Carta 25

Querida Teresa:

Aún seguimos aquí. Habíamos acordado que nos iríamos de este refugio, pero Ana se ha empeñado en quedarse a esperar a Gabriel, provocando una terrible discusión. Mateo se puso histérico, amenazándonos otra vez con su arma. Gritaba y maldecía. Ana no dijo nada, se limitó a sentarse en el suelo, junto a los niños, en señal de protesta. No dejaba de mirar el reloj, como si el muchacho fuera a venir en cualquier momento. Lucía se sentó con ellos, las miradas que lanzaba al soldado eran más mortíferas que sus balas. El maestro y la frutera también se unieron al grupo. Ahora eran una piña. Mateo no se tomó nada bien.

—¡Sois unos gili…s, os van a matar aquí por culpa de ese chulito de mierda! —gritó mientras salía por la puerta.

Por un lado era un consuelo librarse del maldito militar, pero yo también quería irme. La pequeña Nataly me dio una botella de whisky barato para que me quedara. La jodía me está racionando el alcohol. Esta es más puñetera que su hermana.

Por un momento me olvidé de todo, de los zombis, de Gabriel, de los militares, del hambre, del sabor del buen whisky…

Cuando desperté, ya era mediodía. Ramona estaba sentada a mi lado, me había traído una lata de mejillones y un tenedor de plástico para comer. La pobre estanquera estaba muy triste, como cuando venía al confesionario, a contarme las palizas que le daba su marido. Lamenté no haber podido ayudarla, ni a ella ni a su hija. Por fin me miró a los ojos. Le pedí perdón, aunque se me escapó un eructo. No pareció importarle. Me cogió de la mano y dijo que ya no tenía ninguna razón para vivir, que se iba a volver al pueblo, que quería morir en su casa. Intenté contestarle algo, pero sólo pude soltar otro eructo. Ella sonrió, como si se tratara de una ridícula broma.

—No le culpo por lo de Rocío —dijo.

Agradecido, le di las cartas que tenía de los últimos días, por si quería echarlas en correos. Entre ellas había una de Miguel, para su tío el policía. Entonces me dio por llorar. Se fue sin decir adiós, no había nadie allí para impedir su marcha. Fue como despertar de un mal sueño. Hacía tiempo que mi reloj dejó de funcionar, pero me dio la impresión de que empezaba a atardecer. No cabe duda de que aquel whisky mal embotellado me estaba jugando malas pasadas.

Busqué a la gente por el refugio. Parecía que todos se habían ido, dejándome allí, solo y borracho. Las piernas me temblaban. No me atrevía a romper el silencio y despertar a los demonios que acechan en la sombra. Entonces vi a Miguel, sentado en un rincón. Estaba trazando una ruta en su estúpido mapa. Cuando abrió la bocaza, me di cuenta de que era el tonto de Abel. Su mohoso osito de peluche estaba sentado a su lado.

—¿Por dónde está el este? —preguntó.

Me entraron ganas de arrancarle el mapa de las manos. Él no sabía interpretarlo, nadie sabía interpretarlo, ni siquiera el cabezón de Miguel sabía interpretarlo.

Nataly apareció, cargada con mapas del monte. Estaban buscando el posible paradero de Gabriel. La miré con cara de perro pachón, quería pedirle más vino, pero en su lugar pregunté:

—¿Dónde están todos?

La niña me miró con tristeza y señaló la salida. No se burlaba de mí, esa cara decía que algo malo había pasado. No quería averiguarlo, pero fui a la puerta. Me encontré a Ana y a Lucía, inmóviles, mirando al suelo. Ahí yacía el cuerpo de Rita, José Antonio lloraba junto a ella, desesperado.

—¡Ha sido ese cerdo, ha sido él, cuando lo encuentre le mataré! —farfullaba sin parar.

