo peor de todo es que se me está acabando el vino, y no puedo aguantar al tontito de Abel preguntando sin parar por su hermano. ¡Maldita sea la hora en que su maquinita se quemó en la iglesia! Menos mal que todavía conserva su apestoso osito de peluche, y que Nataly le distrae jugando a buscarme alcohol. Se ve que su hermana la tiene bien enseñada. Hoy me ha conseguido una botella de aguardiente, al final le cogeré cariño a esa niña repelente, aunque me llame “grajo borracho” a mis espaldas.

No soporto este olor a lejía y muerte, aunque tape el pestazo a la comida que preparan Rita y José Antonio. La feliz pareja actúa como si estuvieran de luna miel, sin preocuparse de que se acaba la comida.

Mateo ha acudido al olor de la comida, por así decirlo. Ha gruñido, ha gritado que estaba hasta los co…, bueno, hasta ahí de tener que esperar al mari…nazo de Gabriel, y ha empezado una discusión, pero Ana le ha callado, al llegar.

—¡Me cago en tu puta calavera! —le ha gritado sin cortarse un pelo.

La muchacha ha llegado descorazonada, no ha encontrado ni rastro de Gabriel, ya casi le da por muerto.

El miserable de Mateo les ha dicho a las chicas que si no le hacían algún “favor”, no seguiría allí, protegiéndonos, y se iría. Por un momento creí que Lucía se le iba a echar encima, cuchillo en mano, pero Ana la ha sujetado. Me da la impresión de que la estanquera está dispuesta a hacerle un servicio para que la saque de ahí.

Bendigo a la pequeña Nataly por conseguirme esta botella de aguardiente.

Como ves, hermana, ha sido una tarde movida. Pero los ánimos se calmaron con la cena que prepararon el maestro y la frutera. Esa bazofia le quita las ganas de discutir a cualquiera. Ahora los niños se han dormido, y hemos organizado los turnos para vigilar. Por alguna razón, no cuentan conmigo para ese menester, pero no me importa, eso me da más tiempo que dedicarle a la botella. Mucho me temo que mañana cogeremos las provisiones que nos quedan y partiremos, dando por muerto a Gabriel. ¡Pobre muchacho! ¿Qué habrá sido de él? Lo siento por el pequeño Abel, primero el accidente de sus padres y ahora esto. Deberíamos haber sacrificado a los niños, hace tiempo, para que no sufrieran. Debería haber hecho caso a nuestro padre y estudiar económicas en vez de hacerme cura en este pueblo dejado de la mano de Dios.

No sé qué pasará mañana, no sé si llegaremos al convento, ni si tan siquiera saldremos de aquí. Ahora que sé que el Diablo existe, estoy seguro de que Dios tiene que existir. Sólo me queda averiguar de qué lado está.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 25

Querida Teresa:

Aún seguimos aquí. Habíamos acordado que nos iríamos de este refugio, pero Ana se ha empeñado en quedarse a esperar a Gabriel, provocando una terrible discusión. Mateo se puso histérico, amenazándonos otra vez con su arma. Gritaba y maldecía. Ana no dijo nada, se limitó a sentarse en el suelo, junto a los niños, en señal de protesta. No dejaba de mirar el reloj, como si el muchacho fuera a venir en cualquier momento. Lucía se sentó con ellos, las miradas que lanzaba al soldado eran más mortíferas que sus balas. El maestro y la frutera también se unieron al grupo. Ahora eran una piña. Mateo no se tomó nada bien.

—¡Sois unos gili…s, os van a matar aquí por culpa de ese chulito de mierda! —gritó mientras salía por la puerta.

Por un lado era un consuelo librarse del maldito militar, pero yo también quería irme. La pequeña Nataly me dio una botella de whisky barato para que me quedara. La jodía me está racionando el alcohol. Esta es más puñetera que su hermana.

Por un momento me olvidé de todo, de los zombis, de Gabriel, de los militares, del hambre, del sabor del buen whisky…

Cuando desperté, ya era mediodía. Ramona estaba sentada a mi lado, me había traído una lata de mejillones y un tenedor de plástico para comer. La pobre estanquera estaba muy triste, como cuando venía al confesionario, a contarme las palizas que le daba su marido. Lamenté no haber podido ayudarla, ni a ella ni a su hija. Por fin me miró a los ojos. Le pedí perdón, aunque se me escapó un eructo. No pareció importarle. Me cogió de la mano y dijo que ya no tenía ninguna razón para vivir, que se iba a volver al pueblo, que quería morir en su casa. Intenté contestarle algo, pero sólo pude soltar otro eructo. Ella sonrió, como si se tratara de una ridícula broma.

