Carta 15

Querida prima:

 

Te juro que sentí rabia cuando vi a aquel hombre tratando al niño con desdén.  Su semblante y su voz cambiaron en cuanto vio la botella que el muchacho traía, deseaba el licor con toda su alma.

Con el calor quemando mis mejillas, fui hacia él a voz en grito. Me ignoraba, toda su atención estaba concentrada en el licor. Apuré el paso y me encaré.

Le acusé de ser un borracho inmaduro. Un cobarde por permitir que el niño fuera solo a buscar comida; ese era el trabajo de un adulto.

El cura dio un paso hacia mí y empezó a gritar que la culpa era del crío, que se había marchado a hurtadillas y se llevó el arma descargada.

Me giré hacia el pequeño, tenía la vista baja en señal de culpabilidad. Había ido por el pueblo sin ningún tipo de seguridad, exponiéndose a un trágico final. Un niño como ese tenía que estar en un lugar seguro, con una persona que lo cuidara.

Seguía escupiendo palabras sobre lo fácil que era juzgar sin saber por lo que había pasado.  Levantó las manos en señal de súplica mientras murmuraba que antes bendecían y daban la comunión, ahora estaban manchadas por la sangre de demonios que habían poseído a sus feligreses.

Cerré los puños y le contesté que la vida de todos se había tornado en un infierno y la única manera de sobrevivir era ayudarnos entre nosotros; algo que él mismo predicaba desde el púlpito cada domingo, pero a la hora de la verdad las palabras se las lleva el viento y los actos son los que diferencian a las personas.

El cura estaba de pie, sujetando la botella con la mano temblorosa. Durante un segundo pensé que me golpearía con ella. Con la voz  llena de ira, gimió: “Tú no llevas puestos mis zapatos.” Empezó a andar hacía la sacristía, haciendo caso omiso de mi presencia. Sus palabras habían golpeado con fuerza algo que me ahogaba en el pecho.

Me dí la vuelta y me dirigí hacia el pequeño. Estaba sentado en el suelo, con las manos tapándose las orejas y el ceño fruncido.

Cuando le acaricie la cabeza, el muchacho abrió los ojos. Observó a su alrededor buscando al padre. Su mirada se paró en la puerta cerrada de la sacristía, ya sabía donde estaba el cura y lo que estaba haciendo.

Me senté a su lado y de  forma sutil lo invité a que me acompañara, juntos exploraríamos todo el pueblo. Había un brillo de curiosidad en sus ojos. Le cogí de la mano y lo empujé suavemente para que se levantara. Se quedó petrificado observando la puerta. Le dije que el cura era un borracho que nunca lo ayudaría, que yo lo mantendría a salvo. Dije mil cosas y mil promesas, pero seguía sin moverse.

Me dolía en el alma, pero debía seguir mi camino. En esa iglesia no encontraría ayuda para alcanzar mi objetivo.

Abrí la mochila y cogí una de las botellas con brebaje. Se la entregué al pequeño, diciéndole que era medicina para no convertirse en uno de esos monstruos, él me corrigió: “infectados”.  Sonreí y continúe dándole instrucciones: si alguno te muerde, bebe un poco cada día.

Señaló la puerta “¿el padre también tomará la medicina?”. No había dudas de que era un ser puro. El cura lo veía como un estorbo y él solo se preocupa por el bienestar del borracho. Estoy segura de que un hombre como el Padre Tomas no se merece la compasión de este niño.

Agarró su mochila y buscó un papel arrugado que me tendió con una sonrisa. Cuando lo desplegué, me encontré con el mapa del pueblo muy detallado y algunas instrucciones apuntadas por él. Lo abracé con ternura, el acarició mi dolorido hombro, lo observé boquiabierta, no hacia falta que dijera nada, cuando nuestras miradas se encontraron comprendí que él sabía sobre mi fatal infortunio.

Le dí un beso en la mejilla y me despedí, esperando volver a verlo sano y salvo.

Salí sigilosa de la iglesia, me giré para ver como Miguelin cerraba la puerta a mi espalda con una sonrisa amable. Ya lo echaba de menos.

Al comienzo de la calle, entre coches abandonados, escuché unos gemidos y unos pasos que se acercaban pesadamente. Me alegré de que el niño estuviera seguro en la iglesia. Corrí carretera abajo buscando, por el rabillo del ojo, un lugar donde esconderme.

Entré en una pequeña mercería que hacia esquina, la puerta estaba entreabierta y en su interior todo estaba desperdigado por el suelo. Agujas, botones y tijeras cubrían todo el mostrador; en el suelo, varios utensilios impedían andar libremente.

