Carta 13

A quien quiera leerlo:

El sonido de un repiqueteo contra el cristal me sobresaltó. Era de noche. La luna se filtraba a través de la ventana del salón. Una sombra oscura se colaba a través de ella.

Cogí mi bate de la mochila y me acerqué sin hacer ruido. De repente, la sombra se extendió, adquiriendo la forma de unas alas. Un graznido puso mis músculos en alerta. Me relajé enseguida, no era más que un estúpido cuervo apoyado sobre el balcón. Abrí la ventana para ahuyentarle.

―Fsss, fsss ―le chisté. Pero no se movió.

Fui a empujarle con el bate, pero el cuervo le dio un fuerte picotazo. Después, clavó sus ojos en los míos. Sentí frío bajo la piel.

El cuervo graznó una vez más, batiendo las alas antes de salir volando hacia el bosque. No sé por qué lo hice, pero le seguí. Todo parecía sacado de una pesadilla: la densa niebla, los árboles deformados como si me fueran a agarrar en cualquier momento, e incluso los ojos amarillos mirándome a través de la espesura.

Vi como el cuervo se posaba sobre un tronco calcinado. Parpadeé, y al volver a abrir los ojos, en el lugar donde antes descansaba el cuervo, ahora se distinguía la silueta de un hombre. Un destello de la luna se reflejó en sus enormes y oscuras gafas. Cogí una piedra del suelo, dispuesto a arrojársela a la cabeza, pero un gesto de su brazo me detuvo: señalaba con el dedo extendido hacia el árbol que tenía al lado. Una sonrisa blanca se dibujó en su rostro. Miré y antes de que terminara de fijar mi vista, sabía que había cometido el peor error de mi vida. Sobre unas cuerdas colgaban boca abajo los cuerpos inertes de mis amigos: el Sebas, el Suko, el Rule, y el gordo del Paji. Sus caras estaban deformadas en un gesto de horror silencioso. Apreté con fuerza la piedra antes de  girarme hacia la silueta del jefe militar, pero él seguía sonriendo y señalando con el dedo. Dirigí mi vista de nuevo en esa dirección.

Mi mano dejó caer la piedra. Había dos cuerdas pequeñitas. De la primera de ellas colgaba Minchi, totalmente ensangrentado y de la segunda… de la segunda… no… no podía ser.

Me desperté desgarrándome la garganta, gritando tu nombre, Abel. Otra vez un puto sueño, pero ahora no te tenía a mi lado para asegurarme de que estabas bien.

Abracé con fuerza a Minchi antes de meterlo en la mochila. La visión de mis amigos me desconcertaba, al igual que me pasó cuando soñé con Alex.

Iré al bosque, al lugar del sueño.

¿Estarás allí, Abel?

No Comments |

Carta 13

Queridísimos Miguel y Sergio, donde quiera que estéis:

De repente estaban por todas partes. Debieron de percatarse de nuestra presencia al oír los disparos con los que habíamos abatido a María Eugenia. Habíais salido al jardín y apenas habíais tenido tiempo de sacar las palas para enterrarla (no era cuestión de dejar el cadáver pudriéndose a la intemperie), cuando un número indeterminado de compañeros suyos, hizo su aparición en escena. No saltaron la valla del jardín, sino que se la llevaron por delante, avanzando con lentitud pero gran determinación, como un grupo de marujas dispuestas a arrasar en las rebajas de agosto. Y teníamos la mala suerte de ser el producto estrella. Sara dio la voz de alarma, desde el dormitorio de arriba, donde Lucas y yo le estábamos enseñando las fotos que ilustraban el trágico final de María Eugenia.

—¡Salid de ahí cagando leches! —os gritó Sara, dejándome medio sorda.

De hecho, fue acabar de pronunciar la frase y percatarnos de que ya estabais rodeados por una docena de zombis hambrientos, prestos a abalanzarse sobre vosotros. Ambos levantasteis las palas al unísono, blandiéndolas como si de lanzas se trataran, dispuestos a librar batalla, pese a la inferioridad numérica que os convertía en presa fácil para aquel ejército de las tinieblas. Mientras empezabais a repartir los primeros palazos, Lucas sacó de nuevo la escopeta, disparando una, dos, tres veces… derribando a dos de aquellas bestias y dejando a una tercera bastante maltrecha, pero cuando fue a disparar de nuevo, se dio cuenta de que se había quedado sin munición.

