Carta 03

A quien quiera leerlo:

El corazón me dio un vuelco cuando volvíamos a casa desde el parque de atracciones.

Un vehículo militar estaba estacionado en la misma entrada de la urbanización. Un hombre alto y fornido, con un gran mostacho, no paraba de dar órdenes a diestro y siniestro a un reducido grupo de soldados, que se afanaban como podían para cumplirlas. Cuando llegué con el coche a su altura nos dio el alto. Durante unos segundos dudé entre frenar o acelerar en dirección contraria. Miré a mi hermano, sentado en el lado del copiloto:

―¡Uala! Hermanito, ¿has visto que coche tan chulo? ¡Tiene armas y todo! ―exclamó con una sonrisa de perplejidad en los labios.

Decidí frenar, no podía meter a mi hermano en una situación tan peligrosa. Que a mí me pasara lo que tuviera que pasar, pero a Abel, que no sabía lo de Alex, no iba a permitir que le pasara nada malo.

Con manos temblorosas bajé la ventanilla. Me encontré de sopetón con la cara del jefe militar donde segundo antes había estado el cristal.

―¿Ocurre algo, Señor? ―dije intentando aparentar tranquilidad con mi voz.

El «Señor» me miró por encima de sus gafas de sol, casi tan grandes como su cara.

―¿Para qué coño quiere gafas de sol si es de noche? No podrá ver una mierda ―pensé sin cambiar el gesto.

Mascaba chicle sin parar mientras me observaba detenidamente, después inspeccionó con total tranquilidad el resto del coche. Por último, clavó su mirada en mi hermano, a lo que Abel respondió con un:

―¡Uala, que gafas más grandes, cómo molan!

Me quedé en tensión, sin dejar de observar el rostro del militar. Sonrió echándose para atrás y con un gesto de cabeza nos ordenó continuar.

Arranqué el coche a la vez que subía la ventanilla, me sudaban las manos. No podía quitarme de la cabeza la sonrisa del jefe militar, había algo malévolo en ella. Cuando miré por el espejo retrovisor vi cómo usaba su radio y decía algo sin dejar de señalar en nuestra dirección.

No puede ser que hayan descubierto su cadáver, y mucho menos relacionarlo conmigo. No dejé ninguna prueba, anoche me aseguré bien de ello.

Apenas me di cuenta cuando llegamos a casa, abstraído en mis pensamientos. Abel no paraba de revolotear a mi alrededor, hablando de lo «flipante» que eran los vehículos y los trajes de los militares:

―Yo de mayor quiero ser soldado y llevar siempre gafas de sol.

Me parecía increíble la diferente visión que teníamos del encuentro con los militares. Yo no podía dejar de temblar por dentro mientras echaba mirada furtivas por la ventana, temiendo encontrarme de nuevo con su cara, tras sus enormes gafas de sol, pegada contra el cristal.

Cuando mi hermano por fin se durmió, me recosté en el sofá, agotado por llevar más de 24 horas seguidas sin dormir ni descansar.

―Debería asegurarme de que Alex sigue donde lo enterré ―pensé mientras cerraba los ojos.

Pero mi cuerpo no respondió y mi menté desapareció entre una densa oscuridad.

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Carta 03

Prima:

No sé que hacer, estoy muy asustada. He hecho algo terrible; nunca pude imaginarme que mis manos se marcharían de sangre.  Te juro que fue en defensa propia; yo no quería hacerle daño. Por Dios, tienes que creerme. Tengo miedo, no sé que hacer.

Esta carta es testigo de mis actos. Por favor prima, aunque todos me condenen tú no lo hagas, te lo suplico.

La infección de la herida de nuestra querida Elisa aumentó. El pus que segregaba era de tal cantidad que tenía que limpiar la herida cada media hora. La carne se pudría entre gasas y cataplasmas. El hedor era tan asqueroso que las moscas plagaron la casa en busca del gran festín.

Intenté llamar a la ambulancia, pero el móvil seguía sin funcionar. Lo arroje al suelo con rabia; nunca me había hecho falta y por una vez que los necesitaba no funciona. Cuando esto termine me presentaré en consumo, esto no quedará así; malditas compañías de telefonía.

La gangrena le subió por el brazo. Las venas estaban hinchadas hasta el pecho, parecían a punto de reventar. Me recordaban a las del Sr. Tomás en su hinchada barriga. Intentaba no verlas, me causaban arcadas y el olor no me ayudaba.

Desesperada, la levanté de la cama y la  conduje hacía el coche. Tenía que llevarla al hospital que estaba en el pueblo vecino, esperaba que no estuviera tan lleno como la casa de la salud. Me envenenó la culpa, si me hubiera quedado esperando, quizás ya nos habrían atendido y Elisa no estaría tan grave. Sé que fue culpa mía, tenía que tomar una decisión y tomé la equivocada.