Cerré la puerta después de cerciorarme de que no había nadie. Coloqué toda la lana que encontré en una esquina para hacer una cama improvisada, necesitaba descansar.

El hombro me dolía y la vena que cruzaba mi espalda latía con brusquedad. Me quité la camiseta. El vendaje estaba amarillento y unas gotas de pus recorrían mi piel hasta el pecho. La carne de la herida estaba ennegrecida y mohosa, pero no se desprendía, era como si el proceso de putrefacción se mantuviera en una especie de limbo.

Después de limpiar la herida y tomar mi ración de brebaje, me acurruqué y cerré los ojos. Mi mente no dejaba de mostrarme imágenes de horribles demonios, y yo caminaba entre ellos.

Prima estoy aterrada por lo que me sucederá. Dame fuerzas.

 

Iria

 

P.D.: He decidido ir al ambulatorio, necesito gasas limpias y esparadrapo. De paso, cogeré las herramientas necesarias para hacer una autopsia, sólo tengo que encontrar a alguien tan loco y desesperado como yo para  que me ayude.

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Carta 15

Querida Teresa:

Tengo un terrible dolor de cabeza.

Podría haberme pasado días enteros tirado en la cama, con mi botella de anís, pero a veces las cosas pasan muy deprisa.

Aquella joven de carácter agrio me puso de los nervios. Pretendía juzgarme, pretendía llevarse a Miguel.

¡Por Dios! Ese niño es lo único que tengo en el mundo, a él y a ti, pero tú no estás aquí.

Cada día estoy más convencido de que Dios me lo mandó para poder enmendar el agravio que le hice.

Esa mujer quería darme lecciones de moralidad.

¡A mí! ¡En mi propia iglesia!

Y lo peor de todo es que, seguramente tenía razón. Ni siquiera recuerdo lo que dijo. Supongo que debí acogerla como un buen cristiano, pero en este pueblo, las puertas de la casa del Señor no están abiertas.

 

Las horas siguientes quedan un tanto borrosas. Yo solo quería terminarme el santo licor. Unos gritos me despertaron. Me levanté como pude. Todavía llevaba la botella en la mano. Estaba tan ido, que la idea de que un monstruo de esos hubiera entrado no me asustó. Los chillidos me condujeron a la parroquia. Allí me encontré una escena horrorosa.

Una vieja loca golpeaba a otra con un crucifijo. El mismo con el que maté a Rocío. Me quedé helado. Ella se percató de mi presencia y se giró, blasfemando, con intención de atacar. No me preguntes por qué, pero le ofrecí un trago. Eso le hizo recuperar la compostura. No se disculpó, ni siquiera habló, yo tampoco. Los dos nos sentamos en un banco, a terminarnos la botella, observando a su amiga muerta, bajo el enorme Cristo decepcionado.

Miguel apareció, alertado, con la escopeta en la mano.

—¡Vuelve a la cama! —le ordené.

¡Bastante enfadado estaba ya el niño conmigo como para implicarle en este embrollo!

Al final, saqué la pala y ayudé a la mujer a enterrar a la difunta anciana, en el patio. No hubo misa, ni palabras de consuelo. Al principio pensé que estaba infectada, y por eso la mató, pero luego vi que no. Ella no es de fiar. No me gustó como miró a Miguel.

Por el momento le hemos hecho un hueco en el despacho. Espero que no le vuelva la locura y nos mate, al igual que espero que al niño se le pase el enfado. Iba a leerles algún pasaje de la Biblia, pero no creo que a ella le haga gracia.

 

No sé que será de ti, ni por qué pasan estas cosas. Tampoco sé que habrá sido de aquella joven a la que, prácticamente, eché de mi iglesia. Solo sé que estoy cansado, apenas he disfrutado del anís y todavía me duele la cabeza. Si al menos tuviera un buen vino.

Gracias a Dios, la señora Aurora, que así dice llamarse, me ha dado unas aspirinas. Supongo que para compensar lo del anís.

Espero que el Señor guíe tus pasos mejor que a mí. Si es que sigues con vida.

 

Tu hermano Tomás.

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Carta 15

A Cristina;

Hermana, he pecado. El demonio se ha extendido en mi interior y me ha hecho hacer cosas de las que nunca me voy a arrepentir.

