Carta 22

Querida hermana;

Pensé que era mi fin. Gracias a Álvaro (que Dios le bendiga), ahora puedo seguir escribiéndole, la única esperanza que me queda de salir de éste pueblo infernal.

A decir verdad, hace tiempo que sé y acepté mi destino: pudrirme en éste pueblo infecto y sin que el mundo exterior sepa ni haga nada al respecto. Pero no quiero hacerlo como la mayoría. Mi último golpe, mi último aliento, mis últimas palabras… quiero que sean de alguien que, a pesar de las circunstancias, luchó hasta el final y no se dejó llevar ni por el pánico ni por la desesperación.

Ahora sólo estamos Álvaro y yo. Nos encontramos en el ambulatorio, tercer piso, habitación 302. Tenemos las ventanas tapiadas y sólo disponemos de una pequeña brecha para pasar al exterior, situada en lo alto del montón de muebles que hemos apilado en las puertas. Los armarios están repletos de medicamentos y las últimas provisiones que Álvaro ha ido encontrando. Aún nos falta por registrar el último piso, que espero hacerlo yo misma cuando me cicatrice la herida de la pierna. La he perdido. Álvaro tuvo que cortármela para poder salvarme la vida. Estuve llorando mucho tiempo, me veía una vejestoria inútil, pero Álvaro me animó y hemos podido seguir adelante, aunque no lo tuvimos fácil.

Cuando me estaba debatiendo entre la vida y la muerte, Álvaro no se dio cuenta de que en la habitación había una de esas criaturas arrastrándose por el suelo, sólo con la mitad superior de su cuerpo y los intestinos dejando un rastro de sangre a su paso. Intentaba por todas sus fuerzas llegar hasta nosotros. No hacía ruido porque tenía una parte del cuello arrancada. Ni siquiera emitía un gemido. Sólo cuando este alcanzó su pie derecho se percató de lo que sucedía y se puso a chillar mientras intentaba deshacerse de él a patadas. Las demás criaturas que estaban en el mismo piso debieron escucharle, porque empezaron a sentirse pasos que me decían que se estaban dirigiendo hacia nuestra habitación. Álvaro empujó un escritorio para atrancar la puerta. Se las arregló para mantenerlos a raya, pero tuvo que sacrificar casi tres días de sueño para protegerme de ellas, puesto que yo no podía ni moverme.

En esos tres días juré que había oído a alguien chillar por los pasillos, alguien vivo. Una mujer, creo. Hemos acordado salir de nuestro escondite por turnos para buscar supervivientes y alimento. Ahora llevo muletas aunque me he atado a la espalda mi preciado bastón, pero tengo un par de jeringuillas llenas de ácido que voy utilizando contra esas bestias. Deberías ver cómo se retuercen.

Ahora mismo Álvaro está de inspección. Rezo por que encontremos a alguien más, porque yo sola no puedo salir de aquí, pero si somos muchos los que les plantamos cara, lo lograremos.

Si la carta no puede llegar si quiera a la oficina de correos, quien la lea, por favor, que sepa que aquí hay dos supervivientes.

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Carta 22

Querida Teresa:

Creía que las cosas no podían empeorar, pero lo hicieron.

Aparte de tener la iglesia llena de extraños y rodeada de demonios, el enemigo estaba en casa. El antídoto que tomó Miguel perdería su efecto tarde o temprano, pero el jodío no se transformaba. Aguantaba como un campeón, acurrucado en una esquina. El bueno de Abel quería dejarle su consola, pero el desgraciado de su hermano no le dejaba acercarse. Hasta la niña repelente había dejado de burlarse de él.

Como ya te he dicho antes, los zombis habían rodeado la iglesia, y no paraban de golpear la puerta. Estábamos sitiados y la comida empezaba a escasear. El chico de los tatuajes andaba de aquí para allá, nervioso como si fuera el General Custer antes de mandar a sus tropas a la muerte. La joven del pelo verde no dejaba de tocarle las narices. Parecía que era la que más controlaba la situación, comportándose como si fuera la reina del lugar.