—Pero, ¿se puede saber qué haces, tonta? —me preguntó Sara, histérica—. ¡Deja de sacar fotos y ayúdame a buscar munición!

De modo que los tres buscamos y rebuscamos, pero allí no había más balas. Mientras el círculo continuaba estrechándose en torno a vosotros, oímos un ruido de cristales procedente de abajo.

—¡Están entrando por la parte de atrás! —grité—. ¡Vienen a por nosotros!

Nos precipitamos escaleras abajo, tratando de llegar a la puerta principal antes de que los malditos zombis tuvieran el control de la casa, bloqueándonos la única salida posible. De hecho, dos de ellos corrieron hacia nosotros en cuanto nos vieron junto a la puerta de salida, tratando de hacer girar una llave con manos temblorosas.

—¿Quieres darte prisa? —me decía Sara.

Cuando la puerta se abrió al fin, me dio ganas de dejarla tirada ahí, por imbécil, pero evidentemente no era el momento de tomarla con nadie. Salimos por patas, sin mirar atrás, perseguidos por media docena de ellos. Podríamos habernos hecho los héroes, tratando de llegar al jardín de atrás para rescataros, pero, queridos míos, por donde quieras que miráramos, había zombis y más que un acto de heroísmo, habría sido una completa estupidez. Ni siquiera Sara, como novia de Miguel, se lo había llegado a plantear. Corrimos y corrimos por las calles de la zona residencial en la que estaba situada la casa de los tíos de Sergio. Finalmente, nos detuvimos tras un paredón para tratar de recuperar el aliento.

—¡Mierda! —soltó Lucas entonces—. ¡Ni siquiera tenemos un punto de reunión!

Sara se puso a llorar, me puse a llorar también. Supongo que por solidaridad, por desesperación, vaya una a saber por qué… Los muertos y desaparecidos ya empezaban a ser demasiado numerosos.

Finalmente, Lucas, que era el único que había logrado mantener la compostura, nos instó a callar y reanudamos la marcha. Era apenas mediodía, pero teníamos que encontrar cobijo antes de que cayera la noche.

Nos hemos instalado en una casa con piscina, donde no tienen ni una maldita conserva. Lucas dice que mañana tenemos que volver a la casa para buscaros, si es que todavía estáis ahí. No quiero ir, pero tampoco quiero quedarme sola. Tengo miedo. Allí había muchos zombis. Quizás os hayáis unido a la tropa y estéis esperándonos para darnos ese mordisco de gracia que pone fin a las pesadillas que pueblan mis noches.

Besos,

Alicia.

No Comments |

Carta 13

Querida Teresa:

Una vez más, la muerte se ha cruzado en nuestro camino.

No sé que calle era, ni el número. Por las escaleras se oían susurros tenebrosos, como si acecharan en las sombras para cazarnos. Aún así entramos, el hambre pudo más que el miedo. Miguel iba aferrado a la escopeta, desechando las puertas que estaban destrozadas. Nos decidimos por una que tenía un Sagrado Corazón de Jesús. Estaba intacta. Creo que era el tercer piso.

Tras unos cuantos golpes, conseguimos entrar. Me aterraba la idea de haber despertado a algún monstruo. Había cuadros religiosos y figuras de la Virgen por todas partes. Eso me hizo pensar.

Mandé al niño a la cocina, y yo pasé a registrar las habitaciones. La primera debía ser un cuarto de costura, había telas, agujas, hilos y todos los enseres propios. También había una plancha echando humo sobre una vieja sotana. Las fotos de la mesa camilla me confirmaron que era la casa del padre Leandro.

Hacía mucho que no sabía de él. Desde aquel día que me dejó, tirado y borracho, en la iglesia. Todavía recuerdo su cara de decepción. Sus reproches. Me preguntaba qué habría sido de él, cuando empezó a sonar un disco rayado.

Me asusté. El pasillo se me hizo interminable, mientras aquella tenebrosa voz cantaba: “qué alegría cuando me dijeron…”

Lo encontré en la habitación del fondo. El padre Leandro estaba allí, o lo que quedaba de él, junto a la cama de su madre. Ella estaba atada con una cuerda desgastada, casi rota, mirándome con sus ojos amarillos. Había una Biblia, agua bendita y varios crucifijos. Aquel infeliz le había intentado hacer un exorcismo.

Pobre señora Carmina.

Cuando apagué el tocadiscos, se abalanzó sobre mí. Era demasiado fuerte y no podía con ella. Creí que me iba a matar, pero Miguel gritó, apuntando con la escopeta.