Sí, llegamos a la iglesia. Tardamos una eternidad, puesto que tuvimos que escondernos en varias casas abandonadas para que esas bestias no nos alcanzasen. En una de ellas, dos criaturas nos persiguieron, obligándome a dejar allí las espadas que traje conmigo de mi casa. Ya sabe que yo no corro mucho con el bastón, así que eran las armas o yo. Mi bolsa ya pesaba lo suficiente con la comida y los medicamentos. La pareja de ancianos sólo llevaba mantas, y María un pequeño bolso de mano con todo lo que pudimos salvar de entre los escombros. Ni siquiera llego a comprender cómo pude correr tanto para librarme de ellos, con todo el petróleo que tengo en los pulmones. A veces sueño con tener una de esas botellas de oxígeno que venden en las farmacias, como si fuera una máscara, que dicen que ayuda a la respiración; pero en vez de oxígeno yo la compraría de humo de tabaco. Si salgo viva de esta pesadilla le juro que pagaré a alguna empresa para que me haga una.

María empezó a cambiar después de la primera casa que visitamos. Le observé alejarse durante la noche, vaya usted a saber para qué. Lo extraño es que despertaba con mucha más vitalidad por las mañanas. Al principio pensé que eran algunas de las vitaminas de mi bolsa o que se sentía incómoda si hacía sus necesidades delante nuestro y sólo buscaba intimidad.

En cambio, la pareja estaba cada vez más débil, ni siquiera podían andar durante más de media hora seguida. Y yo con unas ganas desmedidas de llevarme algo de tabaco a la boca. Ni siquiera sirven las colillas que vamos encontrando. Están todas podridas.

Por fin divisamos las puertas de la iglesia, pero resultó que las condenadas estaban muy bien cerradas. Tuvimos que rodearla hasta que por fin encontramos una puerta trasera. Estábamos a medio camino cuando nos embistieron. Cuatro de esas criaturas aparecieron de entre las sombras, como si el mismísimo Satanás las hubiera mandado en ese preciso instante. Fue entonces cuando me di cuenta de que no saldría con vida si no reaccionaba.

Caí al suelo con el bastón justo delante de la puerta. La pareja de ancianos salió en mi ayuda, esas bestias cada vez estaban más cerca. Agarré la mano que ella me ofrecía y le empujé hacia atrás, con tanta suerte de que una de esas bestias le agarró antes de que pudiese alcanzarme. Obviamente, su amado corrió a rescatarla, pero yo ya me había levantado y entreabría la puerta. La pareja intentaba librarse de esas criaturas y me miraron por última vez con pavor. Les dije: “Así aprenderéis a no fiaros del Diablo”, cerrando la puerta en sus narices mientras veía cómo se los comían. La atranqué con lo primero que vi, por si en un casual los vejestorios esos quedaban vivos y venían a buscarme. Se que no me queda mucho tiempo de vida, pero tengo claro que no voy a morir en manos de una de esas criaturas.

María estaba atónita, sin saber qué hacer, y cayó al suelo presa del pánico. El contenido de su bolso se desparramó por completo. Se levantó y empezó a correr iglesia para dentro, pero al llegar a la nave central frenó en seco y se giró, consciente del grave error que había cometido.

Mis ojos enseguida se clavaron en el paquete de cigarrillos que había entre una brújula y un par de fotografías. Vi que había uno a medio terminar. Por fin se esclareció el misterio, la muy ramera no se separaba del grupo para cagar a gusto, si no para fumar a mis espaldas mi querido tabaco. Me quedé petrificada durante un instante. Tiré el bastón al suelo y empecé a correr hacia ella, como si estuviera poseída, como si me hubiese convertido en una de esas bestias. Me daba igual el dolor de la pierna, no lo sentía. Le perseguí hasta que llegó al ábside y vio que no tenía escapatoria. Se quedó aterrorizada. Le agarré del cuello, arrastrándole hasta el altar. Empecé a presionar, pero la condenada no moría, mis manos carecían de la fuerza suficiente. Y encima tuvo la poca vergüenza de implorarme piedad entre quejidos. En el altar había una Biblia y un crucifijo. Agarré el crucifijo y se lo clavé en el ojo; una vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez. No me acuerdo cuánto tiempo estuve deformándole la cara, manchándome con sangre de esa víbora, que me estaba arrebatando lo único que me hace sentir viva.

No paré hasta que escuché cómo alguien se acercaba por detrás. Ahí estaba el cura del pueblo, inmóvil, contemplando lo que estaba haciendo. Llevaba en la mano una botella de anís a medio terminar. Y yo que creía que los mensajeros de Dios no tenían vicios.

¿Tú también has venido a robarme el tabaco?”,  le solté enfurecida. Me acerqué a él cojeando, con el crucifijo ensangrentado apuntándole a la cara. Él, mirándome con indiferencia, lo único que hizo fue ofrecerme un trago. Fue entonces cuando volví en sí y me di cuenta de lo que acababa de pasar.