Elisa no paraba de gruñir mientras me metía por varios atajos a través del monte. No quería encontrarme con nadie y que nada me retrasara. Contaba los segundos mientras los ojos de nuestra amiga se cerraban y perdían vida. Su piel blancuzca y sus labios malvas eran una cuenta atrás en este rally campestre que había iniciado contra Cronos.

Había llegado a los lindes del pueblo cuando tuve que frenar en seco. La cabeza inerte de Elisa golpeó el salpicadero; una brecha de sangre espesa brotó de su nariz, ya no emitía ningún sonido.

No podía parar de temblar, mi mente y mis sentidos me gritaban que había perdido. Salí del coche y me fui contra aquel objeto que estaba entorpeciendo mi camino.

Una enorme y alta verja se había instalado entre arbustos y árboles impidiendo el paso a todo aquel que intente entrar o salir del pueblo. Estiré la mano para derribarla cuando escuche un grito: “Alto”. Del otro lado salió un soldado. Era el chico guapetón que me había ordenado no salir de casa unos días antes.

Le grité, le supliqué por la vida de Elisa. Parecía no escucharme, sus ojos fríos se clavaron en mí, intentando mantenerse firme. Me arrodille y mis lágrimas formaron un charco de barro en el suelo. Cuando me quedé sin suplicas lo amenacé, esto no se quedaría así, llamaría a sus superiores, a la televisión, a la prensa.  Comentaría aquel atropello a cualquiera que quisieras oírme. Le pedí su nombre y DNI, pero se quedó quieto observándome con lástima.

Desolada me dí la vuelta, tenía que llevar a Elisa al médico. Fue en ese momento cuando el soldado se dignó a hablar: “Apártate de ella, es peligrosa”. Volví corriendo hacía donde estaba el soldado, lo abordé a preguntas: «¿Qué pasaba?, ¿Qué enfermedad era?, ¿Por qué nos encerraban?”. Ante mis ojos, con la cabeza baja, el soldado se fue por donde vino. Quise lanzarme contra la valla, pero el graznido de un pájaro chocando contra ella y achicharrándose después, me advirtió de que estaba electrificada.

Entré en el coche, los lagrimones me impedían ver con claridad. El cuerpo de Elisa descansaba en el asiento del acompañante, las moscas se posaban sobre la herida venada llena de pus amarillo-verdoso. Coloqué las manos sobre el volante, intenté arrancar el coche, pero el llanto y las lágrimas hacían mis movimientos lentos y pesados. Prima sólo quería llorar y derrumbarme. El peso de la culpa es terrible.

Cuando al fin arranqué el coche y me dirigía al centro de salud, los ojos de Elisa se abrieron. Fue tal mi excitación que paré el coche y me eché a sus brazos llorando de felicidad. No me importó su hedor, ni su tacto viscoso y frío. Nuestra amiga estaba viva y era lo único que me importaba. Me sentí aliviada y feliz. La pesadilla había terminado.

Me aparté, encendí el coche y la agarre de la mano. Le pregunté: “¿Cómo estás?”. Giró la cabeza, sus ojos inyectados en sangre se clavaron en mí.  Retrocedí y antes de que abriera la puerta sus manos se aferraban a mí como garras clavándose en la piel. Levanté las piernas y la golpeé con fuerza, pero no me soltaba. Pedí auxilio, pero en medio del monte, sólo los animales me oirían. Le dí en el pecho con el tacón, pero enseguida se recuperaba como si no le doliera.

Prima, Elisa se había vuelta loca, yo no pensaba, sólo quería alejarme de ella; grité su nombre intentando que volviera en sí.

Sentí un dolor agudo en el hombro. Grité con más fuerza, y sin pensar que era Elisa la golpeé hasta que sentí como uno de mis tacones se introducía en su putrefacta carne;  empujé la puerta del coche y caí sobre mi espalda.

Me quedé estupefacta en el suelo observando los torpes movimientos que hacía aquel ser para salir del coche. Prima; aquella cosa tenía el cuerpo de Elisa, pero no era Elisa. Ella había muerto y un espíritu o ente maligno había poseído su cuerpo. Las películas de terror, los cuentos de viejas, se hacían realidad ante mis ojos.

El ser salio del vehículo. Prima, no pensé, sólo actúe. Agarré un palo que había al lado de mi brazo y la ataqué. No se detenía; daba un paso y otro. Le había golpeado todas las partes del cuerpo, los brazos me dolían. Sólo me quedó una salida.

Cerré los ojos y  le clavé el palo en la cabeza. Su piel viscosa no opuso resistencia a la agresión. Me asusté por haber hecho algo tan cruel con tanta facilidad.

Prima, no me odies por favor. Estoy en casa vendándome el mordisco que me propino Elisa y ahora mismo me entrego a la policía.

Te escribo estas líneas para que decirte la verdad por mí, antes que nadie te la cuente. Haz con esta carta lo que creas oportuno, nunca negaré nada de lo que en ella pone.

 

A la espera de tu perdón.

 

Iria.

 

P.D.: Créeme, no estoy loca.

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