Hola prima:
Esta pesadilla no hace más que continuar.
Por la noche, el silencio es perturbado; se escuchan sonidos de gemidos ininteligibles que provienen de todas partes. Me tapé los oídos, no quería seguir escuchándolos, esos murmullos se metían en mi cabeza y las imágenes de gente masticando carne se instalaban en mis neuronas.
Vi a uno de ellos pasar por delante del escaparate. Se movía despacio, como si cada paso fuera un esfuerzo demasiado agotador. Movía la boca como si estuviera masticando algo, un líquido negro le escurría por la barbilla. Se quedó parado olfateando el aire; movía la cabeza a los lados buscando algo que se escapaba de mi visión. Se giró hacia el escaparate y se abalanzó sobre la verja, la agarró con fuerza e intentó moverla torpemente. Mi nuevo compañero y yo observábamos atónitos, acojonados por el miedo. Después de mucho esfuerzo el zombie se rindió y siguió su camino.
Despuntaba el alba cuando conseguí dormir brevemente. Un sonido metálico del exterior despertó a mi compañero, tenía los ojos hinchados. Sentimos como alguien abría la puerta y encendía las luces. Nos pusimos en pie de un salto y buscamos un objeto con el que defendernos; un gancho para mover cajas y un pequeño martillo (era patético). El intruso comenzó a silbar, entonces nos dimos cuenta que los intrusos éramos nosotros. Guardamos las armas y salimos despacio aprovechando que la persona estaba en el baño.
Prima, creí que aquel hombre saldría del baño con un arma gritando: “Ladrones”. Mi corazón parecía jugar en una noria loca.
El desconocido y yo empezamos a andar siguiendo la carretera. De mis ojos brotaron lágrimas ácidas sin ningún motivo. Él puso su mano en mi hombro sano; en ese momento nos derrumbamos y nos echamos a llorar. Él, como buen hombre intentaba hacerse el duro, pero al final acabó sucumbiendo a la tragedia.
Cuando nos tranquilizamos, se presentó como Jesús. Vivía en la casa de donde lo vi salir corriendo.
Su cuñado estuvo muy enfermo durante unos días, no había médico que pudiera atenderles a causa de la pandemia que azotaba el pueblo. Había más pacientes que personal en el hospital; además, varios médicos se encontraban enfermos.
Estaban toda la familia en casa cuando el cuñado expiró. Lloraban su pérdida, esperando que la funeraria se encargara de recoger el cuerpo, cuando este apareció en la sala con el rostro atravesado por una terrible vena palpitante. Su hermana corrió junto su marido, le agarró el rostro mientras lloraba de felicidad. Su llanto se convirtió en un grito y un charco de sangre se formó a sus pies: fue la primera en morir. Atacó a todos los miembros de la familia. Jesús consiguió escapar mientras el zombie-cuñado devoraba a la abuela. En ese momento fue cuando me encontré con él.
Reanudamos el camino cuando nos encontramos más tranquilos. Tenía que llegar al laboratorio ese mismo día, pues la herida volvía a desprender un olor desagradable. Mi carne seguía pudriéndose.
En la carretera nos adelantaron varios vehículos; sus ocupantes, la mayoría familias, conducían como locos llevando sus bártulos en maleteros abiertos, aguantados por una mísera cuerda con doble nudo. Se dirigían a las afueras del pueblo buscando una vía de escape.
Recordé la valla electrificada que me había impedido salir del pueblo con Elisa. No sabía si estaba por todo el pueblo o solo por la zona del bosque que había visto; pero, si había militares, pronto declararían la cuarentena.
El olor de la herida empeoraba y con ello empecé a sentir como la garganta se me secaba, era una sensación angustiante. Le dije a Jesús que paráramos en una pequeña casa-taberna, las típicas que solo los dueños y dos vecinos de la zona visitaban. El suelo estaba tan gastado que no sabias si estaba limpio o sucio; se escuchaba la típica cuadrilla de ancianos discutiendo por la partida de tute. Se quedaron mirándonos con desconfianza mientras preguntaba por el baño. Jesús se quedó en la barra tomando una cerveza.
La herida de mi hombro estaba asquerosa. El pus había vuelto y la carne se había podrido hasta la mitad del omóplato. Dos venas palpitantes serpenteaban por el brazo y amenazaban con ir hacia la espalda.
Cogí el brebaje de mi mochila, que Jesús había rescatado del coche, y tomé un trago. Tuve que llevarme las manos a la boca para ahogar un grito de dolor. Me temblaba el pulso, tenia que verter el líquido en la herida, no tenía otra opción. Metí un pañuelo en la boca y lo mordí con fuerza; sin embargo, no pude evitar expulsar un agonizante quejido. Jesús y uno de los ancianos entraron asustados, por suerte ya había tapado la herida con una gasa. Mi rostro expresaba lo que me negaba a contarles, porqué me abrazó tiernamente intentando calmarme.
Este secreto prima, es tuyo y mío. No quiero que nadie sepa en qué me estoy convirtiendo. Encontraré una cura cueste lo que me cueste.
Te hecho de menos.
Iria
P.D.: Voy a mandarte la carta anterior y esta. Perdóname por tardar tanto en escribirte. Tq.