Carta 11

A quien quiera leerlo:

Un ruido a mi espalda me despertó. Maldije entre dientes al darme cuenta de que me había quedado dormido.

Un error imperdonable que me podría haber costado la vida.

Me oculté a un lado del portal, empuñando el bate ensuciado con el bigote de mi suegro. Oí pasos que se acercaban, así que ataqué.

No sé cómo pude parar a tiempo, pero mi bate quedó suspendido a escasos milímetros de la nariz de un chavalín. Su cara iba tornándose del color ceniza al mármol, inmóvil como una estatua. Detrás suya estaba otro chico, mirándome fijamente como si hubiera visto un fantasma. Ambos iban ataviados con ropa militar de mercadillo.

Me eché el bate al hombro y ladeé la cabeza.

—¿Vosotros sois los de la ambulancia, verdad? ­—pregunté señalándoles con el dedo.

—¿Y tu quién eres? —respondieron al unísono.

—Yo me llamo Gabriel, ¿y vosotros sois?

—Eh… Hola, somos Sergio y Miguel. Estamos con dos chicas más. ¿Qué tal si seguimos la conversación dentro de la ambulancia? Pueden aparecer zombis en cualquier momento.

Desorientado, me volví hacia la ambulancia. Al rato, una idea me vino a la cabeza.

—Claro —respondí con media sonrisa.

Nada más subirme al asiento del copiloto de la ambulancia, aparecieron las dos chicas, embutidas en unos trajes de lo más extraño, como sacados de un cómic barato.

El tal Sergio se sentó detrás con ellas, parecía muy nervioso y aunque las chicas me miraron con cierto escepticismo al principio, enseguida dejaron de prestarme atención. Miguel arrancó el coche y empezó a hablarme. Me contó que querían salir del pueblo, pero que antes tienen que ir al súper a recoger a un colega. Poco me importa a mí lo que quieran hacer o no, pero intenté ser amable, por lo que les pedí si podrían dejarme cerca de la entrada principal del pueblo.

—¿Y que es lo que vas a hacer allí? ¿Sabes acaso algo de lo que está pasando en el pueblo? —me preguntó extrañado Miguel.

—Tengo que… resolver unos asuntos. Y no tengo ni puta idea de que cojones está pasando aquí —respondí mientras miraba la carretera.

Miguel optó por no seguir preguntando, además ya habíamos llegado al súper.

—¡Corre, corre! —oí gritar desesperada a una de las chicas.

A través del espejo retrovisor vi como un chico corría hacia nosotros con la cara desencajada. Por detrás suya, una horda de zombis le seguía a toda velocidad. El chico lanzó la mochila hacia el interior de la ambulancia mientras Sergio y la chica del traje rosa le ayudaron a entrar.

—¡Arranca! —le grité a Miguel.

Apenas un segundo después de cerrar las puertas, oímos cómo el primero de los zombis se estampó contra la ambulancia. Miguel aceleró con brusquedad, provocando que la ambulancia chirriara, dejando tras de sí una gran polvareda.

—Esos hijos de puta corren como cabrones ­—exclamó medio ahogado el chico nuevo. Estaba tumbado y sudoroso sobre la camilla trasera—. Creo que el que se ha estampado contra la ambulancia era el capitán del equipo de atletismo.

Y vaya que si corrían, Miguel apenas los podía despistar, conduciendo como un loco entre las callejuelas del pueblo.

­—Ve por allí ostias, por allí ­—le grité golpeando el salpicadero mientras le señalaba un atajo.

Miguel dio un fuerte volantazo en el que estuvimos a punto de volcar. Las chicas chillaron del susto, pero por suerte, la ambulancia se enderezó a tiempo. Esa veloz maniobra despistó a los zombis, aunque no parábamos de mirar nerviosamente por el espejo retrovisor. Después del incidente ninguno dijo nada, la situación era tan tensa que parecía que si alguien decía algo, íbamos a estallar.

—¿Por aquí te vale? ­—me preguntó Miguel.

