Carta 20

Querida hermana;

Ahora sé que tengo a los ángeles de mi parte, pues no me dejaron morir en el estanco. Aún cuando creí que todo estaba perdido, y cuando la inconsciencia estaba a punto de mellar mi interior, vi claramente que mi destino no era irme al cielo. Aún no.

Estuve a punto de morir rodeada de aquello que más quería, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que eso justamente era lo que no me habría permitido la entrada al Cielo, de que ése era el origen de mi malhumor, de mi temperamento y de mis pocas ganas de vivir. Creía que el tabaco era mi salvación, pero en realidad era mi condena, algo que he arrastrado toda mi vida. Y ahora sé que debo cambiar.

Aún así, hermana, Dios no me ha perdonado, pues he tenido que pagar un precio muy alto a tan gratificante revelación. He perdido mi pierna derecha. Y necesito rápidamente algún medicamento que me suavice el inmenso dolor que estoy sufriendo en estos momentos. Ahora mismo estoy sentada en el suelo de una parada de autobús. Por fortuna para mí, tengo un coche que me hace de escudo y me permite ver si alguien se acerca, así que antes de que ellos me vean, yo ya habré tenido tiempo suficiente para marcharme. Le voy a relatar por encima cómo ocurrió todo.

Me estaba desangrando en el estanco, tirada en el suelo y rezando para que mi hora llegase cuanto antes. Los cadáveres de la pobre Claudia y su gato, «Bolita», yacían en el suelo, inertes. Sentí cómo mi vida iba pasando en imágenes borrosas mientras intentaba detener la hemorragia con una de mis medias y un poco de alcohol que tenía en mi zurrón. Hasta pensé en suicidarme, teniendo aún el arma en la mano y con cinco balas más en los bolsillos. Lo único que me echó para atrás fueron los recuerdos, y el verme rodeada de aquello que tanto amaba: mis cigarros.

No alcanzaba al mostrador, sentada como estaba en el suelo, así que durante un instante creí enloquecer. Tan próximos pero a la vez inalcanzables, mis cigarrillos no iban a librarme del mal ni del dolor. Pero en esos momentos la suerte estaba de mi lado, porque a pocos centímetros de mí vi una cajita de madera con bordeados verdes, abierta de par en par, y que contenía unas cuantas de esas maravillas. No tenían marca, sólo un forro de papel de color blanco y una forma un tanto abombachada. Pero en esos momentos me dio igual, porque con las cerillas que aún conservaba, pude fumarme uno de esos cigarrillos mientras notaba el amargo sabor de la sangre en mis manos.

Fue en esos momentos cuando le vi. La visión es demasiado abrumadora, pero sólo puedo recordar un brillo intenso y a alguien mirándome. Al principio creí que era Claudia, que había vuelto de entre los muertos para rematarme, pero lo descarté de inmediato cuando me fijé en lo que parecían un par de alas plateadas.

Sí, hermana, vi un ángel. No tenía rostro, y el humo del cigarro me emborronaba la visión, pero lo era. Olía muy bien, y extendía una de sus manos hacia mí. Fue entonces cuando lo comprendí todo. El tabaco, el por qué yo estaba ahí, y la explicación de que Dios me hubiese privado de una de mis piernas.

Me levanté como pude y tiré al suelo todos los cigarrillos que anteriormente había guardado en el zurrón. Recuperé el aliento y, armándome de valor, me preparé para volver a la calle, buscar más supervivientes, y juntos salir de éste infierno.

Eso sí, antes debo pasar por el ambulatorio a ver si puedo volver a reunirme con el Padre y arrancarme ésta pierna, que ya ha resultado ser inservible del todo.

Alabado sea Dios, hermana.

No Comments |

Carta 20

Querida Sara,

Todo sigue igual que como estaba: vosotros allí afuera, amontonándoos junto a la casa, cada vez más numerosos. Y nosotros aquí, dentro de la casa, racionando la comida, esperando un milagro que no llega. Se ha ido hasta el perro, que se habría cansado de estar del lado de los perdedores, desapareciendo una noche sin despedirse. No le culpo de ello, debía de saber que con nosotros no tenía futuro alguno. De hecho, lo único que hemos hecho es devanarnos los sesos ideando planes de fuga descabellados que no tenemos ni el valor ni la destreza para ejecutar. “¡Patético!” habrá pensado Roco.

