Carta 29

Hola prima:

Al oír esos murmullos tan cerca sentimos como la esperanza nacía, era la primera vez en mucho tiempo que escuchaba la voz de otro ser humano.
Prima, hay personas intentando sobrevivir al igual que nosotros. ¿Cuántos serán? ¿Cómo habrán sobrevivido? Mil preguntas se amontonaban en mi mente. Apuré el paso, quería verlos, saludarlos, conocerlos.
Sebas me agarró del brazo. Me detuve mientras giraba la cabeza hacia donde él y Ana tenían la vista clavada. Desde una ventana que daba a la calle principal se veía un destello rojo que bailaba dulcemente, una luz que se acercaba a nosotros. A los pocos segundos escuchamos una explosión, el fuego penetraba en el edificio lamiendo los muebles y las cortinas, propagándose con voracidad.
Ana nos gritó: “correr”.
Antes de que terminara de hablar ya estábamos saltando por la ventana. Con cada paso que me alejaba del ayuntamiento sentía una punzada de dolor. Ahora que habíamos encontrado supervivientes, que la esperanza crecía, me alejaba de ella como si fuera la peste.
Los vi al cruzar la calle. Eran militares con trajes ignífugos que portaban lanzallamas. Estaban quemando la horda de zombis que minutos antes había esquivado. Los pobres condenados intentaban escapar, pero sus pasos y movimientos eran lentos y torpes, chocaban entre ellos mientras gruñían. Me di cuenta en ese momento, los había deshumanizado, los trataba y los veía como monstruos a los que gustosamente habría quemado con mis manos, pero esos gruñidos y ese afán de supervivencia significaba que su instinto primario estaba intacto, me hizo preguntarme hasta qué punto eran o no humanos.
El olor a carne quemada invadía todo el pueblo, y la enorme humareda llego al cielo con una nube negra. No nos quedamos para ver el final, ya lo sabíamos.
De repente las temperaturas subieron y el aire era irrespirable. No los veíamos, pero había muchos más focos de fuego desperdigado por el pueblo. Era la manera más rápida de eliminar cualquier prueba o rastro de lo ocurrido en este lugar. Querían hacernos desaparece a ojos del mundo, como si fuéramos una vergüenza o una plaga que debe ser eliminada.
Todo el pueblo brillaba en tonos rojizos. Se escuchaban horribles gruñidos que nos desgarraban. Nosotros habíamos vivido aquel infierno y se nos hacia un nudo en la garganta al escuchar a nuestros vecinos gritar, ¿Cómo podían los militares quemarlos vivos sin pestañear?
Reptamos con cuidado por varias calles. Hubo un momento en que los tres nos quedamos quietos, escuchando una voz suplicante, era de una mujer que se encontraba en el interior de una casa de dos plantas. Era una superviviente, se había mantenido oculta en aquel lugar durante todo este tiempo. La mujer suplicaba a alguien que no la matara, acto seguido escuchamos sus gritos de dolor.
Ana agarró la mano de Sebas con fuerza, ya sabíamos cuál sería nuestro destino si nos encontraban.
Ya faltaba poco para salir del pueblo, sólo una calle más y accederíamos al monte a través de una parcela donde descansaba la estructura de una casa que jamás sería terminada.
De entre los matorrales, salió un soldado que se estaba abrochando el traje, seguramente había parado para orinar. Nos los encontramos de frente, nosotros tres y él. En su mano llevaba el lanzallamas, si apretaba el gatillo estábamos muertos.
Sebas observaba el lanzallamas, creo que pensaba lanzarse sobre el militar para arrancárselo de las manos. Ana estaba temblando y yo solo observaba, sabía que llegaría el final en algún momento, pero quería vivir un minuto más.