—¿Eh? Ah, sí —respondí—. Gracias.

Me bajé de la ambulancia después de haber dado la mano a Miguel. No me despedí del resto. Aún parecían conmocionados por lo ocurrido y además la chica del traje rosa con volantes horrorosos ni se giró al verme salir, estaba embobada mirando al chico nuevo. Les vi alejarse calle abajo mientras respiraba hondo.

Espero que no haya por aquí cerca más de esos zombis corredores, si alguno de esos atrapa a Abel yo…

Abel, aguanta un poco más, por favor.

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Carta 11

Querida Cristina;

Ya sólo quedamos cinco: la sra. María, un enfermero, una pareja de ancianos y yo misma. Fue horroroso hermana. La situación se nos escapó de las manos.

Nos resultó difícil coger a la sra. Concepción entre todos; no es que esté muy delgada, precisamente. La pusimos delante de la puerta donde habitan esos monstruos y se empezaron a escuchar golpes y gruñidos. Esas bestias tenían hambre de verdad. El problema vino cuando quisimos dejarlos sueltos. Creíamos que, aunque hubiera ya alguien medio muerto en el suelo, podrían abalanzarse contra nosotros, así que decidimos atar a la sra. Concepción a la pata de una mesa robusta que había al lado y protegernos con armas. Pero eso no fue suficiente. Por los barrotes pude ver a una de las enfermeras, ahora poseída, mirándome fijamente. Esos ojos amarillentos… no me los quito de la cabeza, hermana, y desde entonces que tengo pesadillas.

Llegamos a la conclusión de que el cebo no funcionaría; debía ser más apetecible. Así que empastillamos a la sra. Concepción. Tras un largo debate, acabé siendo yo la “afortunada” para cortarle un pie y echárselo a las bestias por los barrotes. La reacción fue instantánea. Creí que echarían abajo la puerta, y eso que es de metal, así que no tuvimos más remedio que abrirla.

Lo que pasó después lo recuerdo vagamente. Se echaron todos encima de la sra. Concepción, la pobre criatura chillando y suplicando ayuda. Uno de los ancianos que nos acompañaba, suponemos que cegado por la compasión, se acercó a intentar salvarla, pero supondrás lo que acabó ocurriendo. Entre esa jauría de cuerpos putrefactos vi el brillo de la llave de la puerta principal, colgando del cuello del enfermero jefe. A partir de ahí no recuerdo nada; sólo que me desperté en mi cama, con la llave de la puerta principal colgando del cuello y con todo el cuerpo ensangrentado.

La sra. María me contó que al oír los gritos, algunos de los ancianos que estaban en el comedor subieron a ver qué pasaba. Pudimos escapar utilizando los cuerpos de los moribundos como escudos, ya sabe, en vez de morder nuestro cuello, mordieron el pie o cabeza de algunos de nuestros compañeros recién caídos. Pero dos de esas bestias salieron escopeteadas detrás nuestro, matando al resto. Tuvimos muchos problemas para deshacerse de ellos y encerrar de nuevo a los muertos en la habitación del mal.


Por fin somos libres. Estamos planeando salir a las calles para finales de ésta misma semana; no creo que el exterior sea muy seguro viendo lo que pasa aquí dentro, así que es mejor que nos preparemos bien. Además, aún tengo un par de asuntos pendientes que resolver antes de marcharme.

Un beso.

Aurora

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Carta 11

Querida Luisa,

Tras tu trágica muerte a manos de Sergio, de repente todos parecíamos sentir la imperiosa necesidad de salir de casa a todo correr, como si no nos fuera posible pasar ni un segundo más bajo el mismo techo que tu cuerpo descabezado. Además, el número de zombis “okupas” del edificio de enfrente aumentaba por momentos, así que muy pronto sería imposible salir de casa sin que una horda de bestias inmundas se arrojara sobre nosotros para devorarnos. Había que irse ya.

