Aurora
24/Sep/2012
bloody hand
16

Querida Cristina;

Por fin he cogido fuerzas para escribirle una vez más. No sé si será la última, porque antes de que la Muerte venga a por mí, la locura llamará a mi puerta. De hecho, si leyó la anterior carta, sabrá que ya se ha asomado.

Debería haberme quedado en casa; la visita a la iglesia ha resultado ser una pérdida de tiempo y, encima, he tenido que soportar que el Padre estuviese más pendiente de un niño retrasado que de mí, una pobre anciana. ¿Es que ya no se respeta a la tercera edad? No es que le tenga mucha estima al cura, pero creí entender en la Biblia que la gente disminuida no debe vivir, puesto que Dios les ha concedido esa discapacidad porque no resultan útiles en la Tierra.

¿Será entonces verdad lo que decía nuestro padre en vida?: “Todo mal cuanto hagas a los demás, Dios te lo devolverá”.

Ahora me arrepiento de haberme marchado tan repentinamente esas Navidades, de no haber asistido al nacimiento de sus hijos ni de asistir al funeral de madre. Y por encima de todo, de haber venido a vivir a éste lugar. Me acuerdo de todas las malas acciones que hice en el pasado y ahora comprendo ésa frase. Odio que padre tenga razón, incluso después de haber fallecido.

Hace poco me quedé sin tabaco. Fui fumando hojas secas de los árboles próximos, pero no me daban la suficiente energía para seguir con ganas de vivir, así que estuve como loca buscando por la Iglesia a ver si encontraba algo decente. Sin darme cuenta acabé hurgando en la mochila del niño retrasado. ¡El muy descarado me descubrió y me apuntó con una escopeta! ¡A mí! ¿Se lo puede creer?

Le iba a dar su merecido cuando el cura se metió por medio. Me chilló y me dijo que me marchase inmediatamente, que ahí no era bien recibida. Dios sabe, hermana, que ya tendrán su merecido. Tarde o temprano esas criaturas acabarán con ellos como lo hicieron con todos los demás. Sólo espero poder estar presente para que lo último que escuchen sean mis carcajadas.

Decidí marcharme de ese lugar sin ni siquiera coger mis pertenencias, pero al abrir las puertas ahí estaban esas criaturas, como si hubieran sido llamadas en ese preciso instante. Sólo vislumbré cabezas en medio de un mar de criaturas putrefactas. Y entonces una de ellas me cogió del brazo.

Intenté liberarme a golpes de bastón, pero su mano estaba demasiado aferrada. Le juro, hermana, que en ese momento me arrepentí de mi acto tan insensato. Pero cuando me fijé, vi que esa mano no estaba llena de sangre y gusanos como las de los otros. Tenía un color carne apagado, un poco desgastado por la edad, pero vivo. ¡Estaba viva! Entre toda esa maleza, había una pequeña hebra verde.

El padre y el niño intentaban cerrar la puerta como podían, hasta que el cura cogió la escopeta. El muy zopenco quería disparar hacia las criaturas a bocajarro, matándonos a todos. Pero luego la bajó, arrastrándonos a las dos hacia dentro, y cerraron las puertas a cal y canto.

Cuando pude recobrar la calma, vi de quién se trataba. Ramona, la estanquera, una de las más cotillas del pueblo. No sé siquiera cómo pudo haber sobrevivido tanto tiempo, pero ahora somos uno más.

Qué suerte la mía, hermana. Seguro que lleva algo de tabaco encima.