Ante esa tensión no nos dimos cuenta que detrás del militar algo se estaba moviendo. Un gruñido y dos zombis salieron de detrás y se abalanzaron hacia él. El hombre apretó el gatillo esperando quitárselos de encima, pero ellos seguían desgarrando y arrancando el traje ignifugo que lo protegía.
No sé cómo termino la pelea, corrimos con todas nuestras fuerzas hacia el monte, necesitábamos escondernos de todos ellos. Teníamos que ponernos a salvo. Nos faltaba el aliento y el corazón golpeaba nuestro pecho como si quisiera escapar.
De repente sentí un dolor puntiagudo en el estómago, ya casi se me había olvidado lo horrible que era. Me paré en seco mientras palpaba mi vientre hinchado y duro. Estaba tan hambrienta.
Ana y Sebas se pararon a unos metros. Me observaban preocupados, pero también precavidos. Son listos, saben que en esos momentos de hambre me cuesta ser yo misma.
Respiré profundamente varias veces, pero el olor a carne quemada volvía a darme hambre, creí volverme loca. Estuve de cuclillas durante un buen rato.
Sebas se sentó sobre un tronco caído, abrió su mochila para coger unas latas de conserva y un trozo de jamón que había robado de una charcutería abandonada, era la única pieza de comida que no estaba manchada de sangre.
Me arrojó el jamón mientras él y Ana comían las latas. Lo agarré con ambas manos, lo metí en la boca y lo desgarré; como si fuera un animal arranqué cada trozo y lo engullí con sumo placer. Me sentía liberada, el dolor, el cansancio, las preocupaciones, todo desaparecía, nunca había probado las drogas, pero la sensación sería como esta.
Engullí toda la carne, no me pare a pensar en dejar un poco para ellos, solo quería sentir esa sensación de paz que me embriagaba. ¡Ojalá pudiera sentirme así todos los días!
Mantuve las distancias con ellos, habían visto al monstruo que escondía en mi interior devorando con avidez aquella suculenta carne, mientras pequeños trozos salpicaban mis manos, los cuales luego lamí con gula.
Al cabo de un rato Ana se acercó y me pidió que me quitase la camiseta. Estaba en el limbo y no tenía ganas de decirle que no. Ana observó mi tórax y mi espalda, incluso me levantó el cabello de la nuca y el de detrás de las orejas. Después le hizo una señal a Sebas.
Los vi a los dos con cara de preocupación. Yo estaba en una nube y sus rostros me obligaron a salir de ella. Varias venas enormes e hinchadas nacían desde mi pecho y espaldas hasta el hombro, también unas más finas que hacían un extraño tejido enredado que iban desde mi pelvis hasta el cuero cabelludo.
Ana agarró la linterna, y me la situó justo en los ojos, quería ver la reacción de la pupila. No sé qué vieron los dos, pero se echaron hacia atrás. Después cogió una hoja limpia de un árbol y me pidió que escupiera.
Hasta yo me di cuenta, al ver el tono grisáceo de mi saliva, de que mi viaje llegaba a su fin.
Creo que era hora de tener ese tipo de charlas que nadie quiere tener sobre cómo quieres que sea tu muerte.
Antes de abrir la boca Ana me interrumpió. Me tendía una botella de agua mientras nos señalaba un punto en el monte.
—Hay un monasterio —dijo—. Está algo lejos y escondido, pero creo que es un lugar seguro.
—No te veo asistiendo a misa —Sebas le dio un pequeño empujón.
—Es una zona estupenda para buscar especies de plantas —se excusó—. Solía ir con mis compañeras de botánica
¡Bueno! Me dije para mis adentros, no soy religiosa, pero no es un mal lugar para morir.