Mientras recogía las cosas y bajaba las escaleras de casa, cargada como una mula, seguía como en estado de shock, incapaz de salir de la escena del garaje, donde la luz se seguía apagando y encendiendo en mi cabeza. Dios, un momento estabas allí, despidiendo ese olor nauseabundo, mientras tratabas de devorarme a mordiscos… y al siguiente oía el grito de júbilo del imbécil de Sergio, al tiempo que tu cara desfigurada rodaba en dirección al sitio en que papá solía guardar las herramientas. ¡Mierda!

Al entrar en la ambulancia, aparcada justo delante de la puerta principal, me percaté de que Sergio y Miguel habían invitado a un zombi a que se sentara en el asiento del copiloto. No, no podía ser un zombi porque de haberlo sido, Sergio le habría matado ipso facto, tras lo cual le habríamos oído gritar un “¡y ya van tres!”. Al muy capullo se la suda todo. Sí, claro, me había salvado la vida y todo eso. Pero, tía, ¡te había matado a ti!

Miguel puso en marcha la ambulancia y mi hermana y yo dedicamos una última mirada a nuestra casa, mientras Sergio se acomodaba frente a nosotras con cara de perro muerto. Miguel se puso a hablar con el tipo de delante, que no sé de qué superhéroe iría disfrazado, pero debía de ser de uno muy chungo. Creo que se llamaba Gabriel.

—Oye…  —empezó a decirme Sergio—. Yo no sabía que era ella… Y de todos modos, ¿se puede saber en qué estabáis pensando? ¿Cómo es posible que no nos contaráis lo de Luisa? ¡Podría habernos matado a todos!

—Sí, claro, ¡ahora nos vienes con esas! —le grité—. ¡Tú lo que eres es… eres un puto asesino!!

Cuando me quise dar cuenta, la ambulancia se había detenido frente a un supermercado del que salió el chico más guapo que había visto en toda mi vida. ¿Era posible que aquel fuera Lucas, el amigo de Sergio y Miguel, y que estuviera a punto de subirse a nuestra ambulancia para unirse a nosotros? Pues iba a ser que sí.

De repente, el mundo pareció detenerse. Lucas no corría hacia la ambulancia, sino que volaba. Era alto, muy alto, delgado, rubio, con unos hermosos ojos grises… Y el resto de mis compañeros se había desvanecido como por arte de magia porque allí sólo había sitio para mí, para Lucas… y para esos diez o quince zombis, que habían salido en tropel del supermercado y corrían como descosidos, pisándole los talones.

—¡Corre, corre! —gritó Sara.

Sergio abrió las puertas de la ambulancia de par en par, Lucas lanzó su mochila hacia el interior y yo le tendí mis brazos para ayudarle a subir lo más rápidamente posible. Así con cara de susto y todo, ¡qué guapo que era, pero que poco que corría el hombre! Faltó un pelo para que le pillaran los zombis que habían tomado la delantera, en cuyas narices cerramos las puertas de la ambulancia, mientras Miguel arrrancaba derrapando… No sé de qué madera estaban hechos aquellos zombis, pues tardamos un buen rato en dejarles atrás. De hecho, Lucas, que se había tumbado entre Sara y yo, nos dijo que creía haber reconocido al capitán del equipo de atletismo entre nuestros perseguidores implacables. Tardamos al menos cinco minutos más en perderles de vista y eso que Miguel puso todo su empeño en saltarse todas las normas de seguridad vial. Tras un volantazo bastante bestial que me arrojó a los brazos de Sergio (y no se me ocurre nada peor), conseguimos dejar atrás a los dichosos zombis. Diez minutos más tarde también nos quitamos de encima al superhéroe sentado junto a Miguel, que no sé qué misión tendría, pero cuanto más lejos mejor porque tenía aires de jefecillo y a nosotros ya nos sobraba con el nuestro.

Luego nos dirigimos al pueblo de al lado, donde los tíos de Sergio tenían una casa con jardín, para veranear. El resto del año permanecía cerrada a cal y canto, por lo que era difícil que nadie hubiera entrado, pese a lo cual hicimos las comprobaciones pertinentes antes de instalarnos.

