Aurora
18/Mar/2013
bloody hand
19

Querida Cristina;

 

Me he vuelto a quedar sola. Y para colmo, herida. Ahora mismo estoy asustada, sin poder andar ni saber qué hacer. No puedo gritar por miedo a que venga alguna de esas criaturas endemoniadas, pero por el contrario, si me quedo aquí, tarde o temprano moriré desangrada.

¿Que cómo ocurrió? Por culpa del último resquicio de bondad que habitaba en mi corazón y el cual desconocía. Por culpa de una insensatez, puede que ni siquiera llegue a echar ésta carta, y que nadie la lea para saber cuál fue mi fatal destino.

Cuando me separé del grupo del Padre, me dirigí hacia el estanco. No estaba muy lejos del lugar en donde nos desviamos; a tan sólo cinco calles se encontraba mi único motivo de vivir, mi tabaco. Emprendí la marcha lenta pero segura, agachándome entre los coches y preparando mi bastón al ruido más insignificante. Llegué a la entrada de una zona de recreo, con su tobogán, sus columpios, su fuente y sus bancos, para que los padres pudiesen sentarse a esperar a que sus hijos cayeran rendidos de tanta diversión. Algo llamó mi atención. Era un pequeño gatito, acurrucado al lado de un banco, intentando despertar a lamidos al que deducí que fue su dueño cuando el color de su piel era el de una persona viva. Que Dios ampare su alma.

Soy incapaz, y lo sabe hermana, de pensar en despedazar y comerme a un animalito tan sencillo y bondadoso como un gato, por mucha hambre que tenga. Así que me dirigí a consolarle y darle calor. Tenía un poco de pan mohoso en el zurrón, supondría que el pobre gatito no le haría ascos. 

Grave error.

Al acercarme aún más, vi que el gato no estaba lamiendo a su supuesto dueño. ¡Se lo estaba comiendo! Tenía ya devorada la mitad de su cara, con un ojo colgándole y tan ensangrentado que ni siquiera pude reconocer quién era. Justo en ese momento se relamía de los restos de una lengua que yacía ya a la mitad en el suelo. 

Se giró bruscamente hacia mí, sus ojos eran de un color amarillo reluciente, y me bufó a la vez que se le erizaba el pelo. Ni siquiera lo pensé. Alcé mi bastón y, cuando estaba dispuesta a asestarle el golpe que lo haría volver al infierno, algo chocó contra mi cabeza y me hizo caer al suelo. Alguien me había tirado una piedra.  

«No le toques, es mi Bolita».

Al incorporarme, pude ver a una niña de no más de diez años de edad, sosteniendo una bolsa de plástico en una mano y una piedra en la otra.

«No le hagas daño o te tiro otra piedra».

¿Quién, en su sano juicio, querría salvar a una criatura demoníaca? Pero a lo mejor me equivocaba, hermana, porque los gatos, cuando tienen hambre, son capaces de comerse cualquier cosa, y si ese pequeño gatito hacía semanas que no comía, no creo que le importase de quién o qué era la carne que había en el suelo. Así que intenté calmar a la niña diciéndole que no quería hacerle daño y que lo sentía. Se llamaba Claudia y llevaba dos semanas sola, después de que un zombie de esos acabase con el último superviviente de su familia. Encontró el gato hacía tan solo dos días, justo en la misma situación en la que lo encontré yo, devorando a alguien.

Se acercó al lado de los columpios a recoger una jaula de plástico improvisada, un palo con un aro en uno de los extremos y otra bolsa con, eso creí, ropa o comida.

«Apártate, que tengo que coger a Bolita».

No me equivoqué, hermana. El gato estaba endemoniado, se veía en sus movimientos, pero parecía que Claudia no lo veía. Supongo que la soledad le hizo perder la cabeza y buscar compañía en un caso de desesperación extremo.

Una vez que había metido el gato en la jaula, se emperró en acompañarme al estanco. De camino, me contó que una vez al día dejaba libre a «Bolita» para que comiese algo. Un tanto arriesgado, a decir verdad, porque nadie le aseguraba que ésa cosa no se le echase encima.

Llegamos al estanco y, después de comprobar que no había nadie dentro, cerramos y atrancamos la puerta mientras revolvíamos todos los cajones en busca de cualquier cosa que nos fuese útil. Por fin, hermana, pude conseguir mi preciado tabaco. La mitad de las cajas estaban ya podridas, pero salvé a unos cuantos. Podré aguantar algunos meses. Pero lo mejor de todo es que… ¿se acuerda del rumor del estanquero? ¿El que guardaba una escopeta en la trastienda por miedo a que volviese su mujer a llevarse el poco dinero que le quedaba, aún cuando había sido ella quien le había abandonado? Pues es verdad, al menos lo de la escopeta, porque la encontré en una caja fuerte ya abierta junto a un montón de dinero. Sólo había siete cartuchos, así que cargué dos en la escopeta y guardé el resto en el zurrón.

Lo que vino a continuación pasó tan rápido que ni yo misma doy crédito. 

«Bolita» se movía en exceso dentro de la jaula, y Claudia le abrió la puerta porque pensaba que lo único que quería era «jugar un rato». En menos de diez segundos, el gato se abalanzó sobre Claudia y le mordió el cuello. Ella se asustó tanto que ni siquiera pudo gritar, sólo tumbarse en el suelo e intentar sacarse esa cosa de encima. Mientras el gato intentaba comerse al único ser vivo que le había cuidado y protegido todo éste tiempo, yo alcé el bastón y le asesté un golpe mortal en su cabeza. De echo, tuve que reventársela, porque al primer impacto no murió.

Claudia me miraba con ojos de desesperación, suplicándome con la mirada que le salvase. Qué necia ella. Yo no estoy loca, y sé diferenciar entre el bien y el mal. Sabía que tarde o temprano se volvería a levantar y tendríamos a otra de esas criaturas rondando por el pueblo. Así que cogí la escopeta del estanquero, le apunté a la cara y disparé. Lo que no sabía, hermana, era que dicha arma tenía el gatillo muy suelto, con lo que cuando Claudia dejó de moverse, el arma se disparó sola, con tan mala fortuna para mí que la bala rebotó y me impactó en la pierna mala. El dolor fue indescriptible.

Y ahora me encuentro como en el principio. Sola, herida y desolada. Ésta vez sí necesito ayuda de verdad.

Aurora.