Alicia
12/Ago/2013
bloody hand
21

Querido Lucas,

Siempre he creído que cuando estás a punto de morirte, el tiempo se detiene y toda tu vida desfila por delante de tus ojos a una velocidad pasmosa, lo bueno, lo malo, todo… y justo antes de sentir la muerte desgarrando la piel de tu cuello, un rayo luminoso te transporta a un mundo donde todo es blanco y puro y no existen ni el dolor, ni los malos sentimientos. No sé si habrá algo de cierto en todo eso, sólo puedo decirte que hace tan solo unas horas la muerte me ha rozado y que durante los breves segundos en que pensé que era mi turno, no hubo ni película ni rayo luminoso, sólo un río de pensamientos confusos que acabó con un simple:

—¡Booooh!

Pero empecemos desde el principio, ¿te parece? Nada había cambiado desde la última vez. Tu ejército zombi seguía apostado fuera de la casa y nosotros dentro, pero con más hambre porque habíamos racionado drásticamente las escasas provisiones de las que disponíamos. Una mañana me levanté y al ver a tu querido Sergio sentado en la cocina, acabándose una lata de fabada caducada, caí en la cuenta de que ya no era el chico gordito al que habíamos conocido. Ni yo la pija de hacía unos meses, claro. Aunque para nuestra desgracia otras cosas sí que seguían iguales, pues no habíamos dejado de ser unos acojonados, esperando a que un milagro nos sacara de aquel aprieto.

Por fin, anoche decidiste que era hora de «finiquitarnos». Al salir la luna oímos un aullido y poco después un tropel de cuerpos descompuestos se precipitó hacía las puertas y ventanas de la casa, malamente atrancadas, que no tardaron en ceder bajo el peso de vuestra hambre atroz. Sergio y yo nos miramos, muertos de miedo, pues aunque hacía días que sabíamos que estábamos condenados, nunca pierdes la esperanza de salvarte. Corrimos hacia el piso de arriba y nos encerramos en el armario del dormitorio principal, donde ya teníamos preparado una especie de búnker para casos de emergencia. Nuestro plan brillante consistía en quedarnos allí, inmóviles, sin apenas respirar y esperar a que os olvidarais de nosotros.

El armario estaba oscuro, pero no encendimos la linterna que teníamos. Permanecimos sentados en un rincón, el uno junto al otro, aguzando el oído, con los corazones agitados. A esas alturas, la planta baja ya estaba llena de vosotros. Se oyeron vidrios rotos, muebles despedazados, rugidos por doquier, buscabais algo, no sabíais muy bien el qué, pero teníais hambre y proseguíais. Un par de minutos después, a alguna mente brillante se le ocurrió subir por las escaleras. Primero fueron sólo unos pasos, pero pronto siguieron muchos más, pasos pesados, más o menos rápidos, que se acercaban a nuestro armario sin siquiera saberlo. Me pregunté si tendríais el olfato muy agudizado, porque en ese caso, encontrarnos estaría chupado. O quizás oyerais nuestras respiraciones entrecortadas y los latidos de nuestros corazones aún calientes. Pronto estuvisteis por todas partes. Se os oía en el baño grande, en el dormitorio de los niños, en el cuarto de invitados… Lógicamente entrasteis también en la habitación donde se encontraba nuestro armario y os oímos revolverlo todo a conciencia. Nos llegaba vuestro olor nauseabundo, tuve ganas de vomitar durante un breve instante. Sergio me agarró fuerte, respiré hondo y conseguí que se me pasara.

Tras unos minutos que me parecieron interminables, me entraron unas ganas terribles de hacer pis, de hecho, me moría de ganas, pero no me atrevía a moverme. A veces me parecía que estabais lejos, otras que estabais muy cerca, otras hubiese jurado que ya no estabais en absoluto. El miedo seguía allí, pero el pis iba ganando puestos en la lista de prioridades. Lo único que tenía claro era que no iba a mear en el búnker, delante de Sergio. ¡Eso nunca!

—Creo que voy a salir —le dije al fin a Sergio con un hilo de voz.

—Pero, ¿estás loca? —me susurró.

No sabía que me pasaba, pero de repente tenía que salir de allí como fuera. Forcejeamos unos segundos hasta que oímos un click que nos dejó helados. Alguien estaba ahí fuera, al otro lado de la puerta del armario, a tan sólo unos centímetros de nosotros… e intentaba abrir la puerta. Se alejó unos pasos, embistió. Pero el armario era más sólido de lo que esperaba. Ruidos, debía de buscar algo con que abrir. Mierda,  esos zombis eran mucho más listos de lo que había imaginado. Y nosotros allí, inmóviles. Me di cuenta de que estaba apretando el brazo de Sergio con tanta fuerza que debía de estar cortándole la circulación, así que le solté. Al poco, el zombi empezó a aporrear la puerta con fuerza, ¿con un hacha quizás? Un golpe, dos, tres… Pensé en los mordiscos dolorosos, en que no quería morirme y menos aún convertirme en uno de vosotros. Entonces se abrió la puerta, tras lo cual siguió un chorro de luz que nos cegó durante un instante. Cuando mis ojos se recuperaron, alcé la vista y ahí estabas nada menos tú, precisamente tú, dedicándonos una mirada triunfal. Te agachaste hasta ponerte a nuestra altura y soltaste:

—¡Booooh!

¡Mierda! ¡Me acababa de mear encima!

Nunca te lo voy a perdonar.

Alicia.