Carta 24

Querida Mamá,

Cuando piensas que el fin está cerca, te haces muchas promesas. Te dices que si logras salir del embolado en el que te has metido, vas a ser una persona mejor, merecedora de esa segunda oportunidad que te brinda la vida. Sabía que no había sido muy buena hija, ni hermana, ni amiga, ni estudiante… pero nunca me había importado demasiado. Quizás porque había estado demasiado preocupada por esas pequeñas estupideces que consideraba importantes. En cuestión de minutos, desfilaron ante mis ojos todas esas personas que había ido perdiendo a lo largo del camino, empezando por Papá y acabando por Sara, sin olvidar a todos y cada uno de mis amigos. Ninguno de ellos se había merecido acabar como un zombi y, sin embargo, aquí seguía yo… y sólo por cuestión de suerte.

Sara seguía en el umbral de la puerta, gruñendo. De hecho, dio unos pasos cortos para acercarse a la cama donde yo permanecía postrada y si no llegó muy lejos, sólo fue porque su revoltijo de harapos mugrientos se había quedado enganchado a algo que no lograba ver desde mi posición. Eso le sentó muy mal porque empezó a tirar con más fuerza, pero sin lograr avanzar ningún milímetro. Aquello me dio un poco de tiempo para prepararme para el ataque, puesto que esos harapos no tardarían en desgarrarse, dejándome a su merced.

“Prometo que si salgo de ésta, voy a tratar de ser mejor persona. Prometo que dejaré de pensar sólo en mí misma e intentaré hacer algo bueno con lo que me quede de vida. Prometo…”

Afortunadamente, parecía que mi cuerpo empezaba a reaccionar. Logré incorporarme, aunque me doliera todo como si acabaran de darme una paliza. Miré a mi alrededor buscando algún arma. Lo único que tenía a mano era la lámpara de la mesilla de noche, que te habías empeñado en conservar porque era un recuerdo de la tía Maite. A mí siempre me había parecido un armatoste horroroso, pero ahora aquel amasijo de hierro forjado podría salvarme la vida. Si lograba agarrala y asestarle un buen golpe, quizás pudiera zafarme y escapar de allí. Definitivamente, la lámpara era una idea malísima, pero Lucas ya no estaba conmigo para regalarme uno de sus planes brillantes.

Los hechos se precipitaron en el momento en que oí el sonido de la tela desgarrada, tras lo cual Sara salió despedida hacia adelante. Pese a su torpeza, logró parar la caída adelantando los brazos y al poco volvía a estar de pie. Tras dedicarme una mirada triunfal, prosiguió hacia la cama. Sin apartar la vista de mi hermana, estiré el brazo para alcanzar la lámpara, que parecía estar muy lejos. De modo que cuando Sara se abalanzó sobre mí, yo seguía sin tener nada con lo que defenderme de aquel animal rabioso que parecía todo uñas y dientes. Sacando fuerzas de donde no las tenía, empecé a lanzar patadas y manotazos para parar su embestida, logrando que retrocediera unos pasos… y aunque no tardó más que uno o dos segundos en volver a la carga, fue lo suficiente como para que me diera tiempo a coger la lámpara y blandirla cual lanza, con lo que conseguí repeler el segundo ataque. De nuevo, Sara tuvo que retroceder unos pasos, pero era terca como una mula y no dudó ni un instante en volver a atacarme con un empeño incluso mayor que el de antes. Esta vez no sólo me encontró de pie, sino que le asesté tal golpe en la cabeza que la hice tambalearse y caer al suelo. Lo siguiente fue cubrirla con las mantas de la cama y tirarme encima de ella para inmovilizarla, mientras seguía golpeándole en la cabeza con la lámpara para atontarla. Los gruñidos de Sara se habían convertido ya en débiles gemidos… y me daba pena, Mamá, pero tenía que matar a esa cosa para asegurarme de que no hiciera más daño a nadie.

Hice acopio de rabia, pensado en todas esas personas que había perdido… y golpeé una y otra vez su cabeza, sin importarme el olor nauseabundo, ni la sangre negruzca y espesa que me salpicaba.

—Por Papá, por Miguel —fui diciendo en voz alta—, por Luisa y Loli, por Vero y Pedro, por todos… y sobre todo por ti, Sara.

