Hola prima:
Desconozco si alguna vez recibirás mis cartas o si te enterarás de lo que realmente sucedió en este pueblo. Escucharás versiones e historias en los medios de comunicación, pero te garantizo que ninguna de ellas se acerca a la verdad.
Sebas llevaba el cuerpo sin vida de Ana, no podíamos entrar en el monasterio con ella en brazos. Dimos la vuelta a la iglesia, allí se esconde un pequeño cementerio antiguo profanado por el paso de los años.
Había una losa abierta en el suelo custodiada por un ángel que en su momento debía ser brillante y hermoso, sin embargo ahora era gris oscuro, con la mirada perdida en el cielo.
Introducimos el cuerpo de Ana, me hubiera gustado ponerle unas flores, pero todo lo que germinaba en aquella tierra estaba marchito, seco y ponzoñoso. Cerramos la tumba y nos quedamos en silencio durante unos segundos.
Le dimos la espalda al ángel misericordioso y, sin volver la vista atrás, nos fuimos hacia la puerta de la iglesia; teníamos que entrar.
Sebas la golpeó con fuerza. Gritamos suplicando ayuda, los del otro lado tenían que comprender que no éramos zombis ni militares, si no unos pobres desgraciados igual que ellos.
La puerta se abrió con pesadez. Unas manos aparecieron desde el interior y agarraron a Sebas con fuerza. Preparé mis dientes para arrancarle la carne, pero me di cuenta que ambos amigos se fundían en un abrazo de desesperación.
Cuando yo entré, la respuesta no fue tan afectuosa. Escuché unos gritos y, al levantar la mirada, vi varias armas que apuntaban a mi cabeza. ¿Tan mal aspecto tengo? Supongo que la respuesta era obvia.
Sebas se colocó delante de mí, en señal de protección, y comenzó a discutir con el mismo que segundos antes le abrazaba. Era uno de sus amigos de la pandilla, creo que se llama Gabriel. Lo conocí el mismo día que a Sebas y estaba buscando a su hermano o a unos amigos, ya no lo recuerdo, ha pasado tanto tiempo y tantas cosas.
Al fin las armas bajaron. Levanté ligeramente la vista para ver quien estaba a nuestro alrededor; una pandilla de niños, una chica, un fraile y un cura. Si el cura estaba allí, Miguelín, el pequeño y valiente muchacho también debía estar, le había dado un poco de brebaje para que sobreviviera. Me dirigí hacia la derecha, cerca de la estatua de una mujer suplicante que agarraba a un hombre semidesnudo que caía a sus pies. Miguelín no estaba, no era difícil imaginarse que le había ocurrido.
Observé al cura, al bueno para nada, no merecía estar vivo, como dicen: “hasta los cerdos tienen suerte”. El borracho me devolvió la mirada tímidamente y la apartó a los pocos segundos, leí la culpa en su frágil carne.
Salí del atrio y anduve por la nave central. Sentí los ojos de todos ellos observándome con furia y miedo. No se fiaban de mí, no los culpo, si estuviera en su lugar tampoco me fiaría.
Las tripas volvían a sonar, ¡Qué hambre! Me fui hacia el crucero, desde allí podía ver la sacristía y la entrada al monasterio. Si no me equivoco en aquel lugar tenía que haber varias salidas: la puerta funeraria, la de la cocina, y la cilla. ¿Estaban todas cerradas?
Sebas me observaba mientras me alejaba de ellos. Tenía tanta hambre que no era seguro que me quedara allí, era mejor estar lejos de las tentaciones y no había mejor sitio que la sala capitular; un lugar de oratoria y perdón.
La puerta estaba abierta, en el centro descansaba un ambón de mármol blanco donde esperaba una biblia ajada con letras doradas y un hilo de seda rojo que marcaba la última página que se leyera en la última reunión. Apoyados en las paredes descansaban unos bancos de madera desgastados, donde los monjes se deleitaban a escuchar y a confesar sus pecados
Los estallidos, los golpes y los gritos no tardaron en llegar. Algo estaba pasando en el interior de la iglesia. Abrí la puerta justo en el momento en que el cura corría con los niños detrás del monje a través del refectorio. Era ilógico ir por ahí, no había salida, se estaban metiendo en la boca del lobo.
Estaba detrás de ellos, manteniendo la distancia, mientras a mi espalda escuchaba más gritos y balas. No hacía falta que lo viera, sabía que los militares habían entrado dispuestos a acabar con nosotros.
El viejo fraile corría como si el diablo quisiera llevarlo. Cuando llegué a su altura, el cura y los niños entraban en una habitación oscura, aquello me dio una mala sensación. Vociferé, pero los gritos ponzoñosos del Fraile eran más altos, observé atónita como los encerraba.