—Y si… —empezaba Sergio—.¿Y si lanzamos una bomba por la ventana del dormitorio? Quizás sirva de distracción y podamos escapar por la puerta principal…

Pero ninguno de los dos sabemos fabricar bombas, así que descartado.

—Y si —volvía a empezar—. ¿Y si uno de los dos se lía a disparar desde la cocina, mientras el otro se escapa por la puerta del salón y trae ayuda?

Pero yo me niego en redondo a echar una carrera con tanto zombi suelto por ahí y tampoco estoy dispuesta a dejar que Sergio se vaya, dejándome aquí sola. Descartado también.

¿Y si prendemos fuego a la casa y en la confusión les damos esquinazo? ¿Y si esperamos a que caiga la noche para tratar de escapar sin que nos vean? ¿Y si nos hacemos pasar por zombis para pasar desapercibidos, como en esa peli? ¿Y si lanzamos bengalas para que el ejército, o quien sea, venga a salvarnos? Pero, ¿qué bengalas? ¿Y si les mandamos a Roco, en plan señuelo, y nos piramos mientras tanto? ¿Roco? ¡Pero si ya no está aquí!

—¿Y si te callas la boca, hombre? —he tenido que acabar diciéndole para dar el asunto por zanjado.

Porque todos los planes son pésimos y aquí lo que nos hace falta es un héroe que nos salve el pellejo, pero Lucas se ha pasado al otro bando y los héroes no son algo que abunde.

El hecho es que Roco se ha ido, nos queda comida para una semana y somos unos cobardes.

Ahora que hemos descartado la fuga, paso las horas muertas observándoos desde la ventana de mi dormitorio. Aunque me escondo tras las cortinas, creo que Lucas sabe que estoy aquí porque a veces sus ojos parecen mirarme directamente, inexpresivos. ¿A qué esperas para entrar y acabar con nosotros? ¿Qué es lo que pasa por tu cabeza podrida?

Tengo tanto miedo de acabar como tú, Sara, tan atontada, tan deforme. A menudo tengo pesadillas en que me encuentro acorralada por tus colegas y noto cómo me dais ese primer mordisco fatal al que siguen otros… y despierto pegando un grito, bañada en sudor. Entonces, Sergio suele asomarse por la puerta de mi habitación y me pregunta qué tal estoy y le digo que no me deje sola, así que se mete en la cama conmigo, pero sin quitarse el pijama ni nada, claro.

—Sergio, perdona si a veces soy borde contigo —le digo en esos momentos de debilidad.

A veces me cuenta una película para que me duerma. Suele contarlas fatal, pero me vuelvo a dormir y entonces no sueño con zombis, sino con aventuras espaciales, o carreras de coches, o persecuciones en ciudades que nunca he visto y que probablemente nunca vea. Siento que esta película está por acabarse y que va a acabar muy mal.

Un beso, Alicia.

No Comments |

Carta 20

A quien quiera leerlo:

 

Aterradoras pesadillas asaltaron mis sueños, tan reales que pensé que eran premoniciones del futuro.

Al principio, estaba solo, perdido en medio del bosque y con todo el cuerpo embadurnado en sangre. No sentía nada, ni dolor, ni sueño, ni cansancio, sencillamente nada. Después, me veía sentado encima de una montaña de cadáveres, exhausto. Alguien me llamaba desde abajo. No sabía a quién pertenecía, pero sí que me causaba una gran felicidad escuchar esa voz. Intenté descender, pero según me deslizaba entre los restos humanos que había a mis pies, más lejos me encontraba del suelo. Al final, corría frenéticamente en busca de una presa, atrapado por un hambre voraz que me impedía pensar en cualquier otra cosa. Entonces lo vi, mi presa más ansiada. Estaba de espaldas, pero su silueta era inconfundible. Ataqué sin dudarlo, antes de que tuviera tiempo de girarse. Fue más rápido que yo y, en un abrir y cerrar de ojos, se dio la vuelta. Lo único que me dio tiempo a ver, fue una siniestra sonrisa cubierta por un gran mostacho.

