Carta 17

Hermana;

Éstas últimas semanas me han hecho enloquecer un poco más. Cuando descubrí que la Sra. Ramona, la estanquera, no trajo tabaco, estuve unos días sin poder levantar cabeza. Al principio me enfurecí con ella y no le hablé, culpándole de mi tragedia. Ahora comprendo, aunque no por eso comparto, que lo único que quería era ponerse a salvo. El inconveniente que ha acaecido es que hay una boca más que alimentar, por lo que mis dolores de tripa van en aumento al mismo tiempo que mi peso baja. Y, para colmo, ya no puedo andar ni diez minutos sin que mi pierna me recuerde lo vieja e inservible que soy.

El Padre debió haber disparado la escopeta cuando estuvo a tiempo, así se habría terminado éste suplicio de una vez por todas.

Siento que El Señor me ha abandonado. Ramona nos ha relatado toda su historia desde que salieron las primeras criaturas, y perfectamente se podría utilizar como un cuento para asustar a los más valientes. Gente desaparecida, niños comiéndose a mayores, animales que se vuelven locos, comida putrefacta esparcida por las calles, casas abandonadas y ni un alma viva en el pueblo.

No debí haberme ido de mi casa. Al menos me reconfortaba poder dormir en mi cama, cambiarme de ropa cada día y recordar tiempos mejores, mientras compartía una lata de conserva con esos carcamales que ya están junto a Dios. Hasta estoy empezando a echar de menos a mis hijos, que todavía no sé siquiera dónde están. Quizá mi ignorancia hacia ellos es lo que está haciendo que ahora sufra terriblemente.

Al que veo sufrir en silencio es al cura. Es quien manda aquí, lo reconozco, pero llevar un grupo de desgraciados a su cargo seguro que está dejando huella en él. Se pasea por la iglesia y no habla mucho. Creo que está maquinando algo, su mirada me hiela la sangre.

Hace pocos días nos dijo que sería mejor abandonar la iglesia, que ya no era un lugar seguro. Me lo pensé, hermana, y al principio lo encontraba una locura. Verme en medio del pueblo, con mi bastón, mientras alguna de esas criaturas me persiguen (las cuales, ya sabe que son más rápidas que yo), no me da muchas esperanzas.

Ahora lo veo hasta sensato. Casi no nos quedan provisiones, y creo que tanto el cura como yo no aguantaremos mucho más sin nuestros vicios. Además, la Sra. Ramona quiere ir al ambulatorio para ver si su hija desaparecida se encuentra allí.

Yo sólo deseo que no nos encontremos en una situación peliaguda y tenga que aplicar la misma medida que realicé hará unos meses, con los ahora «viejos amigos» del cementerio. Puedo estar coja, ser vieja y no muy fuerte para defenderme sola ante lo que hay ahí fuera, pero cuando se trata de sobrevivir…

Al menos rece por mi alma, hermana, porque no sé si voy a salir viva ésta vez.

Aurora.

No Comments |

Carta 17

Hola prima:

Me pasé toda la noche sin dormir. Estaba tan excitada con hacer la autopsia que mi mente no paraba de imaginarse supuestos escenarios donde fracasaba una y otra vez.

Ya había amanecido cuando el sueño empezaba a acariciarme. Sin embargo unas voces me despertaron. Eran Gabriel y Sebas.

Fui hacia la puerta principal preguntándome por que hacían tanto alboroto. Gabriel recogía sus bártulos y daba instrucciones a Sebas.

Llegué a tiempo para la despedida. Se iba a buscar a su amigo herido; estaba preocupado por su estado. La verdad, yo también. Había pasado mucho tiempo, quizás ya era tarde.

Se me hizo un nudo en el estómago. Gabriel salía al exterior, donde todos esos zombies deambulaban por las silenciosas calles pestilentes. Quería persuadirlo de que era una temeridad; pero, si yo estuviera en su piel, no habría nada que detuviera mi voluntad.

Lo único que pude decirle, esperando que fuera de utilidad, es que podía esconderse en la iglesia; allí había supervivientes.

Sebas y yo nos quedamos a solas en aquel lugar. La verdad, prima, esperaba algún comentario obsceno; pero mantuvo las distancias.

Sentimos golpes fuertes en una de las puertas de la zona infantil. Era el señor Marco, ya se había despertado y de muy mal humor. Cogí el arma y la cargué de dardos. Sebas agarró una pata de metal de una mesa.

Cuando llegamos a la puerta, varias astillas salieron disparadas de la cerradura. Con cada golpe, las grietas amenazaban con desquebrajarse. Sebas colocó la mano en el pomo. Nos observamos fijamente y contamos hasta tres sin mover los labios.

