Iria
22/Ago/2014
bloody hand
27

Hola prima.

Una vez más, esta es la única manera que tengo para demostrarte que sigo viva, aunque no sé por cuanto tiempo.
Hoy he perdido a alguien importante. Sus últimos momentos me inspiraron para seguir luchando aunque arriesgue mi penosa e infecta vida si hace falta.
Su muerte me hace pensar en el verdadero sentido de la vida. Cuestiones que siempre consideré banales y hoy me han golpeado con el puño cerrado.
Ana, Sebas y yo llevábamos las mochilas cargadas de brebaje, latas de conservas y material del botiquín, teníamos que estar preparados para el camino que nos aguardaba.
Jesús hizo lo que prometió, se arrastró hasta la puerta y se sentó, aguantando en ella con el peso de su cuerpo. Su piel se había vuelto de ese extraño tono verdoso y las venas palpitaban con fuerza; le quedaba poco tiempo.
Estuvimos de acuerdo en que necesitaría mucha fuerza para poder mantener a Alex a raya cuando la puerta se desactivara, así que cogimos dos trozos de carne cruda, una más pequeña que otra y en cuanto dejara de brillar la luz roja de aislamiento se los arrojaríamos. Guardamos el trozo más grande para Jesús, pensando que así ganaría más fuerza.
Sebas estaba con la carne preparada, Ana esperaba en la puerta que daba a la azotea y yo me ocupaba del cuadro de luz principal. Todo tenía que estar perfectamente sincronizado. Respiré hondo, conté hasta tres y grité: “Yaaa”.
La luz se fue, Sebas abrió la zona de aislamiento empujando brevemente el cuerpo de Jesús, arrojó los dos trozos; el pequeño lo más lejos posible. Los ojos de Alex se encendieron como una hoguera y corrió detrás de él. Jesús le arrancó el trozo que le pertenecía con desesperación.
Ana abrió la puerta de la azotea y empezó a subir. Tenía que ser la primera en encontrar una vía de escape.
Corrí como si no hubiera un mañana hacia las escaleras, casi a la par estaba Sebas, su mochila era la más pesada, por lo que no conseguía adelantarme. Saltamos hacia el interior de las escaleras, cerramos la puerta y Sebas apoyó su mochila sobre ella. La idea era poner el mayor número de trabas posible e impedir que Alex subiera a por nosotros.
Ya veíamos la luz del exterior cuando escuchamos un horrible rugido y un grito. Me imaginé a Jesús luchando ferozmente contra Alex para impedirle pasar.
Mi último escalón coincidió con un portazo a pocos metros de nosotros. Alex había llegado al pie de las escaleras, estaba subiendo.
Ana gritaba desesperada para que corriéramos hacia donde se encontraba, había visto algo en la fachada.
Sebas y yo corrimos sin ver la sombra que venía hacia nosotros.
Al llegar a la altura de Ana, bajamos la mirada hacia donde ella nos señalaba. Tuvimos un golpe de esperanza seguido de una puñalada de horror. Había una escalera de incendios que serpenteaba hacia el suelo. En el último tramo nos cortaba el paso una puerta metálica que impedía que nadie subiera y al otro lado dos zombis caminaban buscando comida.
O nos enfrentábamos al zombi de Alex o a esos dos de la calle. No había escapatoria posible.
Ana fue la primera en bajar, después Sebas. Yo, al ser la última, fui la única que vio la sombra de nuestra amenaza llegar a la azotea. Vi como husmeaba el aire buscando nuestro olor. Para mi sorpresa, no sólo Alex nos buscaba, Jesús babeaba un líquido negro oscuro, sus ojos habían perdido toda humanidad. Alzó la nariz para buscarnos.
Creí que mi olor los despistaría, a Alex por lo menos si, pero Jesús, que en su inconsciente asocio su propio olor infectado con el mío, enseguida me localizó.