Me ayudó a enterrar a María en el pequeño cementerio que tiene la iglesia. Le enterramos desnuda, ya que yo me quedé su ropa impregnada de tabaco para olerla cuando se me terminase el paquete. Lo lamento hermana, pero no siento remordimiento alguno. Se lo merecían; la pareja por hacernos perder tiempo, y María por traicionarme. Pero no se preocupe, nadie más me engañará. Por si acaso,voy a observar de cerca al cura, ya lo verá. Nadie más me robará. Eso es pecado.

Le quiero, hermana.

Aurora.

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Carta 15

Querida Sara,

Acabamos de celebrar vuestro funeral a la sombra de un castaño con vistas al monte, desde donde Miguel y tú podréis ver el atardecer, juntos, durante toda la eternidad. Si algún día despierto de esta pesadilla, prometo volver para poneros flores y charlar un rato con vosotros. Descansa en paz, querida hermana, porque aquí arriba acaba de empezar la guerra.

Cuando conseguí levantarme de la cama, le pedí a Lucas que me enseñara a disparar, pero, presa de los celos, se negó en rotundo. No es capaz de aceptar el hecho de que Sergio sea hetero y que esté enamorado de mí. Evidentemente, no puede culparme de las tendencias sexuales de nuestro amigo y mucho menos del hecho de que yo esté tan buena. Me duele que Lucas esté así, ¿sabes? Sobre todo porque cuando frunce el ceño, se pone tan guapo, que le mataría a besos. En fin, que lo de los tríos amorosos da para mucho en las pelis románticas, pero en la vida real es un auténtico tostón.

Al enterarse de mi interés repentino por las armas, Sergio, que parece totalmente ajeno a los sentimientos de Lucas, se ofreció a darme unas clases. Durante la primera hora los resultados fueron descorazonadores. En otras palabras, no daba ni una. Tras dos horas más de entrenamiento, había agujereado cientos de cosas, pero las botellas a las que apuntaba, seguían allí, perfectamente alineadas y sin un sólo rasguño. Cuando estábamos a punto de tirar la toalla, descubrimos por casualidad que había truco. Imagínate que quiero darle a una botella, pues Sergio me dice que dispare a la puerta verde que está a 5 metros y… milagrosamente el objetivo estalla en mil pedazos. La única pega es que necesito que Sergio esté conmigo para calcular las distancias y darle al zombi en lugar de a Lucas (aunque a veces me entren ganas de matarlo). Como te puedes imaginar, esto no ha hecho más que empeorar las cosas con Lucas, que no soporta que Sergio y yo formemos equipo.

Pese a nuestras diferencias, los tres teníamos claro que no podía haber piedad. Es decir, que si volvíamos a la casa donde os habíamos perdido, no podía quedar ningún zombi en pie, incluidos vosotros dos. Era la única forma. Propuse un asalto en plan Rambo, liándonos a tiro limpio con todo Cristo, pero los dos chicos estaban de acuerdo en que aquello era una completa locura, principalmente porque éramos sólo tres y vosotros ciento y la madre. Lucas sugirió quemarlo todo, recurriendo al típico escape de gas en la cocina. Sergio y yo acogimos la idea con entusiasmo, no sólo porque nos encantaba la idea de ver saltar la casa por los aires, sino porque ninguno de los dos nos veíamos capaces de pegaros un tiro ni a ti, ni a Miguel. De hecho, Sergio ni siquiera había sido capaz de contarnos cómo se había muerto su amigo. Cada vez que le mencionábamos el tema, bajaba la mirada y dejaba de hablar. Así que decidimos dejarlo correr.

Llegamos a la casa un poco antes de las diez de la mañana, cuando parecía que estabais celebrando una especie de festival zombi en el jardín. A juzgar por los rugidos, golpes y alaridos, el evento debía de ser la mar de interesante. Nos detuvimos un momento junto a la ambulancia que nos había llevado hasta allí, pero que había quedado inservible por la falta de combustible, y acto seguido nos dirigimos sigilosos hacia la casa. Sinceramente, no teníamos ningún plan, sólo una caja de cerillas, unas pistolas, municiones… y la determinación de llegar hasta la cocina con la esperanza de que en la bombona quedara el suficiente gas como para que todo saltara por los aires. Fue fácil entrar, pues todos os hallabais en el jardín. Es más, caímos en la cuenta de que de nada serviría que la casa explotara, si no estabais dentro. Así que Lucas propuso que Sergio y yo atrajéramos vuestra atención, mientras él la liaba en la cocina. La idea era que todos entrarais por la puerta principal, mientras nosotros escapábamos por la trasera.

