Carta 18

Querida Cristina;

Por fin llegó el día en que teníamos que abandonar la iglesia. Desde el primer momento sabía que esta «expedición» sería peligrosa y que podría acabar con un fatal destino para todos. Un escalofrío recorría mi espalda mientras empaquetaba unas cuantas cosas en un zurrón viejo y maloliente que encontré abandonado en un cuarto. Olía a comino y queso enmohecido. Ahora voy apestando allá donde voy, espero que esas bestias no se sientan atraídas por ello.

Salimos casi a hurtadillas de la puerta trasera de la iglesia, todos con nuestras armas y sin mucho equipaje. Yo me llevé mi cruz. Sí hermana, aquella con la que le asesté el golpe a María que la condujo ante Dios. Me gusta llevarla colgada de mi cuello, a pesar de que tiene un tamaño considerable, para recordarme lo que hice y que, pase lo que pase, lo único que debe importarme es sobrevivir. Porque ya sé que me moriré en éste pueblo infecto y que nadie vendrá a salvarnos. Además, es la mejor herramienta que tengo para rezar, aunque sepa que no sirve para nada, pues El Señor ya nos ha abandonado.

El paisaje era desolador. El aire estaba cargado de una niebla polvorienta y hacía mucho frío. Había sangre y cuerpos mutilados por todas partes, restos de nuestros seres queridos y coches estrellados contra farolas y establecimientos. Era el relato de una lucha encarnizada, lo podías oler en el aire.

«Una mujer corre a resguardarse detrás de un coche con su única hija en brazos, demasiado pequeña para andar. Está asustada y muerta de miedo. Ha tenido que matar a su propio marido hará tan solo una hora antes porque éste había enloquecido y quería comérselas. Su perro yacía agonizando en la entrada en un último intento por salvar a los dos miembros de su familia que quedaban cuerdos. Y ahora el padre estaba bebiendo de las entrañas de su propia mascota mientras la mujer huía.
La niña empieza a llorar y no tiene intención de callarse. Eso hace alertar a una de esas criaturas. La madre, en un intento de desesperación, huye carretera arriba con destino a casa de su prima, quien sabía que disponía de una escopeta para protegerse. A mitad de camino se encuentra con otra de esas criaturas que le cierra el paso; el que anteriormente fue su marido ahora les miraba fijamente, dispuesto a beber también de ellas como hizo con el perro. Y ella corre, corre hacia la calle más cercana. Sólo piensa en poner a salvo a su bebé.
Una luz cegadora, un pitido ensordecedor y un golpe en la espalda que le estampa contra una papelera. Un coche les ha atropellado, y ha partido a la pobre mujer en dos. ¿Su hija? Cayó diez metros más adelante. Los perros salvajes ya se encargaron de ella.»

Creo que estoy delirando, hermana. Pero ahí estaban, los restos de una mujer y el coche hecho pedazos, aún con las luces encendidas.

No queríamos estar en las calles durante mucho tiempo, así que aligeramos el paso como pudimos. Yo iba detrás, como sabrá, puesto que mi pierna estaba en uno de esos días en los que no quería responderme bien.

Decidimos primero ir a correos a tirar todas las cartas que habíamos escrito en las últimas semanas. Una pérdida de tiempo, estoy convencida, porque sé que no ha leído ni una sola de ellas. Si no, seguro que a estas alturas ya nos habrían rescatado. ¿Por qué seguir entonces? Quizás porque me hace sentir viva, saber que hay alguien más detrás de éste pueblo maldito, que el planeta aún rebosa vida, y que únicamente nosotros hemos sido castigados por pecadores.
Cuando habíamos echado la última carta, a Ramona no se le ocurrió mejor idea que pegar gritos. Suerte que el Padre es ágil en reflejos, y suerte de ella que no hubiese llegado a tiempo, porque ya tenía el bastón en alza. No me hacía mucha gracia que alguien, vivo o muerto, supiese dónde estábamos, y menos después de lo que habíamos visto. Cualquier ruido o gruñido nos exaltaba.

Después de eso nos separamos. Ellos querían ir al ambulatorio, pero como comprenderá, para mí lo más importante era poder acceder al estanco para abastecerme de cientos de cigarrillos. Así que mientras ellos tres fueron en busca de supervivientes y comida, yo ahora estoy de camino al estanco, arrastrándome por el suelo para pasar lo más desapercibida posible. Después de eso les he prometido ir a ayudarles, y así de pasada puedo echarle mano a alguna pastilla que me calme éste dolor que corre por mis venas. En unas semanas le volveré a contar cómo me ha ido.

Su hermana que le quiere;
Aurora.

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Carta 18

Querida Teresa:

Maldito sea el momento en que decidí salir a la calle. Habría sido mejor quedarme dentro y morir de inanición.

No se veía a ningún monstruo por ahí, pero el panorama había cambiado mucho desde la última vez. A las ruinas y las manchas de sangre había que añadir restos humanos esparcidos por todas partes. La señora Aurora se quedó mirando un montoncito, como si pudiera reconocerlos. Aún no sé si le daba pena o asco.

