Carta 12

Prima:

 

Lo sabía, estaba segura de que Carmen ocultaba algo. Está elaborando más muestras de I1 en altas concentraciones, las cuales han ido menguando paulatinamente sin ninguna explicación.

Anoche conseguí la carpeta del laboratorio. He leído minuciosamente el informe. Los datos son espeluznantes; pensé que esta pesadilla no podía empeorar, pero me equivocaba.  Hay algo peor que este virus: el Sujeto 0, el poseedor de la cepa origen.

Esta microscópica enzima invade el cerebro, expulsa una neurotoxina que afecta al sistema nervioso y al sistema motor. La médula ósea deja de fabricar linfocitos y el sistema inmune desaparece. Ante el más débil microorganismo que ataque el cuerpo, éste, sin manera de defenderse acaba falleciendo. Sin embargo, aquí no acaba la función de la enzima, sino su comienzo: la enzima mantiene vivo el cerebro y el sistema nervioso, es decir, tu cuerpo se mueve pero tu ser ha desaparecido; eres un muñeco demoníaco.

Algunos sentidos se agudizan, los huesos pierden calcio y masa muscular, el cabello se cae, el sentido del tacto desaparece (no siente dolor). La consciencia no es erradicada del todo, los instintos primitivos salen a la luz: comer y cazar. Esto lo convierte en un feroz depredador.

Según la información sobre el Sujeto, este llegó al laboratorio muy enfermo. No descarto que sea uno de los transportistas o de los guardabosques que vienen continuamente a consultarnos cada vez que ven algo extraño. Lo que me sorprende es que esta enzima no es contagiosa.

Lo único que puede darle un poco de nitidez a esto es que la propia enzima mutara en otro organismo. Alguien que puede contagiar esta nueva cepa sin llegar a desarrollarla en su propio cuerpo. Una vez más la madre naturaleza nos ha demostrado que solo ella puede crear vida y muerte.

No puedo seguir de brazos cruzados en este idílico lugar seguro mientras mis vecinos están sufriendo una horrible enfermedad.

Sé que mi brebaje no está terminado, pero puedo retrasar la enfermedad hasta que encuentre una cura, es mejor que no hacer nada.

Prepararé varias garrafas e iré por el pueblo repartiéndolas a los supervivientes, si aún quedan. La idea me revuelve el estómago y me paraliza. ¿Cómo puedo enfrentarme a esos monstruos sola?

Hace unas semanas tuve que tomar una decisión similar. Ahora soy consciente de lo que hay ahí afuera, no puedo vendarme los ojos y esperar que otro lo haga en mi lugar, simplemente por que no existe ese otro.

Prima, dame fuerzas para enfrentarme a lo que debo hacer y no a lo que me gustaría hacer.

 

Iria.

 

P.D.: El Sujeto 0 parece que recupera la razón a los pocos minutos de tomar el I1, pero su consciencia dura muy poco. He devuelto el informe a su lugar, espero seguir leyéndolo a hurtadillas.

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Carta 12

A quien quiera leerlo:

Me preparé.

Tapé mis ojos con unas gafas de sol. Si iba a encontrarme con el jefe militar, lo mejor era ponerme a su altura.

Agarré bien la mochila contra mi hombro y eché a andar. No pasaron ni diez minutos cuando una imponente valla se erguía a unos cuantos metros de mí. El enorme vehículo militar se encontraba aparcado justo detrás, como un amenazador guardián. Parecía que habían pasado años desde el primer día que lo vi, cuando volvíamos Abel y yo del parque de atracciones.

Un moderno puesto militar ponía la pincelada final. Era de color negro, como el vehículo, perfecto para pasar desapercibido en una noche sin luna. Una oscura mini fortaleza en medio del campo.

Avancé con las manos en alto y con paso firme. No quería que me disparan al confundirme con uno de esos malolientes monstruos.

―Alto ―chilló con voz nerviosa un soldado desde detrás de la verja.

Paré.

―¿Qué haces aquí? No se puede salir del pueblo, ya… ¡ya deberías saberlo!

Antes de que pudiera responder apareció él, enfundado en su impecable traje militar, con sus gafas oscuras como un pozo y mascando chicle sin cesar. Se acercó a la valla e hizo un gesto al soldado para que bajara el arma. El militar le miró indeciso, pero obedeció. Avancé, sin bajar aún los brazos.