Lucía intentó explicarme, como pudo, que la feliz pareja había ido al monte, a buscar a Gabriel, dejando así que Ana descansara un poco, pero no encontraron ni rastro del muchacho. Me habría enterado mejor si la chica se hubiera decidido a hablar, pero me esforcé por entender sus gestos. Por lo visto, ellos se separaron. Entonces José Antonio escuchó disparos y se encontró a su amada frutera, muerta.

—Sus manos se aferraban a esto —añadió, afectado, el maestro, enseñando un trozo de papel.

Lucía se quedó boquiabierta, yo también lo reconocí, era una etiqueta de una caja de alimentos del ejército, como las que Mateo le daba a cambio de sus servicios. Estaba claro que el maldito soldado guardaba algún secreto que Rita descubrió.

—Tenemos que enterrarla —Ana había recuperado la compostura y su sangre fría–, no podemos arriesgarnos a que el olor a sangre atraiga a los zombis. Bastante tenemos ya con que ese hijo de puta sepa dónde encontrarnos.

Entonces reaccioné, había que darle a esa mujer cristiana sepultura. Le dediqué una bonita misa, como en los buenos tiempos, hablando del sacrificio de nuestro señor. Cuando mencioné la resurrección, me dio un escalofrío al pensar que podría levantarse de la tumba, transformada en un demonio de esos. Por un momento, tartamudeé al ver como Nataly le daba una botella de vino a José Antonio, para que se calmase. Yo también quería, pero él la necesitaba más, y seguí con el funeral.

 

Ahora descansa en paz, no como nosotros que ya no estamos a salvo en este lugar.

 

Hemos cenado poco, no nos queda mucho. Mañana tendremos que replantearnos la situación. Creo que Ana empieza a asimilar la muerte de Gabriel. Lo siento por Abel.

No sé si podré dormir tranquilo, Lucía está de guardia y dudo que sea capaz de gritar si hay peligro. Sea lo que sea, ya te contaré.

 

Tu hermano que te quiere.

 

P.D.: Dios bendiga a José Antonio, que ha compartido el vino conmigo.

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Carta 25

A quien quiera leerlo:

Voy a empezar a creer en los milagros. Sigo vivo. Ni yo mismo me lo puedo creer, sobre todo, después de lo que he visto.

Estuve vagando varios días por el bosque, huyendo de los zombis hasta que me topé con una jauría bastante peculiar. A diferencia del resto, que suelen ir desperdigados y en pequeños grupos, éstos parecían seguir un camino. Por suerte, no me detectaron, por lo que, movido por la curiosidad, fui tan imprudente como para acercarme a investigar.

Al frente, un chico joven con la ropa desgarrada y un montón de vísceras colgándole por todo el cuerpo, caminaba con cierta agilidad como para ser un zombi. Lo más curioso es que su cara me sonaba.

A su lado, otro chico caminaba imitándole. En ese momento, los recordé. Eran los chavales de la furgoneta, los que iban vestidos como unos frikis junto a esas chicas tan raras. ¿Se habrían convertido ellas en zombis también? Había algo extraño en ellos. A pesar de comportarse como el resto del grupo, en sus ojos se destellaba cierta luz. Aún con tanta distancia, pude notarlo. Estaban vivos.

No tardaron mucho en toparse con las vallas metálicas de los militares. El líder del grupo, ¿Chuscas? ¿Carlos?, no conseguía recordar su nombre. Da igual, el caso es que frenó al grupo y empezó a simular que se agarraba a la valla. El resto le imitó. Los zombis que se apretaban contra la valla empezaron a sacudirse con violentos espasmos hasta que su carne se fundía con las rejillas. El olor a quemado se me quedó pegado a la garganta y vomité hasta quedarme seco y sin fuerzas.

Cuando conseguí reponerme y miré de nuevo al grupo, me di cuenta de todo. El chico había provocado que los cadáveres se fueran apilando de manera que pudieran subir unos encima de otros. Era un plan brillante.