―Hermanito, tengo hambre ―me dijo Abel con voz adormilada.

Me quedé un buen rato observándole en silencio, incapaz de distinguir si aún seguía soñando. Cuando se sorbió los mocos con sonoridad, me di cuenta de donde estaba. Levanté mi mano y le revolví el pelo a mi hermano.

―Claro, campeón. Ahora te preparo algo de comer ―le dije con una sonrisa.

Al llegar a la cocina, me asusté al ver allí a las chicas. Me había olvidado completamente de ellas.

―Espero que no te importe que hayamos empezado sin vosotros ―dijo Ana.

―Estabas tan mono durmiendo, que no nos atrevimos a molestarte ―terció Nataly con su aguda voz.

No pude responder, me había quedado embobado mirando como mi camiseta de “Nine Inch Nails” cubría el torso de Ana, ajustándose a sus perfectas curvas como si hubiera sido creada a medida. Se dio cuenta de que la observaba.

―He tenido que lavar nuestra ropa, olía fatal, así que cogí lo primero que encontré en tu armario ―dijo.

Luego hizo una pausa al darse cuenta del bulto que crecía en mi pantalón.

―Bueno, veo que te has levantado de buen humor. Te vendrá bien toda esa energía acumulada para afrontar el duro día que nos espera ―dijo mientras terminaba de comer sus cereales.

―Ji, ji ―sonrió Nataly, con pícara maldad.

Me sonrojé y, disimulando mí enfado, empecé a preparar nuestro desayuno. Esta pava no lleva ni un día aquí y ya se piensa que es la reina de la casa. La tenía en gran consideración por haber salvado la vida a mi hermano, pero tampoco podía dejar que se me subiera a la chepa. Por suerte, Abel estaba distraído cogiendo un trozo de magdalena de la mesa y no se dio cuenta de nada.

―No tardéis mucho en prepararos, quiero bajar al pueblo a toda prisa ―dije.

―¿Ah, y ya sabes cómo vamos a ir? Por lo que he visto, en tu casa sólo hay una bicicleta ―replicó Ana, acompañada por la risilla de Nataly.

Cerré el armario de un portazo.

―Bueno, quizás tú, que eres tan inteligente, ya se te haya ocurrido algo ―respondí con sorna.

―Pues la verdad es que sí ―dijo, levantándose de la mesa―. Da la casualidad de que tus vecinos tienen un par de motos guardadas en su garaje.

―¿Y cómo sabes tú es…? ―quise preguntarla, pero su culo, marcado por mis pantalones de cuero negro, me dejó hipnotizado antes de que desapareciera tras la puerta de la cocina, seguida de su hermana.

Desayuné a toda prisa, regañando a Abel para que dejara de jugar a la consola y se terminara el Cola Cao. Cuando acabamos, ya nos estaban esperando en la puerta.

Sorteamos con facilidad la valla que nos comunicaba con el vecino. Pregunté A Ana cómo sabía que mis vecinos guardaban dos motos en su garaje.

―Una mujer tiene sus secretos ―dijo sin volverse.

―Ji, ji ―coreó Nataly.

Al llegar, Ana se movía por el garaje como si fuera su propia casa.

―¡Uala! ―soltó Abel al ver las motos.

Ana se subió en la Yamaha YZF R1, dejándome a mí con una Guzzi V8 . Arrancó antes de que tuviera oportunidad de replicar. ¿Es que acaso no hay nada que detenga a ésta tía para que haga lo que la venga en gana?

Le dije a Abel que se agarrara bien fuerte a mí y salimos detrás de las chicas. No tardamos mucho en llegar al pueblo. Íbamos tan rápido que los zombis no tuvieron tiempo ni de darse cuenta de que habíamos pasado por su lado.

Dejamos las motos cerca de la entrada al pueblo, necesitábamos entrar con sigilo. Corríamos, muy atentos a cualquier ruido o señal de aquellos seres. Ana miró los restos carbonizados de la comisaría. El destello de sus ojos me asustó. Quizás había tenido algo que ver con el incendio.