El hedor era terrible. Miguel tuvo que empujarme para que emprendiéramos la marcha, por alguna estúpida razón habían pensado que yo les iba a guiar. ¡Como si yo pudiera hacerlo!

La primera parte del plan era echar las cartas en correos. Por el camino, casi piso a un zombi mutilado que se arrastraba por el suelo. Me asusté.

—¡Esto no lo has puesto en tu mapa! —le reproché al niño.

Él no hizo caso, estaba ocupado en otear los alrededores, escopeta en mano, porque decía que se oían pasos. Creo que tenía razón. Ramona iba pegada a su espalda, parece ser que veía al tontito como única figura protectora posible. La señora Aurora mantenía la distancia, debido a su cojera. Ella miraba a su alrededor, buscando el estanco.

El aspecto de la oficina de correos indicaba que los malditos zombis habían intentado entrar, vi sangre y vísceras verdosas por las paredes. Me dio un escalofrío al pensar que el militar del mostacho podría estar por ahí. Eché las cartas en el buzón y sentí que había alguien dentro, escurriéndose como una cucaracha.

—¡Rocío! ¿Estás ahí? —gritó la estanquera.

—¡Calle, mujer, que nos van a descubrir!

A punto estuvo la vieja de darle un bastonazo. Estaba nerviosa, no sé si era por los pasos que se oían, o por su falta de nicotina, pero al final pude separarlas.

La segunda parte del plan era buscar comida. Habíamos decidido ir por la zona este del pueblo, pues esas casas no las habíamos registrado aún. Creo que el jodío niño me estaba engañando, y lo que quería era ir al ambulatorio para ver si la hija de Ramona estaba allí. Tendría que advertirles de que la joven Rocío no se encontraba allí, pero creo que a quien buscaba era a la tal Iria.

La señora Aurora no estaba dispuesta a seguirnos y se fue, gruñendo, al estanco. Le pidió a Ramona que la acompañase, pero la pobre mujer se echó a temblar con la sola idea de volver a encontrarse con su marido, y se negó.

Lo siguiente que ocurrió fue muy rápido. Los pasos que se arrastraban se convirtieron en zancadas, y en un abrir y cerrar de ojos, la calle se llenó de zombis que corrían como posesos. La confusión nos pudo y cada uno salió disparado por su lado. Mientras huía, lamenté no haber dejado que la vieja le pegara a la estanquera un bastonazo, pues estaba claro que fueron sus gritos los que atrajeron a esas malas bestias.

No sé cuanto tiempo estuve corriendo, pero me encontraba en un parque de las afueras cuando me di cuenta que los había dejado atrás. Ya no oía sus gruñidos. Por un momento me relajé, pero entonces pensé en Miguelín, en Ramona y la señora Aurora, y me imaginé lo peor. Escuché unos gemidos cercanos y me asomé tras unos matorrales. Me encontré a un soldado fornicando con una joven, entre la maleza. Intenté no mirar, pero no pude evitarlo. Él jadeaba y decía obscenidades, ella callaba con seriedad. Al principio creí que la estaba forzando, pero vi que había unas latas del ejército junto a ellos. Se me cayó el alma a los pies, esa chica se prostituía por comida.

Una inoportuna erección me puso alerta, eso y los gruñidos de los zombis que volvieron a sonar. El soldado me vio, y con el arma desenfundada, cogió el fusil.

—¿Quien hay ahí? —gritaba sin saber donde apuntar.

La joven se colocó la ropa y guardó las latas en una bolsa. Salió corriendo antes de que esas bestias invadieran el lugar. Yo iba dando tumbos, sin saber donde esconderme. Los gruñidos se confundían con los disparos. Estuve apunto de gritar cuando una mano me cogió por el hombro. Era la muchacha que, sin mediar palabra, me llevó a su refugio.

Era uno de los viejos pisos de la zona este, donde vivía la señora Remigia. La oronda anciana me recibió con una sonrisa y la educación que se merece un clérigo de Dios. Se alegró de la llegada de la joven, con las provisiones, y le acarició la mejilla.

—Disculpe a Lucía, Padre, la pobre no puede hablar —me dijo con tono cortés.

Empezó a contarme no sé que cosas, pero yo no podía atenderle, estaba demasiado cansado. La chica le hizo un gesto para que se diera cuenta, y la mujer se ruborizó.

—Oh, perdone —chilló—, supongo que tiene hambre.

Me sentó en el sofá, me dio una lata de conservas y un vaso de vino. Quise pedirle más, pero me conformé.

 

Estoy agotado, todo ha sido muy raro y no sé que pensar. La anciana me ha permitido dormir en su sofá, y me ha dado esta hoja con membrete del ejército español, en la que te escribo. Mañana analizaré la situación y le pediré más vino. Ahora solo puedo decirte que te echo de menos.

 

Tu hermano Tomás.

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