Así que aquí estamos, Luisa. Es una casa de dos plantas con cinco dormitorios y una despensa más grande que el salón de mi casa. Aunque esté medio vacía, es posible que podamos quedarnos aquí un par de semanas comiendo a base de fabadas y similares. Peor es nada.

Dice Sara que no pierda tiempo con Lucas, que no le gustan las chicas. Es más, por lo visto está por Sergio. ¿Por Sergio? ¿Quién puede estar por Sergio? Quizás Sara se equivoque, o quizás sólo lo haya dicho porque es una envidiosa. Lástima que Loli y tú ya no estéis por aquí para darme vuestra opinión. Sí, definitivamente todo sería mucho más divertido con vosotras.

Un beso muy grande,

Alicia.

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Carta 11

Querida Teresa:

Aún seguimos aquí. Y eso que la cosa está muy mal.

A Miguel ya casi no le quedan huecos libres en el mapa. Nos hemos recorrido el pueblo de pe a pa, y apenas queda comida que encontrar. Son muchas las casas que están cerradas a cal y canto. Hay más gente viva de la que pensábamos, pero hay mucha más poseída por aquella rabia. No te dejes engañar, los malditos van arrastrando los pies como si no pudieran con su alma, pero cuando te sienten corren como diablos. Ahora hemos aprendido a no lavarnos, cuanto menos olamos a carne fresca más difícil les será localizarnos.

Hay un grupo de ellos afincado en la churrería de enfrente, como si fueran a tomar el café. Eso nos obliga a usar la puerta trasera. El otro día, Miguel vio a sus padres allí.

Esta tarde, encontramos bombones en la casa de los Ortega y el chico quiso llevárselos a su hermana. Una vez en su casa, le dejé a su aire mientras yo buscaba vino en el mueble bar. Todo parecía más desordenado que la última vez. Las botellas estaban rotas y el licor esparcido por el suelo. Estaba dudando si lamerlo cuando escuché un gruñido, era ella. Se había arrancado la pierna para liberarse de la cadena y me miraba con los ojos endemoniados.

No me dio tiempo a reaccionar. Cuando se abalanzo sobre mí, un disparo le reventó la cabeza. Instintivamente, me cubrí la cara, no quería infectarme con toda aquella sangre viscosa. El pequeño Miguelin estaba en el suelo con la escopeta de su padre, la fuerza del disparo le tiró. Me había salvado la vida a costa de la de su hermana. El pobre lloraba sin parar. Le levanté, intentando consolarle. Recé unas oraciones por el alma de la niña: “requiem in cantin pace”. Me hubiera gustado darle un entierro como Dios manda, pero aquel disparo habría alertado a los zombis y teníamos que salir de ahí lo antes posible.

En efecto, la calle estaba repleta de esas malditas fieras. Iban como locos persiguiendo a una ambulancia. Aprovechamos la confusión para volver a la iglesia.

Metí al pobrecito en la bañera, ahora podíamos quitarnos toda esa porquería. Era el momento de arreglar el daño que le hice.

Me puse la sotana de los domingos y a él le dí un traje de monaguillo que tenía por ahí. Encontré unas obleas caducadas en la vicaría, limpié el viejo cáliz de plata barata, y me dispuse a darle su primera comunión.

No sé si al ser subnormal entenderá lo que esto significa, pero era la única manera que tenía de premiar su sacrificio.

Después de cenar, le metí en la cama y le leí el libro de Job. A mí siempre me dio la impresión de que Dios se cachondeaba del pobre Job, pero a Miguel le encantó la historia. Se apuntó otra cita en su colección:

“Entonces levantarás tu rostro limpio de mancha, y serás fuerte, y nada temerás.”

Ojalá levante yo el rostro sin miedo, ojalá tu estés bien. Hoy por hoy, lo único que tengo es a este pobre infeliz que Dios ha puesto en mi camino.

Esta noche, aprovechando que ya he abierto el vino para la ceremonia, me terminaré la botella. Lo siento.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, ayudame a despertar mañana con entereza.

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