Carta 08

Querida Teresa:

Creo que Dios ya no está con nosotros. Las cosas que están pasando lo demuestran. Debí darme cuenta cuando los feligreses dejaron de venir a la iglesia. Todo porque me negué a darle la comunión al pequeño Miguel. Estaba claro que siendo subnormal no entendería lo que eso significaba, pero el señor Beltrán y los demás fanáticos se me echaron encima. Me llamaron cosas terribles, hasta la señora Claudia me escupió en la cara. ¡Qué vergüenza!

Y ahora ese niño vuelve a mi parroquia, como si fuera un castigo del Señor o una burla del Diablo.

Fue la última borrachera lo que me hizo recordar todo aquello.

 

Desperté con la intención de buscar alguna botella en los escondites habituales, pero me encontré con Miguel en la sacristía. Había preparado unos huevos como desayuno, tenía incluso unos cuscurros de pan duro para mojar.

—Lo siento, no me queda leche —se disculpó.

—¿De donde has sacado eso? —pregunté.

—De casa de la Gerarda —dijo con su voz de mongolito—, ya no hay nadie ahí.

Le regañé, le dije que robar está mal, pero antes de terminar el sermón, yo ya estaba comiendo como un poseso.

El niño me contó que había una enfermedad que convertía a la gente en monstruos, que no se podía salir del pueblo, que había una valla que daba calambres y unos soldados fuera que no dejaban salir. Dijo que la gente estaba como loca y algunos robaban comida del supermercado. Dijo que los chicos se reunían en la discoteca y hablaban de escaparse y otras cosas. Me contó como su familia le estaba esperando en casa. Querían comérselo.

Para ser tontito, el chico estaba muy bien informado. Le dije de ir a la discoteca a pedir ayuda. Él negó con su enorme cabezota.

—Mejor que no, ya no es un sitio seguro.

Decidí tenerle entretenido para no pensar y nos pusimos a limpiar la iglesia.

He de reconocer que el chaval es muy eficaz. Cuando terminamos, ya era la hora de comer. El jodío tenía en la mochila una barra de chorizo picantón y una bolsa de patatas fritas sabor a queso.

—Lo siento, ya no me queda más —se volvió a disculpar.

—No importa —contesté—, el hambre lo perdona todo.

Y es verdad, en circunstancias normales no me habría comido esas patatas chuchurrías, pero me supieron a gloria.

Ya estábamos preparados para echarnos una siesta, cuando la campana sonó. Alguien o algo la había golpeado.

Un cuervo entró por el campanario. Parecía endemoniado, tenía los ojos amarillos y se iba dando contra los muros. Venía a por mí.

—¡Cuidado, padre —gritó Miguel—, es uno de ellos, no dejes que te pique!

Corrí desesperado por los pasillos de la parroquia. Sus graznidos eran terroríficos. Tropecé y caí a los pies del Cristo crucificado. Era el final, sus ojos me miraban con piedad. Cuando el cuervo estaba a punto de picarme, aquel niño de cara grotesca salió de la nada, saltando como en las películas americanas. Atravesó al pájaro con el atril. Al caer al suelo se hizo sangre en la ceja.

Cuando recuperé el aliento me levanté. Le limpié la herida de mala manera y le puse una tirita. Ni siquiera le dí las gracias.

Miguel guardó el cuervo, con mucho cuidado, en una bolsa de basura. Se sacó un mechero del bolsillo y desinfectó el atril, insistió en que podría ser contagioso. Enterramos al maléfico ave en el patio.

 

Ha sido un día muy raro, otro más. Nos hemos echado un rato a descansar. Ahora vamos a salir en busca de comida. Aprovecharé la ocasión para mandarte esta carta. El tonto de Miguel le ha escrito una a su tía Micaela y quiere que se la mande también. Ha puesto un montón de tonterías, que si todo va bien, que no se preocupe, pero que venga el tío Miguel, que es guardia civil en Cuenca. Incluso le manda un dibujo la mar de feo. ¡Pobrecito!