Sebas abrió la puerta unos segundos antes de que la enorme masa batiera contra ella. Al no encontrar ningún obstáculo, el cuerpo de Marco cayó al suelo. Disparé al pecho y a la frente; mientras, Sebas le golpeaba las piernas y los brazos, impidiendo que se moviera. Me recordaba a una cucaracha intentando rodar sobre su espalda para levantarse.

Necesité una dosis superior a la del día anterior. Estaba a punto de darme por vencida cuando sus miembros cayeron al suelo.

Preparé el material instrumental. Sebas subió el cuerpo a la camilla. Le intentamos quitar la ropa, pero la mayoría de los tejidos se habían fundido con la carne putrefacta.

Sé que estaba dormido. Sé que pone en riesgo nuestra ética; pero no puedo verlo como un ser humano.

Cogí el bisturí y le abrí el pecho. Un hedor a descomposición nos mareó. Sebas apartó la cabeza y vomitó. Era una pena no haber encontrado un bote de vaselina, eso ayudaría a soportar el olor. Tardamos unos minutos en recomponernos, el tiempo que tarda en adaptarse el sistema olfativo.

Las entrañas eran un amasijo de carne descompuesta. Sus órganos estaban grisáceos e hinchados, hasta tal punto que parecían deformes. Los huesos eran muy duros, ni la sierra era capaz de romper las costillas; pero a base de insistencia acabaron cediendo. Según iba quitándole los órganos para estudiarlos, estos se deshacían en mis manos.

Cuando íbamos hacia el corazón, vimos una masa negra que ocupaba su lugar. Cogí un escalpelo y toqué esa cosa. Era una especie de moco negro. Al rascarlo, descubrí un corazón sano. Aquel moco protegía el órgano, aunque su latido era casi inexistente; lo justo para mantener la sangre en movimiento.

En ese momento no entendí por qué se mantenía el corazón vivo, si los órganos estaban muertos y no necesitaban riego sanguíneo. Pero esta duda se disipó cuando abrí su cráneo.

Su cerebro, al igual que el corazón estaba cubierto por esa mucosidad. El cerebro parecía sano. Realice una biopsia en varias zonas, y guardé las pruebas para analizar en el laboratorio.

Prima, esa cosa se adueña del corazón para dar un mínimo de riego al cerebro, conservando sus funciones primarias: comer y beber. También defecaría, pero tiene el aparato digestivo y gástrico podrido.

Tengo que volver al laboratorio lo antes posible, necesito confirmar mi teoría. Si es cierto, no hay cura. Sólo se puede retrasar los efectos. Al final; el cuerpo se muere.

Sebas me observaba con cara de preocupación. Creo que tenía varias preguntas que hacerme, pero no se atrevía a pronunciarlas.

Me fui al baño, necesitaba refrescarme.

No pude evitarlo, destapé mi hombro y vi la carne. Me dio tanta rabia que me lleve la mano y clavé las uñas. No sentí nada, no había dolor ¿Sabes lo que significa eso? Que una parte de mí ya esta muerta. En mis uñas había grandes trozos de carne, me quedé observando mientras se descomponía entre mis dedos. La vena de mi espalda estaba más hinchada y unas pequeñas ramificaciones rodeaban parte de mi cintura y se dirigían al otro hombro.

No sé cuanto tiempo me queda.

Prima, tengo miedo.

Intento no sumirme en la desesperación de ser consciente de mi pútrida muerte. Siento algo de envidia por esos zombies; no sabían en que se convertían. Ya no sé si el brebaje es una buena idea. A veces la ignorancia es un don.

Iria

P.D.: Una vez leí que no importaba el tiempo que nos quedaba, sino lo que hacíamos con él.

No Comments |

Carta 18

A quien quiera leerlo:

Me costaba respirar.

Al abrir los ojos vi cómo el volante del jeep estaba aplastando mi pecho. Apenas podía moverme.

―Maldita sea ―pensé―. Últimamente no hago más que tener accidentes.

Intenté liberarme, pero mis esfuerzos eran inútiles. Miré a mí alrededor, pero allí no había nadie. Empecé a ponerme muy nervioso. Con cada movimiento me dolían todos los músculos, aprisionándome aún más entre el asiento y el volante. Grité de puro terror cuando una mano se posó en mi hombro.

―Tranquilo tío ―me dijo el Paji―. Te ayudaré a salir de ahí.

―¿Qué ha pasado? ―le pregunté.

―Que nos topamos con una cadena de pinchos de esas que pone la policía en las carreteras. Reventaron las cuatro ruedas ―me respondió.

―¿Y los demás?