Ya casi habían llegado arriba del todo cuando empezaron a oírse ruidos de motores. Varios jeeps militares llegaron al otro lado de la valla. El grupo de zombis quedó desconcertado y dejaron de moverse. Vi dudar a los dos chicos, pero el tal Chuscas, algo más nervioso, siguió avanzando.

Entonces le vi, era el cabronazo del jefe militar. Se bajó con parsimonia del jeep junto con sus soldados. El humo de su cigarrillo se entremezclaba con el vapor de los zombis calcinados. No parecía tener miedo, si no curiosidad. Tras sus gafas de sol, torcía su mostacho formando una media sonrisa.

La valla acabó cediendo bajo el peso de los cadáveres y como si de una señal se tratara, el resto de la jauría cargó contra los militares.

Las balas silbaron, los cuerpos cayeron, los aullidos de los zombis se mezclaron con la agonía de los soldados. El jefe militar se movía entre ellos con desenvoltura, como si llevara haciendo esto toda su vida. Disparaba tanto a los zombis que se acercaban a él, como a sus subordinados cuando eran mordidos y pedían auxilio. Avanzaba en línea recta, como si buscara algo o a alguien.

Una bala chocó contra el árbol en el que me ocultaba. El impacto hizo saltar una astilla que me produjo un profundo corte en la mejilla. Un poco más y habría perdido el ojo. Me escondí nervioso, limpiándome la sangre de la herida como malamente podía.

Por culpa de esa distracción perdí de vista a los dos jóvenes y al jefe. Intenté buscarles de nuevo con la mirada, arriesgándome a ser descubierto. Me costó un rato vislumbrar la regia espalda del militar del mostacho al otro lado de la valla. Parecía que tenía agarrado a uno de esos zombis. Me desplacé para tener un mejor ángulo de visión. Era uno de los chicos, el que parecía menos espabilado. El tal Chuscas les miraba desde la distancia, apretando los puños y con mirada desafiante. El jefe militar apretaba su pistola contra la sien del chico, con una sonrisa fría como el hielo.

El chico gritó pidiendo ayuda a su compañero, pero éste no se movió. Aulló de dolor cuando el militar apagó su cigarrillo en su cuello. Pero su amigo ni se inmutó. Empezó a caminar despacio hacia atrás. Miró a sus espaldas sólo una vez antes de echar a correr hacia su salvación.

―No, no, noooooo ―fue lo último que gritó el chico antes de que el militar le hiciera un agujero en su cabeza.

Después, el jefe indicó a sus soldados que siguieran al amigo. Revisó el estado de la valla mientras daba órdenes a su equipo. Algunos de ellos, cargados con lanzallamas, empezaron a quemar los cuerpos, incluso los de sus compañeros caídos que aún no se habían transformado del todo.

Sentí un escalofrío, pero no producto de semejante barbarie, sino de algo peor. Vi como el jefe militar me observaba a través de las llamas que ascendían en la noche. Sonreía.

Me quedé paralizado, no podía ser que me hubiera visto desde tan lejos  con todo mi cuerpo oculto tras el árbol. Parece que fue solo una falsa alarma, porque cuando sus soldados acabaron, se encendió un cigarrillo con el fuego de los cadáveres antes de montarse en el jeep y alejarse en la oscuridad.

Salí pitando de ese sitio.

No consigo quitarme de la cabeza el grito estremecedor del chaval.

¿Qué habrá sido de su amigo? Ojalá haya conseguido escapar y traiga ayuda para sacarnos a todos de aquí.

La verdad, lo dudo.

Ahora estoy escondido en lo alto de un árbol, aun temblando como una hoja y con un sabor agridulce en la garganta. Lo único que me consuela es pensar que estás a salvo y que nos volveremos a encontrar pronto, Abel.

P.D.: Ésta tarde he escuchado disparos no muy lejos de aquí. Ojalá seáis vosotros y estéis bien. Mañana investigaré con los primeros rayos del sol.

Os echo mucho de menos.

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