A lo mejor el chico tiene razón, deberías avisar a alguien y contar lo que está pasando en el pueblo. Aunque dudo que nadie te crea, me conformo con saber que aún estoy vivo y espero que tú estés bien y no te veas metida en un lío como este.

Si no nos vemos nunca, que sepas que te quiero.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Con un poco de suerte este niño sabrá donde encontrar más vino.

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Carta 08

A ti, seas quien seas.

Los chicos no volvían. Habían salido por la mañana en la ambulancia para averiguar si había forma humana de salir del pueblo y cuando ya anochecía aún no sabíamos nada de ellos. A Sara ya no le quedaban más uñas que morderse. De hecho, tenía los dedos en carne viva. Desde hacía horas, no se movía de la ventana de la habitación de mi padre, desde donde vigilaba la calle, en espera del regreso de los dos expedicionarios. Yo me había puesto a planchar (como si a alguien le pudiera importar en aquel momento si llevábamos la ropa arrugada o no) y, entre prenda y prenda, no podía dejar de pensar en todas aquellas películas en que bastaba que el grupo de amigos se separara para que se cepillaran a alguno de ellos. Pero una cosa sí que estaba clara: en aquella escena los que llevaban todas las de perder eran Miguel y Sergio.

A las diez de la noche obligué a mi hermana a cenar algo y mientras jugueteábamos con la comida, sin ser capaces de probar bocado, nos sobresaltamos al oír el sonido familiar de la sirena de nuestra ambulancia. Corrimos escaleras abajo para dar la bienvenida a nuestros amigos. Venían con Luisa, que bajó del coche con un macuto.

—No os importará que me mude aquí, ¿verdad? —nos preguntó a gritos, pues al ruido de la sirena había que sumarle la paliza que Miguel y Sergio le estaban dando a la ambulancia para que se callara—. ¡Mi madre creo que se ha vuelto loca! ¡Hace días que no la veo!

Traía la mano vendada y al preguntarle cómo se había hecho daño, nos aseguró que no había sido ningún zombi.

—Fue sólo un chuco que me atacó en la calle —nos explicaba en el preciso momento en que un golpe certero de Sergio conseguía silenciar la sirena—. ¡Por suerte es sólo un rasguño!

Sara y yo intercambiamos unas miradas algo inquietas y supe que se hacía las mismas preguntas que yo: ¿Sería posible que fuera el mismo chucho? ¿Y si los chuchos también pudieran convertirse en zombis? ¿Y si aquel rasguño era suficiente para contagiarle a Luisa aquella enfermedad? Y nos hubiéramos hecho muchas más preguntas, de no ser porque justo entonces Miguel pareció ver algo a lo lejos que no le gustó mucho. Nos metió en la casa de un empujón, mientras Sergio se apresuraba a coger una bolsa rosa de la parte de atrás de la ambulancia. Cuando todos estábamos dentro de casa, Miguel cerró la puerta y nos hizo una señal para que permaneciéramos en silencio. Al poco se oyó un pequeño tumulto que pasaba por delante de casa. Oímos cómo los zombis aporreaban la puerta, la ambulancia, soltaban gruñidos, aullidos, rompían cristales, avanzaban calle abajo, se alejaban… y todos seguimos quietos hasta que no escuchamos nada más. Luego subimos a la cocina, sin decir ni una sola palabra.

—¿Puedo ir al baño? —preguntó Luisa, rompiendo el silencio.