―¿Donde está Abel? ―pregunté en cuanto le tuve a medio metro de distancia.

Me miró de arriba a abajo, con una media sonrisa dibujada en sus labios y las manos apoyadas en su cadera. Mantuve la cabeza bien alta, sin dejarme intimidar.

―¿Donde está Abel? ―volví a preguntar con impaciencia.

El jefe se llevó una mano al bigote y se lo mesó con tranquilidad.

―No conozco a ningún Abel ―respondió con una voz ronca y afilada.

―Es mi hermano pequeño.

―Ah sí, el niño ese ―dijo sonriendo entre dientes.

―Desapareció de mi casa y …

―Ese es tu problema, no el mío ―dijo dándose media vuelta.

Me contuve, sofocando el impulso de estrangular a ese tipejo.

―Encontré huellas de militar en la entrada de mi puerta. No te atrevas a decirme que no es tu problema ―grité.

El soldado volvió a apuntarme con el arma. El jefe militar se giró lentamente hacia mí.

―No tengo que darte explicaciones, niñato. Vuelve a tu maldita casa y llora por tu hermano. A estas alturas ya estará muerto.

Una fuerte sacudida me impulsó hacia atrás cuando intenté derribar la valla. La siniestra risa del jefe acompañó mi aturdimiento.

―Vete de una maldita vez si no quieres tener un agujero extra en la cabeza, muchacho ―escupió con desdén.

Apenas rocé la valla, pero la descarga fue lo suficientemente fuerte para dejarme sin ganas de replicar.

―Ya lo has oído ―reiteró el soldado que me apuntaba con su rifle.

Me levanté temblando. Cogí como pude la mochila y antes de irme eché una mirada mortal al soldado mientras le señalaba con el dedo. El militar se rió y se colocó el arma sobre el hombro.

Aturdido, caminé durante horas, apretando con fuerza los dientes. A duras penas llegué a mi casa justo cuando el sol se estaba poniendo, lamiendo con sus últimos rayos de luz los restos de mi cuerpo dolorido. Por suerte no me había topado con ningún monstruo, pues parece que se concentran en los sitios más concurridos, como en el centro del pueblo.

Me derrumbé en el sofá y saqué a Minchi de la mochila, abrazándome a él. Mis gafas de sol cayeron al suelo, junto a una lágrima bañada en la ira de mi frustración.

Abel, juro que te sacaré de ahí.

Lo juro.

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Carta 12

Querida Teresa:

Ha sido horrible. Nunca había pasado tanto miedo.

Desperté de la borrachera, más sereno que de costumbre. Busqué algo para desayunar, pero ya no quedaba comida. Parece ser que había estado dormido más tiempo de lo creía. Llamé a Miguel, pero no contestó. Insistí, gritando cada vez más fuerte. Registré la iglesia de cabo a rabo, pero no le encontré. El miedo se apoderó de mí. Solo me quedaba por mirar en el campanario. Me costó mucho subir, bien sabes tú lo de mis vértigos. Al asomarme todo daba vueltas.

El panorama era desolador. No le encontraba por ningún lado. Desesperado, salí a la calle a buscarle, a pesar de haber visto a dos monstruos de esos rondando por allí. No sabía que hacer ni adonde ir.

Cuando me quise dar cuenta, me vi frente al bar de Martín. Estaba destrozado y olía a muerte. Aún así entré. Martín se encontraba tras la barra, con la boca ensangrentada y los ojos amarillos, aferrado a una coctelera, y en el suelo, los restos de su mujer.

No me preguntes por qué, pero me senté en un taburete, como en los viejos tiempos, y empecé a contarle mis penas. Él me escuchaba, balanceándose y moviendo la boca. Le hable de Rocío, de los zombis, de los soldados y de Miguelín. Y cuando la confesión parecía que no iba a terminar, se abalanzó sobre mí.

Un disparo le reventó la cabeza. Una vez más se repetía la escena. Miguel estaba allí, manchado de tierra y con la escopeta de su padre.

—¿Pero que hace ahí, padre? —preguntó con su voz de tontito.