Nos quedamos paralizados cuando vimos la jauría de zombis que se habían reunido frente al ambulatorio. Nos agazapamos a observar tras un edificio. No estaba seguro de si Sebas e Iria seguirían vivos allí dentro, pero tenía que hacer algo por mi amigo antes fuera demasiado tarde. Iba a sacar el bate de mi mochila cuando un fuerte disparo resonó en toda la calle. Me asomé corriendo y vi a un niño cabezón. Iba cargado con una escopeta, disparando hacia los zombis y gritándoles para llamar su atención. La mayoría de ellos picaron el anzuelo.

―¡No, Miguel, no! ―gritó alguien al otro lado de la calle. Era el cura del pueblo, que salió de su escondite. Le seguía de cerca una chica joven.

Antes de que pudiera reaccionar, Ana salió a toda prisa en dirección al ambulatorio, cuchillo en mano. Los zombis ni se dieron cuenta de lo que se les vino encima. Tres murieron en un abrir y cerrar de ojos, al resto apenas les dio tiempo a darse la vuelta. Ana usaba el gran cuchillo como si estuviera ejecutando una coreografía. Cada movimiento calculado al milímetro, los cortes con la precisión de un cirujano, y con una fuerza que nunca había visto en una mujer. Cuando llegué con mi bate en alto, ya no quedaba nada contra lo que luchar.

―¡Sebas! ―grité.

―¿Gabriel? ―me respondió desde el otro lado de la barricada.

Me abrió incrédulo, sin dejar de mirar la montaña de cadáveres que nos rodeaban. A su lado, había un hombre que no conocía de nada. Fui a preguntar a Sebas por Iria, cuando la vi aparecer por detrás. Su cara reflejaba un poema de sufrimiento y angustia, pero aún conservaba un brillo de determinación en sus ojos.

―¡Por favor, salvad al niño! ―gritó el cura a nuestras espaldas.

Fue Ana quien habló.

―Ya no podemos hacer nada por él. Ayudarle ahora sería un suicidio.

―Lo mejor será buscar un sitio seguro antes de que los zombis vuelvan ―dije.

Nadie comentó nada más. ¿Acaso existía algún sitio seguro en éste maltrecho pueblo?

El cura levantó la cabeza.

―Vayamos a la Iglesia, si Miguel vive, nos buscará allí.

―Le agradezco su ofrecimiento, Padre, pero yo no puedo ir ―dijo Iria.

Ambos se miraron como si se perdonasen algo.

En ese momento, Sebas me cogió del brazo y me llevó a un rincón más apartado, en donde nadie más nos pudiera oír. Me explicó los planes de Iria, de que tenía que ir al laboratorio con el hombre desconocido, que se llamaba Jesús, y que aunque sentía darme de lado de nuevo, tenía que acompañarla. No se atrevía a dejarla sola con Jesús. No puse reparos, conozco de sobra a Sebas y se notaba que estaba enamorado de ella hasta la médula. Le hice prometer que no cometería ninguna locura y que volviera sano y salvo. Sonrió, y con su cuchillo, hizo una pequeña muesca en mi bate, como si fuera su firma.

―Así, cada vez que mires el bate, sentirás que estoy contigo ―dijo.

Nos despedimos de Iria, Jesús y Sebas. El cura parecía no querer moverse del sitio, mirando sin cesar hacia la dirección en la que había desaparecido Miguel. Fue la joven que la acompañaba quien le tiró del brazo, obligándole a moverse. Afortunadamente, pudimos llegar sin más contratiempos. En la iglesia había una mujer que se alegró mucho de ver al cura sano y salvo. Él, en cambio, no parecía sentir el mismo afecto por ella. Ana y yo investigamos el edificio de cabo a rabo. Yo intenté tocar las menos cosas posibles, siempre me dio muy mal rollo todo lo relacionado con la religión. El cura aún no ha bajado del campanario, al cual se subió nada más llegar, mientras balbuceaba algo sobre Miguel. Esa obsesión que tiene con el niño no me parece sana.

Ahora toca descansar, aunque hasta que no te encuentres a salvo no estaré tranquilo, Abel.

No Comments |