Iria
09/Jun/2012
bloody hand
15

Querida prima:

 

Te juro que sentí rabia cuando vi a aquel hombre tratando al niño con desdén.  Su semblante y su voz cambiaron en cuanto vio la botella que el muchacho traía, deseaba el licor con toda su alma.

Con el calor quemando mis mejillas, fui hacia él a voz en grito. Me ignoraba, toda su atención estaba concentrada en el licor. Apuré el paso y me encaré.

Le acusé de ser un borracho inmaduro. Un cobarde por permitir que el niño fuera solo a buscar comida; ese era el trabajo de un adulto.

El cura dio un paso hacia mí y empezó a gritar que la culpa era del crío, que se había marchado a hurtadillas y se llevó el arma descargada.

Me giré hacia el pequeño, tenía la vista baja en señal de culpabilidad. Había ido por el pueblo sin ningún tipo de seguridad, exponiéndose a un trágico final. Un niño como ese tenía que estar en un lugar seguro, con una persona que lo cuidara.

Seguía escupiendo palabras sobre lo fácil que era juzgar sin saber por lo que había pasado.  Levantó las manos en señal de súplica mientras murmuraba que antes bendecían y daban la comunión, ahora estaban manchadas por la sangre de demonios que habían poseído a sus feligreses.

Cerré los puños y le contesté que la vida de todos se había tornado en un infierno y la única manera de sobrevivir era ayudarnos entre nosotros; algo que él mismo predicaba desde el púlpito cada domingo, pero a la hora de la verdad las palabras se las lleva el viento y los actos son los que diferencian a las personas.

El cura estaba de pie, sujetando la botella con la mano temblorosa. Durante un segundo pensé que me golpearía con ella. Con la voz  llena de ira, gimió: “Tú no llevas puestos mis zapatos.” Empezó a andar hacía la sacristía, haciendo caso omiso de mi presencia. Sus palabras habían golpeado con fuerza algo que me ahogaba en el pecho.

Me dí la vuelta y me dirigí hacia el pequeño. Estaba sentado en el suelo, con las manos tapándose las orejas y el ceño fruncido.

Cuando le acaricie la cabeza, el muchacho abrió los ojos. Observó a su alrededor buscando al padre. Su mirada se paró en la puerta cerrada de la sacristía, ya sabía donde estaba el cura y lo que estaba haciendo.

Me senté a su lado y de  forma sutil lo invité a que me acompañara, juntos exploraríamos todo el pueblo. Había un brillo de curiosidad en sus ojos. Le cogí de la mano y lo empujé suavemente para que se levantara. Se quedó petrificado observando la puerta. Le dije que el cura era un borracho que nunca lo ayudaría, que yo lo mantendría a salvo. Dije mil cosas y mil promesas, pero seguía sin moverse.

Me dolía en el alma, pero debía seguir mi camino. En esa iglesia no encontraría ayuda para alcanzar mi objetivo.

Abrí la mochila y cogí una de las botellas con brebaje. Se la entregué al pequeño, diciéndole que era medicina para no convertirse en uno de esos monstruos, él me corrigió: “infectados”.  Sonreí y continúe dándole instrucciones: si alguno te muerde, bebe un poco cada día.

Señaló la puerta “¿el padre también tomará la medicina?”. No había dudas de que era un ser puro. El cura lo veía como un estorbo y él solo se preocupa por el bienestar del borracho. Estoy segura de que un hombre como el Padre Tomas no se merece la compasión de este niño.

Agarró su mochila y buscó un papel arrugado que me tendió con una sonrisa. Cuando lo desplegué, me encontré con el mapa del pueblo muy detallado y algunas instrucciones apuntadas por él. Lo abracé con ternura, el acarició mi dolorido hombro, lo observé boquiabierta, no hacia falta que dijera nada, cuando nuestras miradas se encontraron comprendí que él sabía sobre mi fatal infortunio.

Le dí un beso en la mejilla y me despedí, esperando volver a verlo sano y salvo.

Salí sigilosa de la iglesia, me giré para ver como Miguelin cerraba la puerta a mi espalda con una sonrisa amable. Ya lo echaba de menos.

Al comienzo de la calle, entre coches abandonados, escuché unos gemidos y unos pasos que se acercaban pesadamente. Me alegré de que el niño estuviera seguro en la iglesia. Corrí carretera abajo buscando, por el rabillo del ojo, un lugar donde esconderme.

Entré en una pequeña mercería que hacia esquina, la puerta estaba entreabierta y en su interior todo estaba desperdigado por el suelo. Agujas, botones y tijeras cubrían todo el mostrador; en el suelo, varios utensilios impedían andar libremente.

Cerré la puerta después de cerciorarme de que no había nadie. Coloqué toda la lana que encontré en una esquina para hacer una cama improvisada, necesitaba descansar.

El hombro me dolía y la vena que cruzaba mi espalda latía con brusquedad. Me quité la camiseta. El vendaje estaba amarillento y unas gotas de pus recorrían mi piel hasta el pecho. La carne de la herida estaba ennegrecida y mohosa, pero no se desprendía, era como si el proceso de putrefacción se mantuviera en una especie de limbo.

Después de limpiar la herida y tomar mi ración de brebaje, me acurruqué y cerré los ojos. Mi mente no dejaba de mostrarme imágenes de horribles demonios, y yo caminaba entre ellos.

Prima estoy aterrada por lo que me sucederá. Dame fuerzas.

 

Iria

 

P.D.: He decidido ir al ambulatorio, necesito gasas limpias y esparadrapo. De paso, cogeré las herramientas necesarias para hacer una autopsia, sólo tengo que encontrar a alguien tan loco y desesperado como yo para  que me ayude.