Le abracé, y sin dejar de llorar, le regañé.

—¿Se puede saber donde estabas? ¿Te das cuenta del susto que me has dado?

Me lo llevé de vuelta a la iglesia y le metí de cabeza en la bañera.

El jodío traía la mochila llena de comida y pudimos cenar. Me contó que había vuelto para enterrar a su hermana y no sé que historias más que ni siquiera escuché.

 

Por fin duerme. Ya pasó el mal trago. Esta noche le he castigado sin leer la Biblia.

Espero que algún día salgamos de aquí y volvamos a vernos. A lo mejor tú sabes como meterle en vereda.

Aunque estoy contento, la cosa pinta muy mal. El mapa de Miguel tiene más zonas señaladas. Esos demonios nos están cercando.

 

Tu hermano Tomás.

 

P.D.: Padre, gracias por devolverme al chico sano y salvo.

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Carta 12

Estimada María Eugenia:

Nunca nos presentaron, pero sé que nació en Madrid el 5 de enero del año 1951 y que hoy ha muerto por segunda vez, por lo cual ruego encarecidamente que nos disculpe. Procuraré recordarla siempre como la señora regordeta de la foto de su carnet de identidad, donde aparece con el pelo corto teñido de amarillo paja, una cara redonda llena de marcas, ojos claros y bigote. Definitivamente, el zombi de rostro desfigurado al que nos cargamos esta mañana no se parecía mucho a Usted. De hecho, a ese monstruo no le debemos ninguna disculpa.

Esta mañana se levantó temprano y decidió darse un paseo por un jardín que no era el suyo… y que encima pertenecía a una casa atestada de humanos, la nuestra. Era la hora del desayuno y nos encontrábamos en el comedor, zampándonos unos raviolis de bote que habíamos conseguido calentar en la cocina de gas. Sara levantó la vista y casualmente la vio, arrastrando sus pies por el jardín, llevándose los rosales por delante, hasta que su falda de punto se enganchó a unas zarzas que le impidieron seguir con el paseo. Usted seguía tirando, dale que te pego, pero el dichoso arbusto se había empeñado en no soltarla. Mis compañeros y yo estuvimos un buen rato observándola, muertos de risa, porque era evidente que a Usted no le daba el cerebro para pararse a pensar en lo fácil que hubiera sido retroceder un poco para desengancharse y seguir adelante.

Llevábamos una semana en la casa y todavía no nos habíamos atrevido a salir de ella para explorar los alrededores. Lucas era definitivamente gay y estaba por Sergio, pero yo no había perdido la esperanza de que se pasara al otro lado y se fijara en mí. Mi hermana me llamaba ingenua y yo le decía que no, que era romántica. En todo caso, tengo que agradecerle que se molestara en convencer a Miguel y Sergio de que Lucas y yo no estábamos predestinados a ser super héroes. De modo que mientras ellos tres hacían estúpidas maniobras de entrenamiento en el jardín, donde jugaban con unas pistolas que habían encontrado en el desván, Lucas y yo nos lo pasábamos bomba desempeñando las tareas del hogar.

Llegué a pensar que nuestra vida podía seguir siempre así, que la comida de la despensa no se acabaría nunca, que Lucas se dejaría de tonterías y se enamoraría de mí y que viviríamos todos juntos en aquella casa, en armonía y felicidad, durante el resto de nuestras vidas. Pero entonces llegó Usted y comprendimos que la realidad era bien distinta.

Cuando los tres super héroes se cansaron de verla haciendo el ridículo, salieron al jardín, armados con sus juguetes nuevos y dispuestos a poner en práctica su habilidad como pistoleros. A Lucas y a mí nos encargaron que subiéramos a uno de los dormitorios de la planta de arriba, desde donde se dominaba todo el jardín. Además de vigilar sus espaldas, teníamos que documentar el asesinato con ayuda de la cámara digital de la prima de Sergio.

—Y Alicia… —me advirtió Sara antes de salir de la casa, embutida en su mono amarillo—. ¡Haz el favor de no olvidar que para enfocar tienes que pulsar el botón antes de disparar!

—Esta se cree que soy tonta —le comenté a Lucas mientras encendía la cámara.