—No le culpo por lo de Rocío —dijo.

Agradecido, le di las cartas que tenía de los últimos días, por si quería echarlas en correos. Entre ellas había una de Miguel, para su tío el policía. Entonces me dio por llorar. Se fue sin decir adiós, no había nadie allí para impedir su marcha. Fue como despertar de un mal sueño. Hacía tiempo que mi reloj dejó de funcionar, pero me dio la impresión de que empezaba a atardecer. No cabe duda de que aquel whisky mal embotellado me estaba jugando malas pasadas.

Busqué a la gente por el refugio. Parecía que todos se habían ido, dejándome allí, solo y borracho. Las piernas me temblaban. No me atrevía a romper el silencio y despertar a los demonios que acechan en la sombra. Entonces vi a Miguel, sentado en un rincón. Estaba trazando una ruta en su estúpido mapa. Cuando abrió la bocaza, me di cuenta de que era el tonto de Abel. Su mohoso osito de peluche estaba sentado a su lado.

—¿Por dónde está el este? —preguntó.

Me entraron ganas de arrancarle el mapa de las manos. Él no sabía interpretarlo, nadie sabía interpretarlo, ni siquiera el cabezón de Miguel sabía interpretarlo.

Nataly apareció, cargada con mapas del monte. Estaban buscando el posible paradero de Gabriel. La miré con cara de perro pachón, quería pedirle más vino, pero en su lugar pregunté:

—¿Dónde están todos?

La niña me miró con tristeza y señaló la salida. No se burlaba de mí, esa cara decía que algo malo había pasado. No quería averiguarlo, pero fui a la puerta. Me encontré a Ana y a Lucía, inmóviles, mirando al suelo. Ahí yacía el cuerpo de Rita, José Antonio lloraba junto a ella, desesperado.

—¡Ha sido ese cerdo, ha sido él, cuando lo encuentre le mataré! —farfullaba sin parar.

Lucía intentó explicarme, como pudo, que la feliz pareja había ido al monte, a buscar a Gabriel, dejando así que Ana descansara un poco, pero no encontraron ni rastro del muchacho. Me habría enterado mejor si la chica se hubiera decidido a hablar, pero me esforcé por entender sus gestos. Por lo visto, ellos se separaron. Entonces José Antonio escuchó disparos y se encontró a su amada frutera, muerta.

—Sus manos se aferraban a esto —añadió, afectado, el maestro, enseñando un trozo de papel.

Lucía se quedó boquiabierta, yo también lo reconocí, era una etiqueta de una caja de alimentos del ejército, como las que Mateo le daba a cambio de sus servicios. Estaba claro que el maldito soldado guardaba algún secreto que Rita descubrió.

—Tenemos que enterrarla —Ana había recuperado la compostura y su sangre fría–, no podemos arriesgarnos a que el olor a sangre atraiga a los zombis. Bastante tenemos ya con que ese hijo de puta sepa dónde encontrarnos.

Entonces reaccioné, había que darle a esa mujer cristiana sepultura. Le dediqué una bonita misa, como en los buenos tiempos, hablando del sacrificio de nuestro señor. Cuando mencioné la resurrección, me dio un escalofrío al pensar que podría levantarse de la tumba, transformada en un demonio de esos. Por un momento, tartamudeé al ver como Nataly le daba una botella de vino a José Antonio, para que se calmase. Yo también quería, pero él la necesitaba más, y seguí con el funeral.

 

Ahora descansa en paz, no como nosotros que ya no estamos a salvo en este lugar.

 

Hemos cenado poco, no nos queda mucho. Mañana tendremos que replantearnos la situación. Creo que Ana empieza a asimilar la muerte de Gabriel. Lo siento por Abel.

No sé si podré dormir tranquilo, Lucía está de guardia y dudo que sea capaz de gritar si hay peligro. Sea lo que sea, ya te contaré.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D.: Dios bendiga a José Antonio, que ha compartido el vino conmigo.

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Carta 26

Querida Teresa:

He soñado con Miguel. El jodío cabezón había vuelto a mí, convertido en uno de esos demonios. Le acompañaban sus padres y su hermana. También venía Rocío, junto a la estanquera y el cerdo de su marido. Martín el del bar, Floro, el padre Leandro, Leocadio el policía, el señor Beltrán con la pequeña Candela, y hasta la señora Remigia. Era una enorme familia de monstruos conocidos dispuestos a devorarnos. Por un momento creí verte a ti, hermana, entre ellos. Cuando desperté, bendije al Señor por llevarse al pequeño a su lado y alejarlo de este infierno. Después le maldije por dejarnos a nosotros aquí.