No sé cuánto tiempo estuve golpeando, pero cuando quise darme cuenta la cabeza de mi hermana había quedado hecha papilla y yo me sentía terriblemente cansada. Me acosté en la cama y me quedé dormida. Cuando desperté, no sabía si habían pasado tan sólo unos minutos, varias horas o días enteros. Tenía mucha sed y hambre, pero me sentía bien. Al menos hasta que vi el cadáver de Sara junto a la cama y me di cuenta de que era la primera vez que le quitaba la vida a algo que no fuera una mosca o una hormiga.

Acababa de matar a mi propia hermana.

Te escribo estas líneas desde la mesa de la cocina. Me he aseado como he podido, pero no hay agua ni queda nada de comida. Me guste o no, tendré que salir de aquí y buscar la forma de escapar de este pueblo. No creo que vuelva a ver a Lucas y Sergio, pero no pierdo la esperanza.

Un beso, Alicia.

No Comments |

Carta 24

A quien quiera leerlo:

Lo primero que vi al abrir los ojos, fue el cielo atrapado entre las ramas de los árboles. Parecía un cuadro tan estúpidamente bello que alcé mi mano con intención de arrancar su lienzo, apretándolo en mi puño.

Grité, sí. Grité como un maldito inconsciente, ajeno al peligro que me rodeaba. ¿Qué más me daba? El destino era un cabrón caprichoso que se reía en mi puta cara, robándome lo que con tanto esfuerzo me había costado encontrar.

De nuevo estaba solo, sin Abel, sin amigos, sin… sin Ana. Si, la echaba casi tanto de menos como a mi hermano. Aunque había momentos en las que no soportaba su prepotencia, estar a su lado me hacía sentirme más seguro, más… preparado.

No sé cuánto tiempo permanecí tumbado. ¿Horas? ¿Días, tal vez? Qué más me daba. Casi rogaba porque viniera un zombi y me devorara. Ya era un milagro que aún siguiera vivo, pero más extraño era que no me hubiera atacado uno de esos seres, atraído por el olor de mi sangre.

Cerré los ojos, preguntándome si el grupo aún seguía vivo o si el militar los habría abandonado a su suerte. Maldito cabrón, todo era culpa de él y de su gente. Cuando me lo encuentre en el infierno se lo haré pagar caro.

¿Y si no? ¿Y si han sobrevivido gracias a él y en mi ausencia seduce a Ana? ¡Por encima de mi cadáver!

Escuché un gruñido ahogado en la lejanía.

―Ya llegan ―pensé, aliviado.

Pero no, los muy lentos no llegaban, así que me levanté como pude, haciendo caso omiso al dolor que me producían mis múltiples heridas y contusiones provocadas por la caída. Por suerte, el vendaje que me realizó Ana era lo bastante bueno como para mantenerme aún con vida.

Avancé en dirección a los gemidos. Cuando llegué, no supe si reír o llorar. Ahí estaba el zombi obeso que me había tirado por la ladera. Se había quedado ensartado en el tronco de un árbol y no podía salir. Cuando notó mi presencia, empezó a patalear como un niño pequeño cuando ve un regalo de Papa Noel.

Me acerqué a él. Una vena palpitante sobresalía de su cuello, rezumando pus amarillento y su boca, abierta de par, exhalaba un olor putrefacto.

Busqué con calma en mí alrededor, hasta que di con un palo bastante grueso.

―¿Te gustaría morderme, verdad? ―le pregunté mientras pasaba mi brazo cerca de su cara―. ¡Pues come esto, cabrón! ―grité antes de meterle el palo hasta la garganta.

Los dientes salieron volando en todas las direcciones y empezó a emitir un chillido ahogado, como de cerdo en un matadero.

―Lo vas a pagar bien caro ―rematé antes de dar una patada al trozo de palo que sobresalía por fuera de su boca. Un sonoro crack hizo que se partieran en dos tronco y cuello. Pero eso no fue suficiente para mí. Necesitaba desahogarme, así que cogí otro palo y empecé a destrozar el cuerpo de ese hijo de puta.

