Aurora
01/Feb/2013
bloody hand
18

Querida Cristina;

Por fin llegó el día en que teníamos que abandonar la iglesia. Desde el primer momento sabía que esta «expedición» sería peligrosa y que podría acabar con un fatal destino para todos. Un escalofrío recorría mi espalda mientras empaquetaba unas cuantas cosas en un zurrón viejo y maloliente que encontré abandonado en un cuarto. Olía a comino y queso enmohecido. Ahora voy apestando allá donde voy, espero que esas bestias no se sientan atraídas por ello.

Salimos casi a hurtadillas de la puerta trasera de la iglesia, todos con nuestras armas y sin mucho equipaje. Yo me llevé mi cruz. Sí hermana, aquella con la que le asesté el golpe a María que la condujo ante Dios. Me gusta llevarla colgada de mi cuello, a pesar de que tiene un tamaño considerable, para recordarme lo que hice y que, pase lo que pase, lo único que debe importarme es sobrevivir. Porque ya sé que me moriré en éste pueblo infecto y que nadie vendrá a salvarnos. Además, es la mejor herramienta que tengo para rezar, aunque sepa que no sirve para nada, pues El Señor ya nos ha abandonado.

El paisaje era desolador. El aire estaba cargado de una niebla polvorienta y hacía mucho frío. Había sangre y cuerpos mutilados por todas partes, restos de nuestros seres queridos y coches estrellados contra farolas y establecimientos. Era el relato de una lucha encarnizada, lo podías oler en el aire.

«Una mujer corre a resguardarse detrás de un coche con su única hija en brazos, demasiado pequeña para andar. Está asustada y muerta de miedo. Ha tenido que matar a su propio marido hará tan solo una hora antes porque éste había enloquecido y quería comérselas. Su perro yacía agonizando en la entrada en un último intento por salvar a los dos miembros de su familia que quedaban cuerdos. Y ahora el padre estaba bebiendo de las entrañas de su propia mascota mientras la mujer huía.
La niña empieza a llorar y no tiene intención de callarse. Eso hace alertar a una de esas criaturas. La madre, en un intento de desesperación, huye carretera arriba con destino a casa de su prima, quien sabía que disponía de una escopeta para protegerse. A mitad de camino se encuentra con otra de esas criaturas que le cierra el paso; el que anteriormente fue su marido ahora les miraba fijamente, dispuesto a beber también de ellas como hizo con el perro. Y ella corre, corre hacia la calle más cercana. Sólo piensa en poner a salvo a su bebé.
Una luz cegadora, un pitido ensordecedor y un golpe en la espalda que le estampa contra una papelera. Un coche les ha atropellado, y ha partido a la pobre mujer en dos. ¿Su hija? Cayó diez metros más adelante. Los perros salvajes ya se encargaron de ella.»

Creo que estoy delirando, hermana. Pero ahí estaban, los restos de una mujer y el coche hecho pedazos, aún con las luces encendidas.

No queríamos estar en las calles durante mucho tiempo, así que aligeramos el paso como pudimos. Yo iba detrás, como sabrá, puesto que mi pierna estaba en uno de esos días en los que no quería responderme bien.

Decidimos primero ir a correos a tirar todas las cartas que habíamos escrito en las últimas semanas. Una pérdida de tiempo, estoy convencida, porque sé que no ha leído ni una sola de ellas. Si no, seguro que a estas alturas ya nos habrían rescatado. ¿Por qué seguir entonces? Quizás porque me hace sentir viva, saber que hay alguien más detrás de éste pueblo maldito, que el planeta aún rebosa vida, y que únicamente nosotros hemos sido castigados por pecadores.
Cuando habíamos echado la última carta, a Ramona no se le ocurrió mejor idea que pegar gritos. Suerte que el Padre es ágil en reflejos, y suerte de ella que no hubiese llegado a tiempo, porque ya tenía el bastón en alza. No me hacía mucha gracia que alguien, vivo o muerto, supiese dónde estábamos, y menos después de lo que habíamos visto. Cualquier ruido o gruñido nos exaltaba.

Después de eso nos separamos. Ellos querían ir al ambulatorio, pero como comprenderá, para mí lo más importante era poder acceder al estanco para abastecerme de cientos de cigarrillos. Así que mientras ellos tres fueron en busca de supervivientes y comida, yo ahora estoy de camino al estanco, arrastrándome por el suelo para pasar lo más desapercibida posible. Después de eso les he prometido ir a ayudarles, y así de pasada puedo echarle mano a alguna pastilla que me calme éste dolor que corre por mis venas. En unas semanas le volveré a contar cómo me ha ido.

Su hermana que le quiere;
Aurora.