Fue una noche muy larga, con los constantes cambios de guardia y las imparables idas y venidas de José Antonio, jurando y perjurando que mataría al militar. Las pesadillas impidieron que me durmiera más durante mi turno de vigilancia. Por si no era bastante la amenaza de los zombis, además teníamos a ese maldito soldado que tarde o temprano vendría a por nosotros. Cuando empezó a amanecer, la pequeña Nataly me trajo una botella de vino aguado, se ve que me necesitaban lo más sobrio posible. Seguro que fue cosa de su hermana.

Antes de abandonar el refugio de montaña, quise dar una pequeña misa por el joven Gabriel, pero Ana no me dejó, no había tiempo que perder. Abel nos guiaba, interpretando el mapa de Miguel, pero en verdad seguíamos a José Antonio. Queríamos llegar al lugar donde había encontrado a Rita y saber por qué Mateo la asesinó. El pobre maestro llevaba un bastón de montaña, como si con eso pudiera enfrentarse a aquel soldado entrenado para matar.

Caminar por esos bosques sí que era mortal, con tantas subidas y bajadas, y esos árboles que apenas dejaban pasar la luz del sol. Todos íbamos en constante tensión, atentos de cada ruido, de cada ramita que crujía, de cada respiración. Ni siquiera recuerdo cuanto tiempo estuvimos así, los pies me dolían y mi gaznate pedía a gritos un buen vino. La única que parecía saber por donde iba era Ana, rastreaba como los indios en las películas de John Wayne. De hecho, fue ella la que encontró una puerta de madera oculta entre los rastrojos. Era una especie de pequeño zulo bajo una loma. Nos costó mucho esfuerzo abrirlo. El interior nos dejó alucinados, era el escondite de Mateo. Estaba lleno de armas y de cajas con provisiones del ejército, como las que conseguía Lucía. A la pobre no le agradó la visión. Allí había una radio, un ordenador y un mapa que casualmente se parecía al que pintó Miguelín. Abel y Nataly lo miraban entusiasmados, pero fue Ana la que se dio cuenta de que en él habían marcados unos puntos rojos por el pueblo y de que en la pantalla del ordenador estaba escrito algo sobre un sujeto 1. Ahora sabíamos porqué mató a Rita, estaba claro que descubrió el sitio y lo que ocultaba, pero aún nos preguntábamos dónde estaba él. Bueno, se lo preguntaban ellos, porque yo estaba buscando entre los rincones, a ver si ese agujero tenía un retrete. Cuando Lucía me cogió del brazo, lamenté no haberlo encontrado. Me hizo darme cuenta de que no habíamos cerrado la puerta, de que nos habíamos metido en una trampa. Todavía no sé cómo pude entender sus nerviosos gestos, pero tenía razón, él podía estar allí mismo.

Fue un largo momento de silencio en el que nos mirábamos, inmóviles, sin saber qué hacer, cuando escuchamos unos pasos en el exterior. ¿Sería él? ¿Sería uno de esos monstruos? Ni siquiera nos atrevíamos a respirar. Pero la radio sonó bruscamente.

—¡Atención, Lobo Blanco, atención!

Todo pasó muy rápido. El maestro cogió el primer fusil que encontró, pero recibió un balazo en el estómago. El soldado entró de repente, y me empujó contra el ordenador. Golpeó a la muchacha con la culata del arma y agarró a la niña, de los pelos, arrastrándola hasta un claro del bosque. La pobre gritaba sin parar. Ana chillaba mientras él despotricaba apuntando a Nataly con el arma. El maldito no paraba de maldecir.

—¡No lo hagas, hijo, tú no quieres hacerlo! —no se me ocurrió nada más estúpido que decirle.

—¡No me joda, padre! —contestó— ¡Si ya estáis todos muertos!

Entonces una figura salió de entre los árboles y saltó sobre él.

—¡Hermano! —gritó el niño.

En efecto, era Gabriel el que forcejeaba con el soldado. La pistola se disparó y el cuerpo de la niña rodó por el suelo.

—¡Nataly! —Ana corrió junto a su hermana.

Aquello era terrible, la niña no respondía y el soldado iba a estrangular al muchacho. Me sentía inútil, sin saber a dónde mirar. Intenté sujetar a Abel, que no dejaba de gritar, pero sonó un disparo, y otro, y otro, y otro. El cuerpo sin vida de Mateo yacía sobre el exhausto Gabriel. El niño se me escapó y corrió junto a su hermano. Entonces vi a Lucía sujetando una pistola, apretando el gatillo compulsivamente, a pesar de que se había quedado sin balas. Te juro, hermana, que hubo un momento en el que me pareció oírla gritar.

