Alicia
07/Sep/2011
bloody hand
05

Querida mamá,

En mi última carta lo había dejado en que, tras la muerte de papá, habíamos decidido salir a la calle, ¿recuerdas? Hacía días que no lo hacíamos y te juro que el pueblo parecía otro. Tenía la sensación de estar paseando por el escenario de una película postapocalíptica, pues la poca gente que nos cruzamos por la calle iba cargada de bolsas, caminando deprisa, sin levantar la vista; el tráfico habitual era historia; muchas tiendas estaban cerradas y los parques estaban desiertos; las casas, que tenían las persianas bajadas, permanecían inquietantemente silenciosas. Además, cuando llegábamos al supermercado estuvimos a punto de tropezarnos con una docena de vagabundos que caminaban muy despacio, como en una procesión. Por suerte, Miguel, siempre alerta, se dio cuenta a tiempo y pudimos esquivarles sin que nos vieran.

—He oído historias raras sobre esos zombis —nos comentó Miguel—. Dicen que pueden ser muy agresivos, así que mejor no arriesgarnos.

Sé que esto te sonará a locura de las mías, mamá, pero hubiera jurado que había visto a papá caminando entre ellos. Sin embargo, me callé porque sabía que aquellos dos no me creerían y además, dados los recientes acontecimientos, yo misma dudaba de la fiabilidad de mis impresiones.

El supermercado estaba abierto, pero tenía un aspecto muy desangelado, con las estanterías medio vacias. No pudimos conseguir ni la mitad de las cosas de mi lista, pero como andábamos tan mal de provisiones, pillamos lo que encontramos: algo de pasta, arroz, un par de cartones de leche desnatada, dos docenas de huevos caducados (Sara insiste en que no pasa nada si nos los comemos, aunque no sé si creerla), chocolate, salchichas y unas conservas… todo lo cual no llegaba a llenar nuestras mochilas. El viejo de la tienda, tan antipático como de costumbre, no dijo ni pío cuando fuimos a pagarle, pero creo que no le hizo gracia que le diéramos tanta chatarra.

La siguiente parada fue en la iglesia, cuyas puertas estaban abiertas de par en par, pero del cura ni rastro y eso que le buscamos por todas partes. Adentro hacía frío y estaba muy oscuro, pues la nave apenas estaba iluminada por la luz que entraba a través de las vidrieras y alguna que otra vela encendida junto a las estatuillas de Santos y Vírgenes. Miguel y yo miramos en la Sacristía, mientras Sara echaba un vistazo en el mismísimo despacho del religioso, de donde salió con algo de embutido y una amplia sonrisa en su cara.

—Había una cesta con comida sobre la mesa y no pude resistirme —nos dijo—. No creo que le importe, ¿verdad?

Y fue justo entonces cuando oímos un ruido extraño proveniente del fondo de la iglesia (ninguno de los tres nos habíamos atrevido a explorar esa región recóndita) y salimos por patas. Así fue como Miguel, que es un poco bestia, tropezó con la pila bautismal, que cayó derribada al suelo haciendo un ruido estrepitoso que debió de oirse por lo menos a medio kilómetro a la redonda. Nosotros corrimos como locos, sin mirar atrás, hasta que creímos estar a salvo, ya cerca de la oficina de Correos, a donde llegamos sin aliento. Y como si lo de la pila bautismal no hubiera sido suficiente, Miguel nos montó otra escenita cuando al echar mi carta, constató que alguien debía de estar recogiendo la correspondencia (al asomarse por la estrecha abertura del buzón, había creído distinguir apenas media docena de cartas). Fue entonces cuando intentó forzar la puerta de la oficina, cerrada a cal y canto, tras lo cual empezó a aporrearla al tiempo que exigía al cartero a gritos que saliera a la calle para dar la cara como un hombre. Pero allí no parecía que hubiera nadie, o si lo había, pasaba totalmente de nosotros.

—Seguro que ahí adentro hay un degenerado que se divierte leyendo tus cartas… —me dijo cuando se dio por vencido—. ¡Tú verás lo que haces!

Cuando llegamos a casa eran casi las tres y estábamos agotados. Me fui directa a la cocina a guardar la compra en la nevera y apenas había empezado a hacerlo cuando se oyó un grito procedente de la habitación de papá.

—¡Se lo han llevado! —se oyó decir a Sara—. ¡No está, papá no está!

Al abrir la puerta de su habitación se había encontrado con la ventana abierta de par en par, pero ni rastro del cadáver. No entendíamos nada. O había alguien que se dedicaba a robar cadáveres, o papá se había ido por su propio pie y era uno de esos vagabundos que nos habíamos cruzado en la calle, pero de nuevo no dije nada por miedo a asustar a Sara, que estaba sentada en el suelo, llorando, mientras Miguel se asomaba por la ventana, mirando calle arriba y calle abajo, por si veía algo.

Me alegro de que estés en la India, mamá. No vuelvas.Como dice Miguel, aquí pasan cosas muy raras y no nos cuentan nada al respecto. Esto no puede ser una simple gripe. Sara y yo nos hemos prometido dejar de tener discusiones estúpidas e intentar cuidar la una de la otra, así que no te preocupes por nosotras. Averiguaremos lo que ha pasado con papá, te lo prometo. Esta noche Miguel nos llevará a una de esas reuniones semanales que celebra con sus amigos en la discoteca de su tío. Espero que Loli se venga también, ahora cuando vayamos a Correos a echar esta carta, pasaremos por su casa para decírselo. Y quizás también avisemos a Luisa porque, aunque sea un poco tonta, su padre ha desaparecido.

Espero que la próxima vez que te escriba tenga mejores noticias que darte y que el señor de Correos sea legal y te haga llegar esta carta.

Besos,

Alicia.