El soldado nos incomodaba a todos con sus chulerías, y en más de una ocasión nos llegó a amenazar con su arma. Como cuando le recriminamos su conducta machista, acosando sin parar a Lucía. El día que esa chica hable, será para maldecirle. Ana siempre la tranquilizaba, las dos muchachas hicieron buenas migas.

Rocío me miraba como si me quisiera arrancar la cabeza. La pobre mujer nunca perdonará lo que le hice a su hija.

Pero lo peor fue cuando el maldito militar me encañonó con su pistola al intentar coger su botella de whisky de Kentucky

Decididamente, esa ya no era mi iglesia. Por un momento me habría gustado permanecer tirado en la capilla, como en los viejos tiempos, pero el vino se estaba acabando. Me daban envidia José Antonio y Rita, retozando por los rincones como jovenzuelos ajenos al mundo. Para colmo, Miguel había dejado de comer, ya no hablaba con su voz pastosa, ya no contaba tonterías sobre su tío el policía. De vez en cuando se ponía a tiritar como un poseso, y el soldado le apuntaba con el arma, insultándole y maldiciendo. Gabriel se le encaró, a pesar de que tampoco se fiaba del niño. Se pasaban todo el día enfrentados. Estaba claro que esos dos iban a terminal mal.

Yo intentaba consolar a Miguelín, leyéndole la biblia para exorcizar sus demonios. Ni siquiera miraba qué pasajes le iba a leer, cualquiera servía, y él parecía no reaccionar.

—Padre, ¿se va a morir? —me preguntó Abel.

—No, hijo, no —contesté—. Esta alma no la pienso perder.

Aquello era insostenible. La gente no paraba de discutir. Teníamos que salir de allí, pero no sabíamos cómo. Cada idea que se exponía era más disparatada. El cerdo de Mateo propuso que mandásemos a Miguelín como señuelo, para salir nosotros por la otra puerta. De buena gana le habría arreado un golpe, pero fue Ana la que le paró.

—No serviría —dijo—. Ahora es casi uno de ellos y le ignorarían.

Ahora el golpe se lo merecía ella.

—Pero no podemos tenerlo aquí con nosotros —farfulló José Antonio.

Ahora se lo merecía él.

—¿Y adonde iríamos? —preguntó Rocío.

José Antonio propuso que nos ocultásemos en el viejo convento que hay perdido en el monte. No me pareció buena idea, el convento de los agustinos estaba muy lejos, pero recordé el licor de hierbas que hacían los monjes y reconocí que sería un buen refugio. Quedaba la cuestión de cómo íbamos a salir de allí. Yo dejé bien claro que nadie separaría al niño de mi lado. Mateo insistía en su idea. Fue Ana la que propuso que el militar era el más indicado para hacer de señuelo. Mateo reaccionó apuntándonos a todos con su arma.

—¡Qué te lo has creído, zorra! —exclamó el militar.

Gabriel, en un ataque de locura, se abalanzó sobre él. Lucía movía la boca como si gritara. Las puertas cedieron y los zombis entraron en la capilla, saltando sobre las trincheras. Mateo soltó a Gabriel y empezó a dispararles, pero eso tampoco les detuvo.

Miguel apareció corriendo de la nada y, arrebatándole una granada al militar, se abalanzó sobre la horda.

—¡Marchaos! —gritó.

Quise pararle, pero alguien me sujetó y me sacó por la puerta trasera. No paraba de gritar, los zombis salían por todas partes. Lo último que recuerdo fue ver la Iglesia saltar por los aires.

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Carta 22

Querido Lucas,

Hay que estar mal de la cabeza para hacerse pasar por un zombi, pero lo que sí que es imperdonable es que nos hicieras creer durante una semana que eras uno de ellos y que sólo esperabas el momento adecuado para darnos el golpe de gracia. Sin duda, eso es ser mala persona. Pese a todo, tengo que admitir que te debo una, pues jamás hubiéramos salido de la casa por nuestro propio pie. Ya ves que hasta Roco decidió irse por patas. No le culpo. Es más, agradezco infinitamente la paz que reina desde que se fue.

—¿Entonces qué? ¿Os apuntáis? —nos preguntaste por vigésima vez.