Cuando acabé, me sentí mucho mejor. Ahora tenía la mente más clara y sabía lo que tenía que hacer.

Salvar a mi familia.

No Comments |

Carta 25

Querida hermana;

Estamos encerrados en los toriles. Llevamos aquí cuatro días, apestando a vaca podrida y a mierda. Y todo por culpa de Tamara. Encima, Álvaro no para de defenderle cada vez que nos pone en una situación peligrosa. Estoy segura de que estos dos hacen manitas cuando yo no les veo. NADIE me quitará a Álvaro, mi salvador. Esa llorona tiene los días contados.

Parches del demonio, creo que no me hacen ningún efecto, empiezo a tener ansiedad.

Salimos del ambulatorio armados y preparados para lo que nos pudiésemos encontrar. Nada más atravesar la puerta de entrada, nos asaltó una de esas criaturas y tuvimos que actuar rápido. Álvaro me dio un empujón y me tambaleé hacia esa cosa, ayudándome de mi pequeña ruedecita. Iba con un par de tijeras en cada mano, así que cuando pasé por su lado me agaché para cortarle los tendones y que se cayera al suelo. Mientras Tamara me ayudaba a levantarme, Álvaro terminaba con él.

Tardamos una eternidad en llegar al otro lado de la acera, no paraban de salir más criaturas a intentar comernos. Vimos como el hombre calvo de la camisa roja también se levantaba, con el cráneo abierto y su cerebro colgando. Era asqueroso, hermana, pero ya me encargué personalmente de darle su muerte definitiva.

Al llegar a una de las entradas de la plaza, vimos que estaba bloqueada por unas tablas de madera enormes, así que dimos la vuelta hasta que logramos encontrar un hueco lo suficientemente ancho como para que cupiésemos por él. Mi pierna mala se quedó enganchada y Álvaro tuvo que serrar un poco las maderas. Lo dejamos abierto y pintamos un círculo con un pintalabios que encontramos en el ambulatorio. A partir de ahora lo dejaremos en todos los lugares que hayamos pasado, para que los demás sepan que esa entrada está despejada.

Dentro estaba todo demasiado oscuro como para ver nada, pero no queríamos encender la linterna para no llamar la atención. Estuvimos un buen rato andando a ciegas, pisando lo que creo que eran restos de cuerpos inmóviles de los pobres desgraciados que se quedaron ahí encerrados (como estamos ahora nosotros…). A medida que nos acercábamos a la plaza, íbamos más sigilosos, hasta que Tamara dijo que tenía frío y nos hizo parar para que Álvaro le sacara una chaqueta de su mochila. Como no veía, encendió la linterna y, aunque yo lo desaprobaba, Tamara no paraba de decir que no quería morir congelada como su hermano mayor, en una expedición que hizo a no sé qué montaña. ¿Es que no hay nadie de su familia que no haya muerto de manera normal?

En ese momento fue cuando escuché un rugido y algo… alguien, levantarse y venir hacia nosotros.

Pasó demasiado rápido. Estábamos corriendo, Álvaro y Tamara cogidos de la mano, y yo intentando agarrarme a lo que podía para saltar por los cadáveres y seguirles el ritmo. Al entrar en la plaza, la visión fue espectacularmente horrenda: decenas de cuerpos amontonados, toros desmenuzados, sangre por todas partes y un montón de criaturas agachadas buscando un trozo de carne que no estuviese podrida. El único camino libre que encontramos, era un pasillo al otro lado de la plaza. Llegamos como pudimos y atrancamos la puerta con todo lo que había alrededor. Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que eso era un camino sin salida.

Estamos pensando una manera de salir, no creo que la puerta aguante muchos días más. Lo que sí estoy segura es que Tamara no debe salir con vida de ésta plaza. Lo juro por mi tabaco.

Le quiere,

Aurora.

 

No Comments |

Carta 25

Querida Mamá,

Esta mañana he salido de casa cargada con una pequeña mochila, un palo de golf… y la imagen del cuerpo inerte de Sara aún grabada en mi mente.