Miguel y Sergio le cedieron los honores a Sara, que se situó a unos cinco metros de Usted, sacó la pistola… y se tomó su tiempo para apuntarle en la mismísima cara, atravesada por una herida muy fea que supuraba. Al percatarse de la presencia de mis amigos, comenzó a tirar con más fuerza de la falda para tratar de liberarse de las ramas que la aprisionaban.

—¿Estás sacando fotos? —me preguntó el imbécil de Sergio desde abajo.

¿Quién era Usted, María Eugenia? ¿Qué hacía antes de convertirse… en eso? ¿Cuáles eran sus aficiones? ¿Estaba casada, divorciada? ¿Tenía hijos? ¿Era de derechas o de izquierdas? ¿Había salido alguna vez del pueblo? ¿Con qué soñaba? ¿Se tejía sus propias faldas de punto?

Click. Retrato de la versión zombi de María Eugenia. Click. Sara apuntando. Click. Miguel y Sergio, posando. Click. Zombi enfurecido liberándose. Click. Zombi abalanzándose sobre Sara. Click. Miguel y Sergio disparando al zombi. Click. Miguel y Sergio disparan de nuevo. Click. Zombi sigue en pie y tratando de pegar un mordisco al cuello de mi hermana. Click. Cortina. Click. Lucas señalando una escopeta apoyada en la pared del dormitorio. Click. Lucas cargando el arma. Click. Lucas apuntando. Click. María Eugenia en el suelo. Click. Miguel y Sergio con mirándonos con estupefacción. Click. Mi hermana echando a un lado el cadáver zombi. Click. Lucas guiñándome un ojo. Click.

Hoy he aprendido que los auténticos super héroes no llevan traje. Descanse en paz, María Eugenia.

Atentamente,

Alicia.

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Carta 12

Querida Cristina;

¿Por qué no me ha respondido? Llevo más de medio año escribiéndole y ni siquiera sé si sigue viva. ¿Tanto rencor tiene acumulado hacia mí? En fin…

Ahora mismo estamos en la calle y sin saber a dónde ir. No podemos volver al geriátrico porque esas bestias están ahí dentro, sueltas, deambulando en busca de comida. Parecen insaciables. Y eso que les di de comer a la mal nacida de mi enfermera. Abrí la puerta de su habitación, en donde la tenía secuestrada, y me alejé mientras la muy asquerosa pedía clemencia. Ni siquiera me inmuté.

Después, fuimos a la habitación del señor Roberto, que por lo visto se ha convertido en una bestia como Julián, su hermano, y los liberamos para que se ocuparan de esa perra. Los dos se abalanzaron hacia nosotros en cuanto nos vieron. Por suerte, estábamos protegidos por las mesas, y una vez que los muy cazurros aceptaron que no podían atravesarlas, se escuchó el grito ahogado de la enfermera y los dos salieron escopeteados hacia su habitación. Lástima de no haber visto la carnicería, pero deseé que mi risa fuera lo último que hubiese escuchado esa hija de Satanás.

Ni siquiera tenemos previsiones para una semana. El enfermero es el que lleva más peso, ya que con mi bastón en mano, lo único que puedo llevar es un pequeño bolso con todas las llaves que encontré ahí dentro, un par de latas de conserva junto a una libreta y un bolígrafo, y mis queridos cigarrillos. La señora María lleva una mochila con ropa dentro, y la pareja de ancianos que resta, un poco de agua y medicamentos, incluidos los que nos obligaban a tomar. Alguien en el pueblo sabrá de qué están hechos.

Estamos debatiendo qué camino tomar. Unos dicen que vayamos al cuartel de la policía para informar de lo que ha sucedido en estos meses; y otros que nos refugiemos en la iglesia, donde seguro que nos darán cobijo. Ninguna de las dos opciones me gusta, puesto que la policía poco podrá hacer al respecto viendo el estado en que se encuentra el pueblo; y nunca me gustaron las iglesias.

Creo que me separaré del grupo y volveré a mi casa. Seguro que los desagradecidos de mis hijos se encuentran en ella, disfrutando de mi chimenea.

Un beso.