Iria.

P.D.: Prima, esto llega a su fin, por favor quédate un día más conmigo.

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Carta 29

Querido Lucas,

Han pasado varios días desde que te fuiste y no sé nada de ti. No te culpo si has decidido no volver. Sé que hemos tenido nuestras diferencias, pero has sido un buen amigo y te deseo toda la suerte del mundo. Estoy convencida de que si alguien puede salir de esta, ése eres tú.

No hay que ser médico para saber que lo mío no tiene remedio. Para empezar, mi herida dejó de sangrar hace unas cuarenta y ocho horas. A eso súmale el aspecto enfermizo de mi brazo: lo que al principio era un pequeño halo verde por encima de las vendas, se ha ido extendiendo lenta e inexorablemente hasta llegar al mismísimo hombro. No sólo es desagradable a la vista, sino que también huele mal. Además, ya no puedo comer ni beber sin ponerme a vomitar como una descosida, lo que no impide que tenga una sensación de hambre desconocida hasta ahora, un apetito voraz de algo que no se parece nada a la dieta mediterránea. Para colmo de males, ando algo mareada y, lo que es peor, he empezado a experimentar unos blancos muy inquietantes. Me refiero a estar sentada frente a la ventana de la cocina y un pestañeo más tarde, encontrarme en el dormitorio de arriba sin saber cómo he llegado hasta allí. No lo puedo jurar, pero creo que estos blancos son cada vez más frecuentes y largos. Todo es muy confuso. Siento como si me estuviera diluyendo.

Mi primera reacción ante todo este proceso, fue ponerme a llorar como una loca. Cuando no quedaron más lágrimas, me puse a maldecir a mis padres por haberme engendrado; a mi hermana y mis amigos por abandonarme; a ti por ser un gay tan guapo; al mundo entero por habernos dado la espalda y al mismísimo Dios por poner a los zombis en lo alto de la escala evolutiva. Más tarde, vino una etapa muy breve en la que pensé en el suicidio, pero como siempre he sido una cobarde, pronto descarté esa opción refugiándome en la pura y simple resignación. Seguiría en esa fase, si no hubiese ocurrido un pequeño milagro del que quiero que tengas constancia.

Hace unas horas, al despertar de uno de mis blancos, me encontré de pie junto a la ventana del salón, mirando hacia la calle desolada. Cuando iba a irme de allí para comprobar la hora en el reloj de la cocina, me percaté de que había alguien entre los cubos de basura derribados y el coche quemado de enfrente. Era una sombra algo encorvada que observaba en silencio y a la que no podía distinguir con claridad debido al juego de luces y sombras típico del atardecer.

Tras el susto inicial, seguido de un impulso que me empujaba a alejarme de la ventana lo antes posible, se impuso la curiosidad, la cual me invitaba a quedarme allí al menos hasta que oscureciera. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer. Los minutos pasaban sin que nada ocurriese, mis piernas empezaban a entucemerse y las tripas rugían pidiendo carne cruda, pero yo seguía inmóvil en mi sitio, observando al observador que se negaba a dejarse ver. La oscuridad no tardó en pintarlo todo de negro y me retiré de la ventana, entre aburrida y desilusionada.

Me acosté, pero no pude pegar ojo por el hambre, el brazo palpitante y los sonidos de la noche que parecían llegarme amplificados. De repente, tras uno de esos blancos que ya te he descrito, volví a encontrarme junto a la ventana del salón como por arte de magia. Aunque hubiera jurado que seguía siendo de noche, me sorprendí viendo con tanta claridad como si se tratara de pleno día. La sombra de última hora de la tarde era ahora más grande porque se había acercado hasta la verja de mi casa, desde donde me observaba igualmente inmóvil, pero ahora ya del todo reconocible. Lucas, ¡aquel era mi padre!

No me preguntes cómo ni por qué, pero estoy segura de que ha venido hasta aquí para buscarme. Sabe que tengo miedo y quiere que me prepare para partir con él muy pronto. Te aseguro que esto no es obra del vodka, pues hace más de veinticuatro horas que no lo pruebo. Igual estoy alucinando, pero necesito esta alucinación para seguir adelante, ¿lo entiendes? Me tranquiliza enormemente saber que no voy a emprender el viaje sola, me da igual que mi acompañante sea la versión zombi de mi padre, sobre todo porque pronto sólo quedará la versión zombi de mí misma.

El estómago me dice que me queda muy poco tiempo, Lucas, pero te aseguro que ya no me importa.

Un abrazo, Alicia.

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