Aurora
28/Oct/2015
bloody hand
30

Querida hermana;

Seguramente esta sea la última vez que le escriba. Mis intentos fallidos por comunicarme con usted sólo eran parte de la desesperación y angustia que ha resultado ser lo que hemos vivido en el pueblo estos últimos años. Todas mis amistades, muertas. Todos mis recuerdos, perdidos. Ahora mismo ya no me quedan ni fuerzas para sostener el trozo de carbón con el que escribo estas últimas líneas. Dios, necesito un cigarro…

Resultó muy duro hacer lo que le voy a contar ahora. Ni siquiera yo misma puedo creerlo. Resulta que usted tenía razón. La familia es lo más importante. Todo hombre o mujer externo que no lleve nuestra sangre no puede ser considerado como tal. Es un extraño, alguien del que no hay que confiar, alguien que puede traicionarle en cualquier momento porque nada le une a usted. Así ha sido siempre y así yo lo he vivido. Desde mi difunto marido hasta mi recién “adoptado” hijo.

Y con todo mi pesar, quiero comunicarle que Álvaro ya no está entre nosotros.

Creía firmemente, hermana, que se trataba de amor. No importa si es verdadero, maternal o platónico. Lo único que resultó ser en realidad era una falsa cortina que me había puesto en los ojos, una venda que no me dejó ver lo que Álvaro era en realidad: un monstruo, un extraño; como los que aparecieron en el pueblo, como mi marido. Como cualquiera que no lleve mi sangre.

Desde que me deshice de esa arpía, su actitud cambió por completo. No me miraba ni me dirigía la palabra. Ni siquiera compartió conmigo un trozo de pan mohoso que encontró en el suelo hace un par de noches, sabiendo lo mucho que yo lo necesito. Fue entonces cuando comprendí que hiciese lo que hiciese, el niño al que yo había protegido todo este tiempo se había hecho mayor. Y como hicieron mis hijos conmigo, me apartó de su lado y me abandonó. Maldigo el día en que di a luz a esos desagradecidos. Y Álvaro es igual, un malcriado.

Pero fue todo culpa mía hermana, porque yo lo permití.

Estábamos bajo la sombra de un árbol, escondidos de todo el alboroto que se había formado en el pueblo. Álvaro estaba callado, mirando al infinito, aguantando la respiración. Parecía una estatua. La estatua más hermosa que jamás hubiese visto. Y fue entonces cuando, después de días sin dirigirme la palabra, lo soltó sin dejar de apartar la mirada hacia ese horizonte rojizo.

—Siempre supe que eras una bruja amargada, incapaz de empatizar con nadie y una egoísta que no merece el perdón de ese Dios al que tanto rezas. ¿Pero sabes qué? —me miró fijamente a los ojos—. Hasta el peor de los infiernos será el paraíso comparado con lo que ha sido estar este tiempo a tu lado.

En ese momento lo supe. Supe lo que debía hacer, y Álvaro también lo sabía. Por eso había estado tan callado estos últimos días. Debía estar poniendo en orden sus pensamientos, haciendo una especie de “testamento” mental.

Esa misma noche, mientras estaba durmiendo, le até las manos y los pies fuertemente a un árbol y una roca cercanos. Le agarré del cuello y apreté todo que podían permitirme estos brazos de anciana, aún con lo débil que estaba. Él se despertó, y a pesar de que su instinto le decía que viviese, su mirada aceptó su destino cuando se cruzó con la mía. Desde ese momento nuestras miradas no se apartaron la una de la otra.

Su cuello era demasiado fuerte. Ni siquiera pude hacer que tosiera un poco. Y justo cuando estaba a punto de darme por vencida, dijo sus últimas palabras.

—Siempre la amaré.

De mi interior empezó a brotar la ira. Me desaté la pata que tenía como pierna y empecé a golpearle en silencio. Era un momento que tanto él como yo sabíamos que no debía ser de nadie más. El único momento íntimo que he tenido con mi niño.

Empezó a jadear y pronunciar vocablos sin sentido. Le rompí parte del cráneo y la sangre me salpicó la cara. Le incrusté una punta astillada en el ojo, del cual le brotó un líquido amarillo. Su cuerpo empezó a convulsionar. Seguía golpeándole, deformándole la cara como si fuese un muñeco de plastilina.

El último golpe fue desahogante. Le partí la nariz, le hundí el ojo izquierdo hasta el fondo y sus dientes saltaron por los aires.

Empecé a llorar sin parar como si fuese una niña de diez años. Me tumbé en el suelo, rodeada de escombros, tierra y sangre, y hecha un ovillo seguí llorando hasta que quedé dormida por el agotamiento.

Todo terminó, hermana. Dejaré esta carta al lado de mi niño como señal de que aquí hubo una historia. No sé qué pasará ahora conmigo. Sólo espero que no sea demasiado tarde para mi alma.

Lo único que me pesa ahora es que el último recuerdo que tendré de él serán sus últimas palabras.

Aurora.