¿Apuntarnos? ¡Tu plan es de locos! Pese a todo, he de reconocer que yo me habría apuntado sin pensarlo dos veces. Si no ha sido así, sólo es porque a Sergio le puede el sentido del Bien y el Mal. De modo que, se lo pintaras como se lo pintaras, no ha hecho más que negarse en rotundo convencido de que cuenta con mi apoyo. No pongo en duda sus razones, todas muy loables. Sin embargo, la cuestión es que tú eres el héroe indiscutible de la historia y cuando estamos contigo sé que nunca puede pasarnos nada malo. Es puro y simple instinto de supervivencia.

El día en que me marché con Pedro y Vero, se te ocurrió que lo más seguro en un mundo de zombis era hacerse pasar por uno de ellos. Pensaste que la forma de conseguirlo era imitando su olor nauseabundo y sus pautas de comportamiento. De modo que decidiste dejar a Sergio e intentarlo por tu cuenta. No sólo porque era un plan descabellado en el que no tenía por qué participar tu amigo, sino porque Sergio era un pésimo actor que acabaría arruinando tus planes. Al principio, los zombis desconfiaron de ti. Sin embargo, aprendías rápido y pronto supiste pasar desapercibido, consiguiendo que te aceptaran como a uno más. Cuando tienes madera de líder, humanos y zombis somos lo mismo. Así que cuando saliste tras Sergio, te iban siguiendo cinco de aquellos muertos vivientes. Al poco, te diste la vuelta y eran cincuenta… y unos días después, sin saber siquiera cómo, ya liderabas a un ejército de cientos de ellos. Entonces es cuando se te ocurrió que si conseguías reunir a miles de zombis, sólo era cuestión de dirigirlos hacia un control militar, donde entretendrían al personal, mientras tú salías echando leches. Era un plan perfecto, si pasabas por alto las implicaciones que conllevaba.

—¿Me estás diciendo que quieres salir de aquí con ayuda de los zombis? —te dijo Sergio sin poder dar crédito a sus oídos— ¡Pero eso quiere decir que vas a dejar que salgan de aquí! ¡Vas a condenar  a la gente que está ahí fuera!

—¿Y qué? —le respondiste con un gesto teatral—. A mí me da igual la gente de fuera, no les conozco. De hecho, la mayoría de ellos ya son unos zombis, sólo que aún no lo saben. Lo único que sé es que quiero salir de aquí antes de que el ejército tire una bomba para liquidarnos a todos. ¡Porque eso es lo que va a pasar!

—¡Estás pirado!

—Bueno, ¿y qué es lo que sugieres tú que hagamos? —le preguntaste con aire desdeñoso.

Entonces Sergio se callaba y se volvía hacia mí buscando apoyo, topándose únicamente con mi mirada de póquer. No sé cuántas veces habéis tenido esta misma discusión, cambiando sólo algún acento o tiempo verbal. La cuestión es que se iba acercando el momento en que teníamos que decidir si nos íbamos contigo o si seguíamos por nuestra cuenta y yo sólo sabía que si nos quedábamos solos, estábamos perdidos.

—¿Entonces qué? ¿Os apuntáis? —nos preguntaste ayer por última vez.

—¡Nos vamos contigo! —te anuncié inesperadamente.

Y todo porque la noche anterior había conseguido convencer a Sergio, con ayuda de uno o dos besos  y un par de caricias, de que la única manera de pararte los pies, es uniéndonos a ti. Quizás podamos advertir a los militares sobre tus planes, o quizás encontremos la forma de liquidarte antes de que cometas esa locura que tienes en mente. Al menos así se lo he vendido a Sergio. Para mí sólo es cuestión de supervivencia y está claro que no estamos preparados para sobrevivir sin ti. Luego ya improvisaremos algo.

Así que aquí me tienes ahora, formando parte de un enorme ejército de zombis que marcha hacia el pueblo para engrosar sus filas antes de dirigirnos al control militar que nos lleve hacia la libertad. Vestida con unos andrajos, toda despeinada y oliendo a mil demonios, camino lentamente junto a mi hermana, que no me reconoce, pero misteriosamente no se despega de mi lado. Quizás tengas razón  y no sean tan distintos a nosotros. Sergio, que no se fía, nos sigue de cerca… y tú, tú al frente del grupo, como siempre.

Alicia.

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