Empujé al fraile, pero era inamovible. Lo siento prima, pero no pensé, lo agarré del cuello, eche la cabeza hacia atrás y le mordí en la base del hombro. El viejo me observo gritándome en latín miles de maldiciones, pero al fin conseguí que se apartara. Empujé la puerta pero no tenía suficiente fuerza para hacer que se moviera.
No se cuanto tiempo estuve intentado sacarles de ahí, pero me pareciendo horas hasta que vi a Gabriel y a una chica que corrían hacia donde yo me encontraba. Me hice a un lado y observé como echaban la puerta abajo sin esfuerzo. ¡Que pequeña me sentí!
En el interior vimos unas sombras grises que se acercaban con las bocas abiertas en busca del cura y de los niños. Me quedé petrificada, el viejo fraile estaba alimentando a sus hermanos. Ya no me sentí tan culpable por haberle mordido, al fin y al cabo ya estaba podrido.
Gabriel y la muchacha dispararon a los zombis, no tardaron mucho en liquidarlos. Yo esperaba en una esquina a que apareciera Sebas para ayudarnos, pero no había nadie más.
El cura salía a salvo de su cautiverio con el rostro compungido y preocupado; los niños aparecieron detrás de él, el susto ya se les había pasado. Increíble lo que hace la inocencia infantil, siempre se sienten seguros si hay un adulto para salvarlos, pero ¿Qué pasa cuando el adulto es el peligro?
Gabriel se acercó a unos pasos, con la cabeza agachada. Sabía perfectamente lo que me iba a decir, no soy tonta. Todo el grupito estaba aquí menos Sebas. Sus palabras tartamudeaban en su boca, las escuchaba pero no querían permanecer en mi mente, simplemente me negaba a oírlas.
Me fui hacia una esquina, me deje caer en el suelo y me quedé allí sentada, sintiendo la fría pared contra mi espalda. Cerré los ojos y dejé caer la cabeza. ¿Ahora qué? Todos mis allegados estaban muertos. Sólo quedaba este pequeño grupito en todo el pueblo y desde luego no me necesitaban.
Me había prometido encontrar a Carmen y buscar venganza, esas son ideas propias de películas de cine, ahora vivo la realidad y aquí no existen finales felices, ni historias épicas. Si este era mi fin yo elijo como y cuando poner el punto final.
El grupito feliz se alejó corriendo ¿Debería seguirles? Unos gritos procedían del exterior del monasterio. Me acerque a una de esas grandes ventanas coloridas y observé como unos zombis surgían de entre la maleza para atacar a los militares. Veía como sus cuerpos descompuestos ardían, como los disparos los arrojaba al suelo. Se movían torpes y tontos, guiados por un único sentido animal que solo deseaba alimentarse.
Salí al pasillo principal y me moví con cautela por el monasterio, mi objetivo era llegar a la cilla y de ahí poder escapar a través de los zombis.
Debía estar cerca, el monasterio no era tan grande. Abrí la puerta, ya podía oler el humo que asolaba todo el pueblo. Nada más sacar un pie fuera de casa un disparo golpeó mi pierna derecha, cerré la puerta de golpe, pero del otro lado alguien la golpeó brutalmente intentando abrirla.
La puerta cedió a los continuos golpes que estaba recibiendo. El olor a carne quemada entró acompañado de un militar que apuntaba con su arma a todo lo que se encontraba. Salí de mi escondite y le golpee con un palo de escoba que me había encontrado detrás de la puerta. El militar se giró sorprendido, no era el efecto que quería causar.
Me golpeó con la culata en el rostro, perdí el equilibrio, en unos instantes estaba en el suelo recibiendo patadas en las costillas. Debería de dolerme, pero no era así. Le agarre la pierna con las dos manos, abrí la boca y comencé a morder donde pude, su tela era dura y fuerte, los golpes que me propinaba en la cabeza eran molestos, pero no paré hasta que sentí como su carne se volvía mantequilla entre mis fauces.
El militar gritaba desesperado. Dejó de golpearme para escapar corriendo mientras intentaba esconder el trozo de carne que le había arrancado. Corrí detrás de él, parecía que la fuerza volvía a mi cuerpo, salté sobre su cuerpo y moví mi mandíbula incansable hasta que me quedé saciada en un mar de éxtasis caníbal.
Ahora podía pensar con tranquilidad sin la sombra del hambre nublando mis neuronas. Salí del monasterio y me escondí entre unos árboles. Los zombis no tardaron en llegar a mi altura y tal y como había hecho en otra ocasión, sólo tuve que estar quieta mientras ellos se movían.
Prima, todas las piezas están moviéndose en un tablero de carne y sangre. Espero que no me odies por lo que voy hacer, pero esta será mi venganza.
Iria.
P.D.: Espero que Carmen pueda perdonarme, no puedo ayudarla, ni siquiera puedo escapar de esta cadena de sucesos que me tiene atrapada. Perdóname.