Me costó mucho tranquilizarla. Por fin oímos llorar a Nataly, la niña estaba bien, solo se había dado un golpe en la cabeza, y Gabriel, aunque magullado, aún respiraba. Le cogí a cuestas, como pude, y volvimos al zulo para atender a los heridos. José Antonio se retorcía de dolor en la entrada.

Ana recuperó la cordura y su chulería habitual y se encargó de todo. Yo ya no aguantaba más y busqué entré las cajas hasta encontrar una botella de whisky. La asalté sin compasión. Todo lo demás me queda borroso. Los llantos, los murmullos… Lo último que recuerdo es escuchar como la radio decía algo sobre la destrucción del pueblo…

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Carta 27

Querida Teresa:

El whisky de los militares era bueno de verdad. Sí, ya sé que la situación no está para esas tonterías, pero hacía mucho que no disfrutaba de una borrachera tan buena.

No sé cuanto duró, ni tampoco me importa. El ambiente en el zulo era muy tenso. Ana intentaba cortar la hemorragia de José Antonio con los utensilios que había en un botiquín, pero sus conocimientos de primeros auxilios no eran suficientes y la herida no dejaba de sangrar. Gabriel discutía con ella sobre no sé que cosa. Ambos gritaban sin parar. Por un momento, me pareció oír a Lucía exclamar “joder, joder, joder”, seguramente fue por los efectos de el alcohol. Yo estaba ajeno a todo aquello, acurrucado en mi rincón, observando como Nataly hurgaba en el ordenador y Abel tonteaba con los mapas. Nada de eso me importaba, me sentía tranquilo y feliz, pero la radio volvió a sonar.

—¡Atención, Lobo Blanco, atención!

Nos quedamos mudos, aquella voz me había sacado de mi ensoñación.

—¡Atención, Lobo Blanco, atención!

La radio reclamaba con insistencia la respuesta del soldado cuyo cadáver yacía como trofeo a la entrada del refugio.

Ana miraba al aparato con preocupación.

—¡Repito, Lobo Blanco! ¿Está ahí? ¡Maldita sea, soldado, responda!

—Se anula Operación Lobo Blanco —sonó la voz del jefe militar—. Procedemos a la siguiente fase.

—Operación Exterminio —susurró Ana.

—¿Cómo? —exclamó Gabriel sorprendido— ¿Operación Exterminio?

Ana intentó explicar que su hermana había leído los planes del ejército en el ordenador, pero Gabriel entró en cólera y empezó a despotricar contra ella, hasta que se desmayó debido al cansancio. Ana se puso histérica, me zarandeó y me gritó que teníamos que salir de ahí. Lucía se agachó junto a Gabriel, agitaba los brazos como una posesa, intentando explicar algo, yo entendí perfectamente que quería que cogiéramos las armas y acabáramos con los soldados. Las dos chicas se enzarzaron en una extraña discusión, en la que la una chillaba y la otra gesticulaba. Parecía que más que discutir por su supervivencia, lo hacían por Gabriel.

Entonces reaccioné.

—¡Se acabó! ¡Nos vamos de aquí! —ordené— ¡Ya no podemos hacer nada por la gente del pueblo! ¡Seguimos con el plan y nos vamos al convento!

No me reconocía a mí mismo. A los niños les encargué de llevar los alimentos, cargando a los pobres con dos mochilones. Las chicas se ocuparon de las armas. Yo llevaría a Gabriel sobre mis hombros. Lucía me recordó que José Antonio seguía ahí.

—No os preocupéis —el maestro agonizaba—, ya no podéis hacer nada por mí. Tarde o temprano los militares llegarán, o los zombies olerán el cadáver que hay fuera, y yo moriré.

Quise darle la extremaunción, pero no me dejó.

—No hay tiempo, Padre, tenéis que marcharos ya. Dejarme un arma y explosivos para que cuando lleguen los unos o los otros, les haga reventar.

Bendito maestro, Dios lo tenga en su gloria.

 

Está anocheciendo. Ha sido una larga marcha por el monte y la espalda me duele horrores. El pesado de Abel ha estado todo el camino a mi lado, preguntándome si su hermano se iba a morir. Me caía mejor cuando se pasaba el día pegado a su estúpida maquinita, sin decir nada.

Hemos parado en un claro del bosque a descansar. Gabriel se encuentra mejor y se ha ofrecido a vigilar, creo que está enfadado con Ana. La jodía Nataly se burla de mí porque no sé cómo sujetar un arma, pero no me importa, tengo mi mochila llena de botellas de whisky y pienso pasar la noche en paz.