El pueblo está irreconocible. Cuando caminas por sus calles silenciosas y malolientes, tienes que tener cuidado de no tropezar con los escombros y la basura, en donde se apelotonan las moscas. Parece que no hay ninguna ventana que conserve sus cristales, ni ninguna puerta que siga en su sitio. Los muros de los edificios están grises y algunos incluso agujereados. Lo peor de todo son las ratas enormes con las que te cruzas constantemente. Nunca había visto bichos así de grandes.

Bajo el peso de la mirada reprobatoria de Miguel (lamentablemente, imaginaria), me dirigí hacia la Oficina de Correos para librarme de todas esas cartas que he estado escribiendo durante las últimas semanas. No te lo vas a creer, pero me perdí por el camino. La cuestión es que contaba con pasar junto a la iglesia, pero te juro que no la he visto. Di varias vueltas como una tonta, hasta que descubrí por casualidad un cartel borroso que me anunciaba la proximidad de mi objetivo. Extrañamente, las calles estaban desiertas, como si la fiesta fuera en otro lado.

Cuando llegué al buzón de Correos, miré por la ranura y, tal como esperaba, apenas había alguna carta al otro lado, como si alguien siguiera allí, esperando a recogerlas todos los días. Llamé varias veces a la puerta sin que nadie respondiera. Tras comprobar que en la calle seguía sin haber nadie, pegué un par de gritos, pidiendo al cartero que me abriera. Por un instante, me pareció oír algún ruido en el interior del edificio, pero luego nada. Sea quien fuera, no iba a abrirme.

Seguí caminando por las calles vacías hasta tropezarme con el instituto. Me acordé del comedor y de la despensa que había junto a la cocina, donde quizás podría haber algo comestible. Pero lo que también había era mucho zombi paseando por el patio. La idea de pasar entre ellos me aterraba, pero tenía tanta hambre que no me quedaba otra. Según Lucas, la clave está en oler como ellos. De modo que tuve que alejarme un poco del instituto, en busca de algún zombi despistado al que matar a palos para ponerme su ropa maloliente y rezar para que aquello fuera suficiente.

Pasaron casi dos horas hasta que di con el zombi solitario que buscaba. Me escondí tras un contenedor del callejón solitario donde nos encontrábamos y esperé a que pasara delante mía para asestarle un golpe por la espalda. Tenía que asegurarme de que ese primer golpe fuera lo suficientemente contundente como para atontarle, de lo contrario se abalanzaría sobre mí y sería del todo imposible quitármelo de encima. Caminaba tan despacio que pasaron unos minutos antes de que se acercara lo suficiente. Una, dos, tres… el palo de golf pasó junto a su cabeza y fue a parar en el hombro derecho. Tras lanzar un grito de dolor, se volvió hacia mí dispuesto a atacarme. Fue entonces cuando me percaté de que era el padre de Luisa, al que papá había mordido hace tantas cartas. Pese al rostro gris desencajado y la horrible mordedura en una de sus mejillas, no cabía duda de que era él… y me dio un escalofrío al pensar que era en parte responsable de su estado actual.

Tan sólo nos separaba un metro de distancia y sabía que no podría parar su embestida. Con lo que no habíamos contado ninguno de los dos, era con esa litrona que le hizo tropezar y caer de bruces al suelo. Bendita litrona. Sin perder un instante, le golpeé varias veces en la cabeza con todas mis fuerzas hasta que dejó de moverse. Tras cerciorarme de que el callejón en que me encontraba seguía vacío, me acerqué al cuerpo para quitarle la chaqueta. Fue lo único que pude llevarme, porque al poco, un ejército de ratas se acercó a nosotros para acabar con lo que quedaba del veterinario.

Te escribo desde el comedor del instituto, a donde he llegado sin incidentes gracias a la chaqueta maloliente y mis dotes interpretativas. La puerta de la despensa estaba abierta y dentro no quedaba nada, salvo una botella de agua abierta que me he bebido sin pensarlo dos veces. Me he dado cuenta de que no recuerdo el nombre del padre de Luisa y me he puesto a llorar. Nadie se merece un final como el suyo, pero liarme a palos con una docena de ratas enormes era muy poco razonable.

Creo que acabo de oír unos disparos, igual Lucas y Sergio están más cerca de lo que creía. Ojalá sean ellos. Voy a ver.

Deséame suerte, Mamá.

1 Comment |