Carta 23

Querida hermana;

 

Ésta última semana Álvaro y yo hemos estado un poco ajetreados entre la búsqueda de provisiones y supervivientes. A pesar de que ahora, a parte de vieja, soy minusválida, creo que me desenvuelvo bastante bien. He improvisado lo que yo llamo “la patarueda”, que me ayuda a protegerme y sirve como vía de escape rápida.

Simplemente no quería llevar muletas, y Álvaro me ayudó a atarme a la pierna una pata metálica de camilla con su ruedecita chirriante (es adorable). ¡Hasta puedo volver a correr! Siento que ya nadie me va a parar; esos malditos apestados lo pagarán caro.

Eso sí, a veces se sale del sitio y sale volando, pero la última vez tuve la suerte de que impactó en una de esas criaturas y Álvaro tuvo tiempo suficiente para acabar con él.

Por cierto, ¿se acuerda de que escuchamos a alguien gritar? Pues resulta que era una chica, una jovencita que había ido a parar al ambulatorio gracias a que Álvaro había colgado un trozo de sábana por la ventana con las palabras “SOS Aquí”. La chica entró por una de las puertas de atrás y nos estuvo buscando por todos los pisos. Justo cuando pasaba por nuestra puerta nos escuchó conversar, pero en ese momento se acercaban más criaturas de esas y salió corriendo presa del pánico. Cuando la escuché uno de esos la había agarrado por el bajo del pantalón. Pudo salvarse gracias a que llevaba el hacha que arrebató a su padre cuando éste se volvió loco e intentó matarla.

Parece asustadiza pero cuando la acorralan se envalentona y saca todo su potencial. Los tres formamos un buen equipo de matanza; Tamara (no había dicho su nombre hasta ahora), Álvaro y yo. Mientras Álvaro llama su atención, Tamara y yo nos esperamos en un rincón, a cada lado del pasillo, y cuando se acerca uno de ellos nos abalanzamos y no paramos hasta que agota su último suspiro.

Creo que he encontrado un grupo en el que de verdad me siento integrada. Los tres sabemos exactamente el papel que desenvolvemos y lo próximo será limpiar de una vez por todas el ambulatorio de “intrusos” y empezar a tapiar puertas y ventanas.

Hoy me siento rejuvenecida de nuevo.

Le quiere,

Aurora.

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Carta 23

Querida Teresa:

Me quiero morir, te juro que me quiero morir.

No sé como he llegado hasta aquí, solo recuerdo ver explotar la iglesia, solo recuerdo ver morir a Miguel. Ese estúpido cabezón se empeñó en ser un héroe. Su tío, el policía estaría orgulloso. ¿Te lo puedes creer? El muy idiota está muerto. ¡Habría sido mejor que se lo hubieran comido sus padres!

Le fallé, hermana, le he fallado a él, a Dios, y a mí mismo.

Descansa en paz, Miguel.

Cuando desperté, el pequeño Abel me acariciaba la cabeza como si cuidara de un bebé. Tenía los ojos llorosos y supuse que lamentaba la pérdida de su amigo. La niña repelente apareció con una botella de vino de Chiclana para mí. No dijo nada, ni siquiera se burló. La pobre se asustó cuando le arrebaté la botella de las manos, y me aferré al bendito licor como única salvación. Nos encontrábamos en un oscuro almacén. Todos parecían muy tristes, Rita, José Antonio, Ramona. Como si fuera un funeral. Lucía había preparado unos bocadillos de atún con pan rancio para los niños. Nadie decía nada. Eché en falta a la chica del pelo verde.

—¿Donde está tu hermana? —le pregunté a la niña.

—Se ha ido con el soldado a buscar a mi hermano —contestó Abel.

Entonces recordé, como fogonazos, nuestra huida del pueblo. La explosión, los disparos, los zombis, el maestro cargando conmigo. Todo era muy borroso. Vi al militar disparando a todas partes, y al muchacho golpear a los zombis con su bate de béisbol. Intenté recordar la promesa que le hice antes de que le perdiéramos.

—Pobre Gabriel —pensé.

Quise abrazar al chiquillo, al fin y al cabo ambos habíamos perdido a alguien, pero luego me lo pensé mejor y tomé un trago de vino.

—¿Donde estamos? —pregunté.

—En el refugio de montaña —contestó José Antonio.

Quise pensar que habíamos salido de aquella pesadilla, pero entonces vi que el sitio estaba desolado. José Antonio me contó que cuando llegamos allí no encontraron supervivientes ni cadáveres, ni siquiera zombis, sólo un refugio abandonado. La estanquera no paraba de preguntarse qué habría pasado ahí. Me costó un par de tragos de vino asimilar todo aquello. Ya llevábamos dos días ahí y yo no me había enterado. Me dio por pensar cómo le iría a Ana con el cerdo de Mateo, si a él se le ocurriría hacerle algo, y si ella se lo permitiría. Abel estaba dibujando nuestra ruta en un mapa arrugado, con una pintura roída. Era el mapa de Miguelín. Parecía que aquel niño podía entender las indicaciones que Miguel había escrito con su letra de chichinabo. Lucía vio mi cara triste y me sacó a pasear por el allí. El panorama era terrorífico, no había ninguna muestra de vida, sólo casquillos de balas y charcos de sangre. Estaba claro que el ejército había intervenido. Me pregunté por qué se habían llevado los cuerpos. ¿Qué estarían planeando el militar del mostacho y sus soldados?

Me decidí a salir fuera para tomar un poco el aire. Entonces vi una sombra en la entrada. Era uno de esos malditos monstruos. Jadeaba y se retorcía, sin moverse de ahí. Cuando me miró con sus ojos amarillos, me quedé paralizado. En cualquier momento saltaría sobre mí, pero era incapaz de reaccionar. Cuando oí chillar a Ramona, comprendí que no me miraba a mí, sino a ella, que permanecía asustada en la puerta del refugio. Era Bernardo, su marido, o lo que antes fue Bernardo. Ahora se le veía babear la conocida sustancia verde. Daba la impresión de que había estado buscándola todo este tiempo. La sangre se me heló cuando pensé en los restos de su hija, enterrados en el patio de la iglesia. Fue un momento muy tenso, él miraba y gruñía, pero no se decidía a atacar.

Ya estábamos dando por hecho nuestra muerte, cuando unos disparos le reventaron la cabeza. Creí que era Miguel, que había vuelto a salvarme, pero se trataba del militar, que venía con Ana. Ella estaba muy triste, pero no quise preguntar. Entré corriendo en el almacén, a buscar más vino.

 

Todo esto es un misterio, pero por fin he conseguido relajarme. Aquí no hay luz ni agua corriente, pero el almacén está repleto de comida y bebida. Ramona nos ha puesto unas latas de fabada frías para cenar. La pobre no para de llorar. Me gustaría poder consolarla, pero hace mucho que no quiere cuentas conmigo. Me gustaría poder consolar también al pequeño Abel, pero ni siquiera puedo consolarme a mí mismo, solo beber vino.

 

Esto es mucho, hermana, ya no puedo con tanto, solo quiero morir.

 

P.D.: Padre, si de verdad existes, sálvanos o mátanos de una vez por todas.

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