Si no salimos de esta… Bueno, creo que ya te he dicho que te quiero y todo eso. Empiezo a pensar que a lo mejor podemos salvarnos.

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Las chicas están intranquilas, Ana afirma haber escuchado extrañas pisadas. Dice que no son de soldados ni de zombis.

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Carta 28

Querida Teresa:

Ya estamos en el convento, pero no recuerdo cómo hemos llegado. La terrible resaca que me atormenta indica en qué estado debí recorrer el camino. Me duele todo el cuerpo, pero no me importa, ya estamos aquí y estamos a salvo.

Todos parecían muy inquietos al encontrarse todo tan oscuro y silencioso. Cómo se nota que nunca han estado en un convento de frailes, aunque a mí lo que me asustaba era verlos a ellos así, armados hasta los dientes. Ahora que lo pienso, no dejaba de ser raro todo aquello, sin murmullos de gente rezando, ni los gruñidos de algún fraile quisquilloso que nos indicara que eso era un convento de clausura. Creo recordar que grité preguntando si había alguien y Lucía me miró como si hubiera invocado al mismísimo diablo. Ana farfulló algún tipo de maldición entre dientes. Conociéndola, seguro que se cagó en la madre que me parió, qué Dios la tenga en su gloria. Fue Gabriel quien acabó con ese momento tan estúpido, con esa forma suya de hablar, sacada de las películas. Nos dividió en grupos para inspeccionar el sitio y asegurar el perímetro y no sé que más sandeces. Él se fue con Ana, por el ala oeste. No paraban de discutir. Lucía se encargó del lado este, iba con un muchacho andrajoso que me miraba de mala manera. No sé de donde lo había sacado, pero no me gustaban nada sus pintas. Ella le trataba como si fuera su madre y a él no le hacía ninguna gracia. Estaba claro que la pobre muchacha había encontrado una nueva distracción.

A mi me asignaron no sé que lado y me encasquetaron a los niños. A ellos no les hacía ninguna gracia tener que ir por estos terroríficos pasillos centenarios en mi compañía. El caso es que los perdí de vista enseguida, ellos iban a lo suyo, diciendo cosas de fantasmas, y yo a lo mío, vagando como un alma errante por esos fríos pasillos. Allí no había nadie, ni frailes ni zombis, ni ángeles ni demonios, ni cadáveres ni manchas de sangre. Cuando me quise dar cuenta, estaba en lo que parecían ser las dependencias del abad, que al contrario de lo que se pueda pensar, eran bastante lujosas, con un gran despacho, un enorme dormitorio y su cuarto de baño. Hay que reconocer que estos padres agustinos saben cómo vivir. Al ver que había agua caliente no pude resistirme a darme un baño relajante. Fue allí, arrugándome en el agua, cuando sentí verdaderamente lo magullado que estaba mi cuerpo. Intenté, una vez más, recordar lo que había pasado, pensé en lo siniestro que era todo eso, pero yo no quería amargarme con esos pensamientos y aproveché que estaba en paz y quise disfrutar del momento. El jodío abad tenía sales aromáticas y todo. Aquello fue mano de santo, aunque hubo un momento en que me pareció oír un extraño ruido, como si una de esas bestias infernales acechara, pero yo estaba tan abstraído que no hice caso. Una vez seco, me acosté en la cama del abad, que era extremadamente acogedora, digna de un papa, santo o corrupto, da igual.

No sé cuanto tiempo pasé durmiendo, pero estuve en la gloria, sin visiones ni pesadillas, sin preocupación alguna, hasta que el hambre me despertó. Una vez más escuché el extraño ruido, pensé que eran mis tripas, pues allí todo estaba en su sitio, ordenado como si la gente hubiera salido un momento a atender un recado. Entonces me di cuenta de que estaba desnudo y busqué ropa en el armario. Allí encontré todo tipo de vestiduras de fraile, desde las más humildes a las más opulentas, pero me conformé con una sotana que, aunque me iba un poco grande, me servía. El muy vanidoso del abad tenía un espejo de cuerpo entero, pero no quise mirarme porque seguro que estaba ridículo. Observando las fotos y reliquias que había en la estancia, me acordé de Miguelín, aquí estaría muy a gusto. Por un momento pensé en el cansino de Abel y la boba de Nataly, esos pobres niños que habían dejado a mi cargo y yo los había perdido en este convento dejado de la mano de Dios, pero las tripas me volvieron a rugir y me fui a buscar la cocina. Corrí por los pasillos intentando no hacer ruido, con el miedo de cruzarme con Gabriel o con Ana, y me preguntaran por sus hermanos. Por suerte, encontré el comedor sin ningún problema, cuando has estado en un convento te los conoces todos.

