Querida Mamá,
Esta mañana he salido de casa cargada con una pequeña mochila, un palo de golf… y la imagen del cuerpo inerte de Sara aún grabada en mi mente.
El pueblo está irreconocible. Cuando caminas por sus calles silenciosas y malolientes, tienes que tener cuidado de no tropezar con los escombros y la basura, en donde se apelotonan las moscas. Parece que no hay ninguna ventana que conserve sus cristales, ni ninguna puerta que siga en su sitio. Los muros de los edificios están grises y algunos incluso agujereados. Lo peor de todo son las ratas enormes con las que te cruzas constantemente. Nunca había visto bichos así de grandes.
Bajo el peso de la mirada reprobatoria de Miguel (lamentablemente, imaginaria), me dirigí hacia la Oficina de Correos para librarme de todas esas cartas que he estado escribiendo durante las últimas semanas. No te lo vas a creer, pero me perdí por el camino. La cuestión es que contaba con pasar junto a la iglesia, pero te juro que no la he visto. Di varias vueltas como una tonta, hasta que descubrí por casualidad un cartel borroso que me anunciaba la proximidad de mi objetivo. Extrañamente, las calles estaban desiertas, como si la fiesta fuera en otro lado.
Cuando llegué al buzón de Correos, miré por la ranura y, tal como esperaba, apenas había alguna carta al otro lado, como si alguien siguiera allí, esperando a recogerlas todos los días. Llamé varias veces a la puerta sin que nadie respondiera. Tras comprobar que en la calle seguía sin haber nadie, pegué un par de gritos, pidiendo al cartero que me abriera. Por un instante, me pareció oír algún ruido en el interior del edificio, pero luego nada. Sea quien fuera, no iba a abrirme.
Seguí caminando por las calles vacías hasta tropezarme con el instituto. Me acordé del comedor y de la despensa que había junto a la cocina, donde quizás podría haber algo comestible. Pero lo que también había era mucho zombi paseando por el patio. La idea de pasar entre ellos me aterraba, pero tenía tanta hambre que no me quedaba otra. Según Lucas, la clave está en oler como ellos. De modo que tuve que alejarme un poco del instituto, en busca de algún zombi despistado al que matar a palos para ponerme su ropa maloliente y rezar para que aquello fuera suficiente.
Pasaron casi dos horas hasta que di con el zombi solitario que buscaba. Me escondí tras un contenedor del callejón solitario donde nos encontrábamos y esperé a que pasara delante mía para asestarle un golpe por la espalda. Tenía que asegurarme de que ese primer golpe fuera lo suficientemente contundente como para atontarle, de lo contrario se abalanzaría sobre mí y sería del todo imposible quitármelo de encima. Caminaba tan despacio que pasaron unos minutos antes de que se acercara lo suficiente. Una, dos, tres… el palo de golf pasó junto a su cabeza y fue a parar en el hombro derecho. Tras lanzar un grito de dolor, se volvió hacia mí dispuesto a atacarme. Fue entonces cuando me percaté de que era el padre de Luisa, al que papá había mordido hace tantas cartas. Pese al rostro gris desencajado y la horrible mordedura en una de sus mejillas, no cabía duda de que era él… y me dio un escalofrío al pensar que era en parte responsable de su estado actual.
Tan sólo nos separaba un metro de distancia y sabía que no podría parar su embestida. Con lo que no habíamos contado ninguno de los dos, era con esa litrona que le hizo tropezar y caer de bruces al suelo. Bendita litrona. Sin perder un instante, le golpeé varias veces en la cabeza con todas mis fuerzas hasta que dejó de moverse. Tras cerciorarme de que el callejón en que me encontraba seguía vacío, me acerqué al cuerpo para quitarle la chaqueta. Fue lo único que pude llevarme, porque al poco, un ejército de ratas se acercó a nosotros para acabar con lo que quedaba del veterinario.
Te escribo desde el comedor del instituto, a donde he llegado sin incidentes gracias a la chaqueta maloliente y mis dotes interpretativas. La puerta de la despensa estaba abierta y dentro no quedaba nada, salvo una botella de agua abierta que me he bebido sin pensarlo dos veces. Me he dado cuenta de que no recuerdo el nombre del padre de Luisa y me he puesto a llorar. Nadie se merece un final como el suyo, pero liarme a palos con una docena de ratas enormes era muy poco razonable.
Creo que acabo de oír unos disparos, igual Lucas y Sergio están más cerca de lo que creía. Ojalá sean ellos. Voy a ver.
Deséame suerte, Mamá.