Mientras Sergio y Miguel se zampaban la cena, nos contaron que sus pesquisas de aquel día les habían llevado a la conclusión de que era imposible salir de la comarca. Es decir, habían podido constatar que había una enorme valla electrificada instalada alrededor de nuestro pueblo y un par de pueblos vecinos. Aunque no tardaron en comprender que no era posible sortear aquel muro metálico sin disponer de un equipo muy sofisticado, habían pasado el día yendo de un lado a otro, tratando de averiguar si aquella dichosa valla tenía algún punto débil, pero si lo tenía, no lograron encontrarlo. Tanto en el centro como en los alrededores, e incluso en otros pueblos, el panorama siempre era el mismo: las calles desiertas, sucias, las casas silenciosas, cerradas a cal y canto o con las puertas abiertas de par en par, algunas tiendas saqueadas, coches abandonados… Entre las pocas personas que se habían cruzado, había un compañero del instituto, Lucas, que les había dicho que se había refugiado con su familia y unos vecinos en un supermercado. Aunque a regañadientes, les había dejado que se llevaran unas conservas, las que habían traído en la bolsa rosa de la ambulancia.

—Había muchos grupos de zombis en el bosque —nos dijo Sergio—. Algunos son muy rápidos.

Nos contó que esos zombis corrieron largo rato tras la ambulancia, atraídos por el sonido de la sirena, que se había puesto en marcha al pasar un bache… y no consiguieron perderles de vista hasta que varios kilómetros después volvieron a internarse en el pueblo.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó entonces Luisa, a la que no habíamos visto volver. Apretaba su mano vendada contra el pecho. Sara y yo volvimos a mirarnos sin decir nada.

No sé, ¿qué vamos a hacer?

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Carta 08

A quien quiera leerlo:

—¡Abel! —grité nada más entrar en casa.

No recibí respuesta, por lo que volví a insistir.

—Abel, deja la consola y vístete, nos vamos.

De nuevo el silencio me dio la bienvenida. Fui derecho al salón. La video consola emitía la musiquita del Super Mario Bros mientras en la televisión aparecían las palabras de game over. No había ni rastro de Abel.

—Abel, no estoy para jueguecitos, sal ya —grité a pleno pulmón.

Me quedé en silencio, esperando oír, como en las otras ocasiones que jugaba al escondite, su risilla detrás del armario. Empecé a ponerme muy nervioso y dando grandes zancadas recorrí toda la casa buscándole, dispuesto a soltarle una buena regañina en cuanto le encontrara. Regresé al salón casi sin aliento. Me apoyé contra el marco de la puerta que daba hacia la calle, intentando pensar con claridad. Sentía como si mi cabeza fuera un volcán a punto de estallar. Me pareció distinguir algo blanco tirado en el suelo. Cuando me acerqué tuve que reprimir un grito y di un puñetazo al suelo. Era Minchi. Me temblaban las manos cuando lo recogí y noté como algo viscoso estaba adherido al peluche, era sangre. Lo abracé contra mi pecho mientras sofocaba las lágrimas que pugnaban por salir. La imagen de la niña sonriente de ojos amarillos inundaba mi mente.

No sé cuánto tiempo pasó antes de que pudiera respirar con normalidad. Sólo recuerdo que fui directo a mi habitación. Cogí mi bate de beisbol, la navaja que usé contra Alex y mi puño americano. Lo metí todo en una mochila, junto con Minchi, que asomaba su cabecita por fuera de la cremallera.

Salí de casa e investigué los alrededores en busca de huellas o de alguna pista sobre el paradero de Abel. Cerca del portón vi pisadas que no reconocí en un principio. Al fijarme con más detalle, me di cuenta de que procedían de botas militares. Recordé al soldado de las gafas de sol y me volví a estremecer como aquella vez. Si ese cabrón le ha tocado un solo pelo a mi hermano va a saber quién soy yo.

Ya era noche cerrada cuando cogí el coche, camino del puesto militar.

Mientras quemaba el motor del coche por la carretera ya no tenía ninguna duda, lo de Alex no fue fruto de la casualidad, algo muy gordo está pasando.

