Querida hermana;
Ahora sé que tengo a los ángeles de mi parte, pues no me dejaron morir en el estanco. Aún cuando creí que todo estaba perdido, y cuando la inconsciencia estaba a punto de mellar mi interior, vi claramente que mi destino no era irme al cielo. Aún no.
Estuve a punto de morir rodeada de aquello que más quería, y no fue hasta entonces cuando me di cuenta de que eso justamente era lo que no me habría permitido la entrada al Cielo, de que ése era el origen de mi malhumor, de mi temperamento y de mis pocas ganas de vivir. Creía que el tabaco era mi salvación, pero en realidad era mi condena, algo que he arrastrado toda mi vida. Y ahora sé que debo cambiar.
Aún así, hermana, Dios no me ha perdonado, pues he tenido que pagar un precio muy alto a tan gratificante revelación. He perdido mi pierna derecha. Y necesito rápidamente algún medicamento que me suavice el inmenso dolor que estoy sufriendo en estos momentos. Ahora mismo estoy sentada en el suelo de una parada de autobús. Por fortuna para mí, tengo un coche que me hace de escudo y me permite ver si alguien se acerca, así que antes de que ellos me vean, yo ya habré tenido tiempo suficiente para marcharme. Le voy a relatar por encima cómo ocurrió todo.
Me estaba desangrando en el estanco, tirada en el suelo y rezando para que mi hora llegase cuanto antes. Los cadáveres de la pobre Claudia y su gato, «Bolita», yacían en el suelo, inertes. Sentí cómo mi vida iba pasando en imágenes borrosas mientras intentaba detener la hemorragia con una de mis medias y un poco de alcohol que tenía en mi zurrón. Hasta pensé en suicidarme, teniendo aún el arma en la mano y con cinco balas más en los bolsillos. Lo único que me echó para atrás fueron los recuerdos, y el verme rodeada de aquello que tanto amaba: mis cigarros.
No alcanzaba al mostrador, sentada como estaba en el suelo, así que durante un instante creí enloquecer. Tan próximos pero a la vez inalcanzables, mis cigarrillos no iban a librarme del mal ni del dolor. Pero en esos momentos la suerte estaba de mi lado, porque a pocos centímetros de mí vi una cajita de madera con bordeados verdes, abierta de par en par, y que contenía unas cuantas de esas maravillas. No tenían marca, sólo un forro de papel de color blanco y una forma un tanto abombachada. Pero en esos momentos me dio igual, porque con las cerillas que aún conservaba, pude fumarme uno de esos cigarrillos mientras notaba el amargo sabor de la sangre en mis manos.
Fue en esos momentos cuando le vi. La visión es demasiado abrumadora, pero sólo puedo recordar un brillo intenso y a alguien mirándome. Al principio creí que era Claudia, que había vuelto de entre los muertos para rematarme, pero lo descarté de inmediato cuando me fijé en lo que parecían un par de alas plateadas.
Sí, hermana, vi un ángel. No tenía rostro, y el humo del cigarro me emborronaba la visión, pero lo era. Olía muy bien, y extendía una de sus manos hacia mí. Fue entonces cuando lo comprendí todo. El tabaco, el por qué yo estaba ahí, y la explicación de que Dios me hubiese privado de una de mis piernas.
Me levanté como pude y tiré al suelo todos los cigarrillos que anteriormente había guardado en el zurrón. Recuperé el aliento y, armándome de valor, me preparé para volver a la calle, buscar más supervivientes, y juntos salir de éste infierno.
Eso sí, antes debo pasar por el ambulatorio a ver si puedo volver a reunirme con el Padre y arrancarme ésta pierna, que ya ha resultado ser inservible del todo.
Alabado sea Dios, hermana.