Era una sala gigantesca, dispuesta para que en ella comieran cientos de frailes, pero allí no había nadie, solo una gran mesa y un montón de taburetes. En la cocina no había nada descolocado, ni migas en la encimera, ni cacharros en la pila, ni siquiera una rata correteando por el suelo. Empezaba a cansarme de tanta tranquilidad. Cuando encontré la despensa, se me abrió el cielo. Estos santos padres tenían de todo. Solo me faltaba encontrar la bodega donde guardaban su famoso licor de hierbas, pero me conformé con una botella de vinillo dulce que había en un armario. Cogí unos restos de carne guisada con patatas que guardaban en una fiambrera, una hogaza de pan duro, y me dí el banquete padre.

 

No te lo vas a creer, pero ahora tengo la tripa revuelta, creo que la carne estaba pasada de fecha, aunque a mí me ha sabido a gloria bendita, a pesar de ese saborcillo rancio que he notado. Supongo que es mi penitencia por haber disfrutado cuando los demás sufren. No importa, no pienso lamentarme por eso, aún me queda media botella de vino.

 

Perdona, hermana, pero voy a dejar la carta aquí. Acabo de escuchar un extraño ruido y ya no puedo asegurar que sean mis tripas.

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Carta 29

Querida Teresa:

Todavía estoy aquí, hermana, a pesar del susto que me llevé.

Después de haberme dado un baño calentito, de dormir en una cama mullida, y de ponerme ropa limpia, me sentí a salvo. Cuando encontré carne y vino en la cocina, alcancé la gloria, pero entonces oí un extraño ruido dentro de un armarito, y recordé dónde estaba. En un principio creí que se trataba de una rata y me dio miedo abrir, pero luego pensé que podría ser un zombi y entonces me entró auténtico terror. Sí, ya sé que una persona no entraría ahí, pero me acordé aquel grajo endemoniado que se coló por las cristaleras de mi iglesia, que si no llega a ser por Miguelin… La puerta volvió a sonar, mi reacción fue la de salir corriendo, pero una especie de morbosa curiosidad me empujaba a saber qué era eso, como cuando éramos críos y me hacías hurgar en el panal de las abejas. Me sentí como un idiota, yo temblaba y el armario también. Me terminé la botella de vino de un trago y abrí como el que no quiere la cosa. Dentro había una extraña figura encogida de una manera inhumana. Casi me lo hago encima cuando saltó sobre mí, pero reaccioné con rapidez y le aticé con la botella en la cabeza. Yo estaba histérico, no paraba de mirarme a ver si me había mordido en alguna parte, pero entonces vi como él se acurrucaba en un rincón, maldiciendo como un poseso. Cuando escuché que lo hacía en latín, me di cuenta de que sólo era un pobre hombre en calzoncillos, que sabe Dios cuántos días había permanecido ahí escondido.

—¡No me pegue, padre, que yo también soy del clero! —me imploró.

Se presentó como el hermano Tomé, le hizo gracia cuando le dije mi nombre, como si se tratara de alguna señal del cielo. Yo más bien creo que era una broma de mal gusto del Señor. Él me empezó a preguntar que de dónde venía, y yo que qué había pasado. Estábamos muy nerviosos y no nos poníamos de acuerdo. Me contó algo de que el hermano Fabián había sido poseído por el demonio. No se le entendía muy bien y le pregunté por la bodega. Me dijo que era peligroso ir ahí, pero yo insistí. Me indicó un armario donde guardaban unas cuantas botellas de vino. Abrí una de Rioja, mientras él seguía contando como se extendió la maldición por el convento, sin dejar de mirar a su alrededor. Se tranquilizó un poco cuando le ofrecí un par de tragos. El muy idiota pensaba que había venido para ayudarle. Le expliqué, más o menos, lo que pasó en el pueblo, pero en ningún momento le iba a contar lo de la joven Rocío o lo del pobre Miguel. Los retortijones me obligaron a parar la narración y preguntarle por los servicios. Cuando me condujo a los lavabos del comedor, me sorprendió ver lo limpios que estaban, a pesar de las burradas que me había contado el hermano Tomé. Casi que me dio vergüenza mancillar el retrete con mis…, bueno, ya sabes.

Una vez que descargué y con el cuerpo ya relajado, me acordé de los pobres niños que había perdido. Si era verdad lo que el fraile me decía, podrían estar en peligro. El pobre hombre se asustó cuando tiré de la cadena, pero se le pasó al beber otro trago de vino.