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Carta 08

Querida Cristina;

La situación se nos escapa de las manos. Ni siquiera el dulce sabor del tabaco puede ya tranquilizarme. El duro invierno se acerca y casi no nos queda comida. No podemos salir porque seguimos sin encontrar la llave de la puerta principal, y ninguno de nosotros tiene la suficiente fuerza para saltar por la ventana. Los pocos enfermeros que quedan se dedican a cambiar pañales y dar falsas esperanzas a los ancianos. El poder nos cegó y ahora el Señor nos está castigando por ello.

Creo que nadie vendrá a por nosotros. Ya no se oyen gritos ni coches en el pueblo, y hace meses que dejó de venir el transportista con comida y material nuevo. Las mantas no son suficientes para resguardarnos del frío, y tuvimos que atar al sr. Roberto, el hermano enfermo del sr. Julián, a una silla, porque del hambre que tenía se abalanzó hacia su propio hermano. No le mordió de milagro. Lo extraño es que cuando le intentamos dar de comer puré ni siquiera tragaba, sólo balbuceaba e intentaba alcanzar al enfermero. Ahora mismo lo están trasladando a la enfermería, a ver si le pueden dar algo para calmarse. Empiezo a sospechar que hay algo oculto, pues cuando le preguntas al sr. Julián por su hermano, éste siempre evita el tema y arguye que sólo está enfermo.

En cuanto le envié la anterior carta subí a ver a la sta. Carla. Lo cogí como rutina desde que le rescatamos de aquel infierno. Le limpié la cara con un trapo húmedo y junto a dos compañeros intentamos cambiarle la ropa y ponerle una manta encima para que no pasara frío. Aún no hemos podido quitarle las cadenas puesto que no encontramos la llave. La semana pasada por fin se despertó. Levantó lentamente la cabeza y abrió su ojo izquierdo; el otro lo tenía desgarrado, pobrecita mía. Durante un segundo pude ver un brillo y una leve sonrisa, pero no pudo articular una sola palabra. No importa el tiempo que pase antes de que pueda volver a hablar, es mi ángel y voy a protegerlo. Eso sí, cada vez que me acerco me da un vuelco el corazón cuando escucho los gritos provenientes de la puerta de metal.

Toda mi rabia y tristeza acumulada la estoy liberando contra la pendón que tengo atada a la cama. Como suponí, la mezcla de puré con pastillas y laxante surgió efecto, pero la muy asquerosa aún no se digna a soltar prenda. Y eso que desde entonces ni siquiera le he cambiado las sábanas. Ahora le estoy haciendo heridas en los pies con mis tijeras y echándole sal. Que sufra, se lo merece.

P.D.: Para colmo me ha empezado a doler la pierna horrores y ya casi no puedo andar; esas pastillas que nos daban deben de tener algún efecto secundario. Estuve toda la tarde del lunes rebuscando entre los cajones del despacho del director por si había algún prospecto que nos indicara de qué estaban hechas.

Hermana, necesitamos ayuda urgente.

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Carta 09

Prima:

Algo trama. Quizás este pensando en su siguiente premio a costa de mi descubrimiento. Debo ser cuidadosa si no quiero que me descubra o que empiece a investigar por su cuenta con mis datos.

Me había quedado dormida cuando una voz profunda y suave me despertó. Lo primero que vi fue la bata blanca salpicada de gotitas verdes. Increíble que la impoluta Carmen tenga su bata sucia. Su cabello castaño estaba recogido en una coleta y su rostro era inexpresivo; nunca sabías si estaba contenta o a punto de asesinarte.

Estaba sentada, observándome detenidamente. En su mano brillaba su bolígrafo y su libreta de notas; como era costumbre, se apuntaría todo lo que le dijera. Tendría que ser cautelosa, ella era muy rápida a la hora de detectar mentiras y excusas; si un dato no coincidía no pararía hasta saber cual es la pieza que no encaja.

Fui lo más escueta posible, dando por hecho que ella estaba al corriente de los sucesos que acaecían en el exterior donde una enfermedad extraña atacaba y mutaba al ser humano. Enfoqué la conversación en el brebaje y sus efectos.