―Están bien, conseguimos salir mientras tú estabas inconsciente.

Me sonrojé. No podía creer que yo me hubiera desmayado por tan poca cosa.

Ya casi estaba fuera cuando oí un gruñido a las espaldas del Paji. No le dio tiempo a volverse cuando tres zombis se abalanzaron sobre él. Empezó a correr, intentando quitárselos de encima, pero ya era demasiado tarde. Cayó, y esos monstruos empezaron a desgarrar su enorme tripa. Conseguí salir del Jeep y fui directo a rescatarle, pero una mano me frenó en seco.

―¡Ya es tarde, Gabriel! ―me gritó el Rulas―. Tenemos que salir pitando de aquí.

Tenía razón, así que me fui detrás suya. Vi mi mochila tirada al lado del Jeep y la cogí sin detenerme. Suko nos esperaba apoyado en un árbol. Entre el Rulas y yo le agarramos por los hombros y huimos de allí.

No tardamos mucho en volver a oír los gruñidos detrás nuestra. Llevar a nuestro amigo malherido nos frenaba mucho.

―Haríais bien en dejarme, tíos ―resolló Suko―, a este paso nos pillarán a los tres.

―Ni de coña ―respondí sin pensar.

El Rulas me miró, la determinación en sus ojos me hizo dudar. Rechiné los dientes. De nuevo él tenía razón, no llegaríamos muy lejos así. Tampoco podíamos luchar, ellos eran decenas y nosotros no teníamos armas de fuego. Nunca dejaría atrás a un amigo, pero no quería morir allí dejando solo a mi hermano en éste mundo.

Quise darle el bate, para que se defendiera con uñas y dientes, como un tigre, pero me lo rechazó con una sonrisa.

―Ya tengo a mi “Francisquita” ―me dijo sacando su navaja.

―Conseguiré cargarme al hijoputa que ha provocado todo esto, lo prometo ―sentencié pegando mi frente a la suya.

El asintió sin dudar y dijo que nos fuéramos ya. Se apoyó sobre un árbol y alzó la navaja por delante de su pecho.

―¡Tigres hasta la muerte! ―dijo gritando nuestro lema.

No volvimos a mirar atrás, ni siquiera cuando nos llegaron los gritos desquiciados del Suko, mezclados con los ruidos agonizantes de esos monstruos.

El camino hacia el pueblo estaba infectado por esos seres, así que no nos quedó más remedio que huir hacia mi casa. Necesitaba analizar con calma todo lo que había pasado y pensar en nuestro siguiente paso.

Pero la suerte no estaba de nuestro lado. A los laterales de la carretera emergían más zombis, manchados de sangre fresca y con trozos de caballo entre los dientes.

Cuando ya casi habíamos llegado a la urbanización, vimos que un camión tapaba la entrada al complejo. Parecía que los vecinos habían montado una especie de barricada para protegerse de los infectados.

―¡Saltemos por encima del muro! ―le grité al Rulas encaramándome al enorme vehículo.

Cuando llegué arriba del todo, le tendí la mano para ayudarle a subir.

―Espera tío, se me ha caído la “china” ―me dijo mientras se agachaba a recogerla.

―Deja eso, coño, que no hay tiempo ―le espeté. Los zombis estaban casi pegados a su culo.

Levantó la mano, orgulloso, mostrándome la “china” recién recuperada, mientras que con la otra agarraba la que yo le tendía. Aún no había terminado de subir del todo cuando uno de esos monstruos le cogió del pantalón. Tiré con todas mis fuerzas, usando ambos brazos. Mi amigo me suplicaba que no lo soltara, por mi puta existencia, y cuando creí que ya lo había conseguido,  expulsó un torrente de sangre por la boca. El zombi le había arrancado media pierna de cuajo. Cuando Rulas se volvió para mirarme de nuevo, vi el pánico reflejado en sus ojos, mezclado con triste resignación.

―Ostias, que putada tío.

Y esas fueron las últimas palabras de mi amigo, envueltas entre estertores sangrientos y fuertes convulsiones.

No pude gritar como en las típicas películas baratas, en las que el protagonista exclama al cielo mientras la cámara se va alejando hacia arriba. No hice más que observar cómo la vida de mi amigo se iba deslizando entre mis dedos.

Me dejé caer al otro lado del muro, con la vista pegada al suelo. Aún podía sentir el calor del Rulas en mi mano. Me apoyé sobre la garita de seguridad y me desahogué  hasta que la garganta empezó a arderme.

Ahora, de nuevo en casa, me siento más solo que nunca. Si no te encuentro pronto voy a enloquecer, Abel.

Te necesito más que nunca, hermano.

No Comments |