—Tomad y bebed todos de él —se puso a recitar, con el rostro sombrío—, porque esta es mi sangre, sangre de la alianza nueva y eterna…

Le interrumpí. No tenía yo el cuerpo para eucaristías y le sugerí que fuéramos a su estancia a por un poco de ropa. Se negó, decía que lo primero que teníamos que hacer era encontrar a esos niños que le había mencionado. Parecía un loco escapado del manicomio, pero tenía razón, el tontito de Abel y la asquerosa de Nataly estaban perdidos por ese enorme monasterio dejado de la mano de Dios, lleno de enrevesados pasillos en los que retumbaba nuestra respiración. Los tablones del suelo crujían a cada paso que dábamos, aquel silencio no auguraba nada bueno. El hermano Tomé tiritaba de miedo, o de frío. Había un montón de rincones oscuros en los que se podría esconder algún demonio maloliente. Esos muros de piedra ancestrales parecían respirar. Cada vez íbamos más despacio, cuando una extraña figura surgió de una esquina y se echó sobre mí, arañando y gruñendo. Yo estaba histérico y no paraba de gritar, me estaba mordiendo. Entonces una voz dijo “¡no!”, y la criatura se apartó. Se trataba del niño mugriento que iba con Lucía. Me sorprendió pensar que había sido la joven la que había hablado. El niño corrió a su lado, como un perro fiel que obedecía una orden. Le maldije, ella no hizo caso y señaló al otro lado, como preguntando quién era ese hombre en calzoncillos que se acurrucaba como un ovillo tembloroso. Cuando se lo fui a explicar, aparecieron Abel y Nataly, alertados por los gritos. Al pequeño le entró la risa tonta al ver la escena. Nataly se burló, nos llamó mamarrachos. El niño andrajoso se unió a la fiesta, sus risotadas sonaban muy fuertes. Me enfadé, y mucho, así que les ordené que se callaran, que no estábamos para tonterías, teníamos que volver con Gabriel y Ana. Lucía asintió con la cabeza y se puso al mando del grupo, convenciendo al fraile para que nos guiara por el convento. Le obligó a que cogiera algo de ropa en una de las celdas.

Como ya he dicho antes, aquello era enorme. Debimos de registrar cientos y cientos de habitaciones, todas vacías, todas limpias y ordenadas como si allí no hubiera pasado nada. Ni si quiera sabía si estábamos en el ala norte o en el sur, pero ya me estaba cansando de los cuchicheos de los niños, del silencio de la joven y de los tiritones del hermano Tomé. Se me acabó el vino y ya no pude más. Agarré al fraile de la solapa, dispuesto a preguntarle una vez más qué narices había pasado ahí, cuando escuchamos un extraño ruido en una de las estancias. Los niños se callaron de golpe, a mí se me heló la sangre y solté al fraile, que se volvió a acurrucar en un rincón. Lucía sacó una pistola de la mochila y abrió la puerta de una patada.

¡Menudo susto me llevé!

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Carta 30

Querida Teresa:

Es el fin, hermana. Debí darme cuenta cuando la joven Rocío entró en mi iglesia, dispuesta a matarme. Debí verlo cuando los padres de Miguel intentaron comérselo. He estado borracho todo este tiempo, y no he querido reconocerlo, pero ahora lo sé. Vamos a morir aquí, en este monasterio perdido de la mano de Dios.

Estábamos profanando el lugar, utilizando los muebles y las esculturas para bloquear las puertas, asegurando las ventanas con los bancos y las mesas. Todos trabajaban y apuntalaban a destajo. El chulito, la chunga, el fraile, la muda, y el chico raro, creo que se llama Wolfgang o Amadeo. La tonta de Nataly y el memo de Abel también ayudaban a su manera. No sé si se daban cuenta, pero nos estábamos preparando para el fin del mundo. Gabriel no paraba de discutir con Ana, le exigía que le contara todo lo que sabía. Ya ves tú, como si eso fuera a servir de algo. De vez en cuando, el muchacho le preguntaba al hermano Tomé que narices había pasado ahí. El jodío tenía discusiones para todos. Yo estaba loco por ir a buscar vino a la bodega, no podía aguantar más tiempo sobrio.