Carmen estaba nerviosa, apuntaba en su cuaderno pequeños garabatos que sólo ella podía descifrar. Hablamos de la composición del brebaje, de las cantidades y sus propiedades. Sin embargo ella quería saber porqué había usado esas plantas y no otras. No pensaba contarle mi intento de suicidio, así que preferí no responder. Ella me observaba intentando leerme la mente, sabía que no se lo contaría con facilidad, pero no pensaba rendirse.

Después de horas hablando y haciendo nuestras suposiciones, decidimos que era el momento de poner en marcha nuestras conjeturas y analizar todas y cada una de ellas a través del microscopio. Cuanto antes empezáramos antes encontraríamos una cura.

Me llevé una grata sorpresa cuando puse mi antiguo código en el ascensor, aún conservaba mi acceso. Bajé al laboratorio. Prima, estaba irreconocible, habían quitado una de las zonas de aislamiento y agrandado la que ya había. El material es de gran calidad y no es el que se usa para buscar una vitamina en una planta, un antídoto para una droga o una mutación para crear una planta que genere algún anticuerpo. No sé a que se dedican ahora, pero es algo grande.

El ayudante, Vicente, me saludó y detrás de una cortina, estaba la pequeña Ana, sigue igual de pecosa y delgadita. Me dio un fuerte abrazo y me manda saludos para ti.

Hicimos una pequeña reunión, para ponerlos al día. Pensé que me matarían a preguntas sobre el brote, pero su atención residía en el brebaje y en su composición. Que científico no pregunta por un brote inusual que muta a un ser humano. Lo sé, ocultan algo.

Les dí un poco de brebaje, el resto está escondido a buen recaudo para mi consumo propio. También les entregue un tubo de sangre, de un supuesto infectado, lógicamente no dije que era mía. Sus miradas casi me taladran el corazón, no lo dijeron pero sabía cual era el motivo: no haber traído al sujeto, para poder experimentar con él.

Estuvimos horas viendo y analizando las pruebas. Solo pudimos descubrir como funciona el brebaje: el jugo al ser un potente veneno entró en lucha contra el virus mutágeno. El resultado de la lucha es la segregación de una enzima proteica que protege los órganos principales. Sin embargo, el continuo ataque debilita la enzima; esta se refuerza cada vez que se ingiere el brebaje, pero las células siguen dañándose paulatinamente.

Hicimos varias pruebas y vi como mis células mutaban o explotaban. Después de horas detrás del microscopio electrónico decidimos irnos a descansar. Mi pútrida herida pronto comenzaría a segregar pus y debía limpiarla antes de que alguien se diera cuenta del olor.

Era las 4 de la madrugada cuando escuché un sonido en el pasillo principal. Eran pasos que recorrían cautelosos las instalaciones. Entreabrí la puerta y salí detrás de Carmen. Me pareció extraño que usara las escaleras de emergencia en lugar del ascensor; la parte del laboratorio estaba enterrada a más de un kilómetro de la superficie. En uno de los descansos de las escaleras, vi un panel digital. Carmen puso un código y una puerta se abrió automáticamente. No pude ver lo que había en el interior sin descubrir mi paradero.

Cuando la puerta se cerró me apresuré a teclear mi código, no hubo suerte. En su momento tenía acceso completo a las instalaciones, pero ahora las habían cambiado y Carmen era la reina.

Prima, sé que esconden algo y quiero saber el qué, ya que mi vida depende de lo que ellos saben y de su intervención.

Te preguntas porqué no les cuento la verdad, que soy mi propio experimento; es sencillo, porqué querrían experimentar conmigo. Tendría mil agujas en mis venas y tubos con mi nombre; sería un conejillo de indias de cuantas posibles curas encontremos. No prima, no deseo eso para nadie.

 

Intentaré descansar y enviarte esta carta lo antes posible. Tq.

 

Iria

 

P.D.: Vigilaré esa puerta y descubriré su secreto.

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