Aurora

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Carta 13

Tengo miedo prima:

 

Carmen está en contra de mi decisión. Dice que mi cerebro está mejor en un laboratorio que en la boca de algún zombie. No le falta razón, pero de otra manera este virus se propagará y los pocos no infectados que se esconden en el pueblo se quedarán sin alimento y expuestos a unos seres famélicos que les darán caza.

Vicente y Ana me observaban como si estuviera loca y al mismo tiempo, como si fuera una heroína de cómic. Lo que todos olvidan, es que lo héroes son los primeros en morir.

No estaba segura de que víveres me harían falta, ni tampoco cuanto tiempo estaría fuera. Había cogido todo el brebaje que podía llevar conmigo, pero  malamente tendría para un par de personas y estas tendrían que esperar a que volviera a por más.

Guardé comida y una muda de ropa en la mochila. El brebaje y los botes de muestras los llevaba en una bolsa nevera, que conservaría su interior bien fresco.

Me encerré en la habitación pensando en cual sería la ruta que debía seguir. Cada vez que pensaba en salir al exterior un escalofrío recorría mi espalda, estaba aterrada. Me imaginaba a esos seres andando hacia mí con la boca abierta y su baba negruzca goteándoles por el pecho. Sufría de pesadillas con los ojos abiertos, donde varias secuencias de diferentes películas se hacían realidad y yo, en cada una de ellas, siempre acababa gritando mientras me devoraban, incluso sentía como me desgarraban la carne.

Había programado mi salida para el medio día, pero no era capaz de salir de mi cuarto. Vicente se acercó a mi habitación, golpeó dos veces la puerta y me llamó. No pude responderle, ni siquiera moverme; su voz eran palabras sin sentido que repicaban constantemente. Ana se unió al compás de golpes y gritos. Su voz encendió una luz en mi cerebro que se había apagado.

Abrí la puerta con torpeza. En cuanto los vi eché un paso atrás con los ojos muy abiertos, mi cara debía expresar mi sorpresa, ya que se echaron a reír al unísono.

Vicente me mostraba una pistola pequeña de color negro, me dijo algo sobre el modelo entre risas, pero no lo entendí. Ana me sonreía, sus ojos brillaban con picardía. ¿De donde habían sacado un arma?  No sabía si preguntar o simplemente ignorar el hecho. Me la ofreció con varias cajas llenas de balas.

Lo único que pude balbucear, es que no tenía ni idea de que hacer con ese aparato. Los dos se miraron con una sonrisa llena de complicidad.

—Defenderte —me dijeron con entusiasmo.

—Te voy a explicar —me mostraba el arma como si fuera algo inofensivo—, la coges por aquí y si aprietas este botón desbloqueas el seguro.

Asentí con la cabeza, aunque realmente no entendía nada de lo que me estaba diciendo. Mi cuerpo estaba ahí, pero mi mente se había tomado unas largas vacaciones a un lugar perdido.

Sentir el arma en el bolsillo, lejos de darme seguridad, me aterraba. Soy consciente que en algún momento podría llegar a salvarme la vida.

Carmen estaba esperándome en la puerta de la entrada. Cuando llegué a su altura, me ofreció una llave que abría la puerta del laboratorio, la cual se cerraría a mi paso. Desabroché mi cadena y me la colgué del cuello, no debía perderla o no podría regresar. Sentí como introducía algo en el bolsillo mientras me susurraba algo muy extraño: “por si te encuentras algo más extraño de lo habitual.”. Quería responderle diciendo que las cosas ya son bastante raras, cómo saber que es más raro de lo habitual. Sus ojos me observaban con fiereza, como si debiera comprender algo.

Abrí la puerta. Un aire cálido me acaricio el rostro. Era extraño oler las flores que crecían en el invernadero y escuchar el susurro del río que paseaba a pocos metros. Todo era tan inquietantemente normal, que nadie podía adivinar el horror que a pocos metros vivían mis vecinos; el mismo que hace poco sentí en mi piel y el que sigue creciendo silenciosamente en mi espalda.

Prima, sé que si estuvieras aquí me regañarías, me tirarías de las orejas y me encerrarías en el laboratorio; pero tu no estas aquí y esta es mi decisión, acertada o no.

Te hecho de menos primita.

Besos

Iria

P.D.: ¿Recuerdas la promesa que nos hicimos de pequeñas? Sigue en pie.

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