De repente, alguien golpeó la puerta con furia. Las chicas, asustadas, sacaron sus armas. Gabriel creyó reconocer la voz que gritaba al otro lado y abrió la puerta después de mucho esfuerzo. La habíamos bloqueado tan bien que le tuvo que ayudar Lucía. En efecto, el chico que entró debía ser amigo suyo, porque se le veía tan arrogante como él. La sorpresa venía detrás suya, era aquella científica insolente que hizo tan buenas migas con Miguelín. Parecía como ida. La muy puñetera me lanzó una mirada asesina al comprobar que el pequeño no estaba conmigo. Entonces me fijé en sus ojos, inyectados de un extraño tono amarillento, y en su boca ensangrentada. Gabriel, alertado, agarró el bate dispuesto a golpearla, y las chicas la apuntaron con sus pistolas. Pero el muchacho, me pareció escuchar que se llamaba Esteban, se puso delante para protegerla. Los dos amigos discutieron. Hubo un momento en que creí que se iban a pegar, pero Esteban gritó que no había tiempo para eso, que los militares llegarían en cualquier momento. Todos se volvieron locos, todos menos Iria, que permanecía callada en un rincón, mirándome fijamente.

Ana se puso a dar órdenes como un general. Nos separó en grupos, distribuyó las tareas y repartió las armas. Gabriel le preguntó al fraile sobre los planos del monasterio, pero ya era tarde para eso. Se oyeron llegar unos camiones. El chico, desesperado, me encasquetó a Nataly y Abel. Me dijo que los escondiera en lugar seguro. No me lo pensé dos veces, era mi oportunidad de alejarme de todo eso. Me llevé a los niños a la fuerza, pues no querían irse conmigo y preferían luchar junto a sus hermanos.

Después de mucho correr y mucho discutir, nos dimos cuenta de que nos habíamos perdido por los pasillos del monasterio. El niño decía que era por la derecha, la niña que por la izquierda, yo sólo quería seguir avanzando. El hermano Tomé pasó corriendo, como alma que lleva el diablo. Empezamos a seguirle, pero aquél loco corría mucho y esos pasillos eran muy enrevesados. No tardamos en perderle de vista. Ya no se le oía corretear. El silencio era sepulcral. El pequeño Abel se agarró a mi mano y Nataly farfullaba entre dientes, para que no se notara que también estaba asustada. Frente a nosotros había una enorme puerta entreabierta. Pensé que el cobarde fraile se había escondido ahí y decidí pasar. Era una preciosa capilla de estilo románico. Me quedé embobado ante el enorme Cristo que presidía el retablo y me miraba con seriedad, como si quisiera advertirme de algo. Entonces la puerta se cerró de golpe. Pudimos notar como alguien la bloqueaba desde fuera mientras se oía al loco fraile gritar algo de que nos íbamos a pudrir en el infierno. Los niños se agarraron con fuerza a mi sotana, nos dimos cuenta de que había un montón de frailes sentados en los bancos. Habían permanecido inmóviles, como si rezaran en silencio, hasta que el portazo y los gritos de Tomé les advirtió de nuestra presencia. Aquellos malditos no estaban orando, solo esperaban a que alguien les trajera algo de comer, y esa comida éramos nosotros. Sus ojos amarillos nos miraban fijamente. Ese fraile del demonio nos había traicionado.

Por alguna razón que no llego a entender, esos monstruos con sotanas rasgadas no saltaron sobre nosotros, pero se acercaban lentamente, con ese hedor a muerte que desprendían. Los niños lloraban en silencio y yo miraba, desesperado, a Jesús en mitad del Pantocrátor, todopoderoso entre el alfa y la omega, con una extraña expresión que parecía disculparse por no poder ayudarnos.

Entonces me entró una locura que me hizo agarrar con fuerza un crucifijo que había en el bolsillo del hábito y alzarlo exclamando:

–¡Ego sum lux mundi!

Los zombis frailes parecieron reaccionar ante las palabras del Señor, retrocediendo un par de pasos, y yo me puse a recitar, a grito pelado, todo lo que se me ocurría. Rezos, salmos, parábolas y cánticos religiosos. Les llamé hipócritas, les llamé sepulcros blanqueados, les solté miles de retahílas de la Biblia. Los pequeños, a mi espalda, gritaban de vez en cuando algún “aleluya”, siguiéndome el juego; hasta que uno de esos diablos se me echó encima, y el resto le siguió.

En ese momento, la puerta se vino abajo. Escuche disparos, sentí un forcejeo, oí a Gabriel y a Ana, note como me quitaban a los muertos de encima y vi cómo los niños se abrazaban a sus hermanos. Me quedé tirado en el suelo, llorando con desesperación, hasta que alguien me preguntó si estaba bien. Me levanté, histérico, y me fui corriendo por los pasillos.

Ahora estoy en la bodega. No sé cómo he llegado hasta aquí, ni cuantas botellas me he bebido, pero todavía sigo temblando. Como ya te he dicho, este es el fin.

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