—¡Vade retro Satanás!

Yo me la quité de encima y agarré un crucifijo para contenerla.

—¡No te muevas, maldita! —continuó diciendo.

Ella le miraba, rabiosa. Yo me alejé, despacio, amenazando con la cruz, como en las películas de Drácula.

Estuvimos un buen rato así hasta que el niño exclamó:

—¡Padre, corra!

Salimos corriendo de allí. Le cerramos la puerta en las narices. Casi nos coge. El portazo despertó a los vecinos. Del piso de arriba salían más zombis, corriendo como posesos. Fue horrible. No sé como logramos salir de allí ni como les despistamos. Aún así, no paramos hasta llegar a la iglesia. Ya ni siquiera sentía las piernas.

Histérico, le quité la escopeta de un golpe a Miguel y le chillé.

—¡Estás tonto! ¿Por qué no le has disparado en la cabeza? ¿Te das cuenta de que nos podía haber matado?

—Se me han acabado las balas —el pobre me miro llorando.

—Esta bien, no te preocupes —le acaricié el pelo—, espero que al menos hayas traído comida.

Y así es:

Ha traído leche, pan Bimbo, chorizo, salchichón, latas de conservas…

Por lo visto, el padre Leandro tenía la despensa llena. ¡Que Dios le tenga en su gloria! Solo lamento no haber podido darle un entierro digno.

Pasado el susto, hemos cenado. Le he dejado a Miguelín que repita ración, para que me perdone. Al fin y al cabo, me ha vuelto a salvar la vida. Esta noche le he leído el libro de Isaías, y se lo hemos dedicado al padre Leandro y a doña Carmina.

Durante todo el día me he estado acordando de tí. No sé si estás bien ni si recibes mis cartas. Ya no recuerdo cuantas veces me han intentado matar, pero estoy harto. Las manos me tiemblan.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre Leandro, espero que me haya perdonado.

No Comments |

Carta 13

Querida Cristina;

Estoy terminando el último cigarrillo que me queda. Con ésta última bocanada de humo se terminará lo único que me da vida en éste pueblo fantasma. Víctor nunca me dejó plantar un brote. Hace una semana visité su tumba, en el jardín, y estuve rezando porque en el Infierno le estuviesen castigando como se merece.

Estamos todos refugiados en mi casa. No pudimos acercarnos ni a la iglesia ni a la comisaría puesto que por la calle deambulan más bestias poseídas, como las del geriátrico. Cuando divisamos la iglesia tuvimos que volver a toda prisa, con tan mala suerte de que se me rompió el bastón, así que el enfermero tuvo que ayudarme para saltar la valla de mi casa para resguardarnos. Se me cayeron las llaves por el camino.

Visitaremos la iglesia el próximo domingo con toda la colección de espadas de Víctor (por lo menos tenía una afición bonita; aunque sabe que nunca aprobé su otra afición: la caza). María dice que tiene que ir a confesarse. Creo que ya no le hará falta, pues Dios hace meses que dejó de escuchar nuestras plegarias. Éste pueblo ha muerto y nosotros no tardaremos en hacerlo, estoy convencida.

En otro orden de cosas, cuando llegamos, los desagradecidos que tengo por hijos no estaban, y mi preciosa casa estaba sucia y destrozada, como si hubiera pasado un huracán. Puede que se hayan escondido, huido o les haya alcanzado alguna de esas criaturas. Si por un casual estuvieran con usted, hermana, hágamelo saber, por favor. Así sabré dónde mi alma deberá ir a buscarlos una vez yo haya muerto, para atormentarles de por vida. Y yo sin tabaco, ¿qué voy a hacer? Cuando me lo quitaron en el geriátrico, me fumé hasta los informes médicos; me produce ansiedad pensar que deberé volver a pasar por ello. Tampoco hay comida; sólo unos garbanzos en lata y poco más. El manzano que tengo en el jardín tampoco parece que esté de nuestra parte, así que estamos alimentándonos a base de zumo de limón y pan pasado. Ni siquiera el enfermero tiene fuerzas para andar.

Espero que nuestra visita a la iglesia sirva para algo. De momento, yo me guardo en la alcoba unas vitaminas que cogí del geriátrico y unas sardinas en lata que he apartado de la despensa. Ni por un momento piense que compartiré lo bueno que tengo con ellos, y más sabiendo que puedo morir en cualquier momento.

No Comments |