Estabais tan enfrascados en vuestro evento matutino que nuestros gritos no consiguieron atraer vuestra atención, de modo que finalmente nos tuvimos que liar a tiros. Fue un poco estresante para Sergio, que tenía que disparar a la vez que me decía a dónde tenía que apuntar yo para dar a este zombi o al de más allá. Derribamos a un par de ellos y al poco, un enjambre de bestias enfurecidas se lanzaba en nuestra persecución. Llegamos a la cocina con la adrenalina por las nubes, pero allí no había rastro de Lucas, que no parecía haber encendido el gas, ni nada que se le pareciera.

Reconozco que pensé que nos había dejado tirados. Miré a Sergio, me miró, los zombis ya en el pasillo, apenas a unos pasos… Y he aquí que aparece Lucas de debajo de una mesa y simplemente nos dice que ya está y que nos vayamos de allí pitando. Pero, ¿de qué estaba hablando? Como no era el momento de explicaciones, nos limitamos a correr como locos hasta que Lucas nos dijo que ya era suficiente. Sara, si estabais allí, ni siquiera llegamos a veros.

La explosión fue apoteósica, mucho mejor que los fuegos artificiales de las fiestas o nada que hubiéramos visto en una película de acción. De hecho, era imposible que una simple bombona de butano pudiera haber hecho aquello.

—Resulta que mientras estabais haciendo vuestras prácticas de tiro —nos dijo Lucas ante nuestras miradas inquisitivas—, encontré unos explosivos. No os había dicho nada porque no estaba seguro de saber utilizarlos, pero lo importante es que ha salido bien, ¿verdad?

Su bomba no sólo había hecho un boquete enorme en la cocina y parte de la planta de arriba, de donde salía un humo blanquecino, sino que la casa también había perdido la mitad del techo. Los pocos zombis que salían tambaleantes, fueron blanco fácil.

No conseguimos recuperar vuestros cuerpos, pero hemos decidido haceros un funeral simbólico, junto al castaño que te he mencionado antes. Sergio insistió en pronunciar unas palabras y lo que hizo fue contarnos, al fin, cómo había perdido a Miguel hacía apenas unos días. Nos dijo que tras nuestra marcha, de alguna forma, los dos consiguieron abrirse paso hasta la casa. Se precipitaron escaleras arriba, donde se refugiaron en uno de los dormitorios, atrancando la puerta con un escritorio. Sin embargo, los zombis, que no eran tontos, sabían perfectamente dónde se habían escondido y pronto arremetieron contra la puerta, aporreándola con todas sus fuerzas. Saltar por la ventana no era una opción, dado que el jardín seguía atestado de enemigos. Así que sólo les quedaba el armario, donde uno de ellos podría refugiarse, confiando en que los zombis se olvidaran de él tras devorar al desafortunado que se había quedado fuera. O no. Pero no había tiempo para un plan más elaborado.

Miguel propuso que se lo jugaran a cara o cruz, pero no hubo tiempo ni de lanzar la moneda, ya que los zombis estaban a punto de irrumpir en el cuarto. Entonces Sergio, sin pensarlo dos veces, le dio un empujón a su amigo, lanzándole contra la puerta… y se metió en el armario, con la esperanza de que los zombis impidieran que Miguel pudiera quitarle el sitio. Y efectivamente, Miguel no tuvo la más mínima oportunidad. Aquellas bestias apenas tardaron unos segundos en entrar y abalanzarse sobre él. No se oyó ningún grito, sólo el sonido de huesos rotos y carne desgarrada, acompañado del olor a sangre y podrido. Sergio tuvo que hacer un gran esfuerzo para no perder la compostura, pero las náuseas que sentía no eran nada en comparación con su propio sentimiento de culpabilidad.

—Lo siento, Miguel —dijo Sergio entre lágrimas—. Tenía tanto miedo…

La suerte quiso que algún ruido atrajera a los zombis más que el olor a miedo proveniente del armario, de modo que se precipitaron escaleras abajo, olvidándose de él.

En las guerras no hay héroes, sino sólo un atajo de víctimas más o menos afortunadas. Aquí ya no existe ni El Bien ni El Mal, sólo estamos nosotros y esas bestias… y todo se limita a hacer lo posible para sobrevivir. No soy nadie para culpar a Sergio de lo que hizo, pues ya tengo que apechugar con mis propios errores y vivir con ello, pero vivir, al fin y al cabo.

Descansa en paz, allá donde estés. Nosotros seguimos aquí y esto es la guerra.

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