Bajé las escaleras gritando que ya venían. Sebas fue el primero en observarme con los ojos abiertos, llenos de incredulidad, mientras movia la cabeza hacia los lados. Comprendió lo que mi frase encerraba, yo no hablaba en singular, sino en plural.
Llegamos al primer descansillo, Ana nos esperaba con las manos en las rodillas intentando recuperar el aliento. Escuchamos un grito que nos heló la sangre. Los tres alzamos la mirada sobre nuestras cabezas. Eran Alex y Jesús que, juntos como hermanos, intentaban llegar hasta nosotros. Tenían las manos estiradas y empujaban sus cuerpos putrefactos.
Seguimos bajando, escuchamos un segundo grito, esta vez venia de abajo. Los dos zombies de la calle estaban en la puerta metálica y usaban toda su fuerza para empujarla. Sus manos se colaban por las barras intentando alcanzarnos.
Por un momento, parecía que estaba viendo una película antigua donde revivía la típica imagen que aterrorizaba a los telespectadores.
Llegamos al siguiente descanso, unas escaleras más y estaríamos matando a los zombies que estaban esperándonos.
Escuchamos un golpe seco, como algo que se había caído sobre nosotros, justo en el primer descansillo. El golpe se volvió a producir seguido de un leve quejido. Levantamos las cabezas y sobre nosotros vimos dos cuerpos tendidos en el suelo que intentaban levantarse como una cucaracha.
Sebas le tapó la boca a Ana en el momento que la abría para gritar. Nos movimos despacio, aprovechando que los huesos de esos dos estaban rotos y aún no sabían como ponerse en pie.
Llegamos a la planta baja. Nos separaba de la libertad una puerta metálica y las manos de unos zombies hambrientos.
Sebas agarró mi mochila, del interior sacó un cuchillo carnicero y con la mirada fija en las cabezas de esos monstruos, levantó el arma y se la clavó en la garganta a uno de ellos. Una fuente de viscoso líquido negro empezó a emanar.
El otro zombie agarró el brazo de Sebas y tiraba con fuerza para atraerlo hacia su mandíbula. Sebas aprovechó el momento en que el monstruo abría la boca para clavarle el cuchillo de forma ascendente; de esta manera le llegó directamente al cerebro.
El zombie con la garganta babeante se movía con lentitud; otro golpe de Sebas y la cabeza se separo del cuerpo con facilidad.
Escuchamos un golpe y las escaleras temblaron. Sabíamos que justo detrás de nosotros estaban ellos. Nuestros amigos, nuestros compañeros de aventuras que querían invitarnos a comer en donde nosotros somos el menú principal.
Sebas agarró a Ana y la ayudó a alzarse por la puerta, era la única manera de pasar. Había que ir con cuidado, pues la parte superior finalizaba en alambre de espino.
A continuación, Sebas subió a la puerta, con una mano apartaba el cable de espino y la otra me la tendía para que yo subiera.
Justo cuando me alzaba, sentí un golpe seco sobre mi espalda y como varias garras tiraban de mí.
Sebas y Ana gritaban al unísono. Sebas intentó alcanzarme pero el cable de espino se le clavaba en su piel y amenazaba con desgarrarle.
Las manos de Alex y Jesús me apresaban como garras. Sentí los dientes de Alex en mi carne. Cuando la sangre brotó, apartó su boca y, como si hubiera probado carne en descomposición, empezó a escupirla. Jesús hizo lo mismo cuando mi sangre manchó sus labios.
Sebas aprovechó ese momento para lanzarse sobre ellos, le clavó el cuchillo en el pecho a Alex. Esté gritó con furia y le lanzó un zarpazo en el rostro. La sangre brotó de la frente y las mejillas de Sebas, ese agradable olor llegó hasta mí como el de un pastel recién hecho. Si yo sentía hambre, Alex y Jesús debían sentir el doble.
Alex, con el cuchillo aún clavado en el abdomen, agarró a Sebas y lo atrajo hacia su boca. Sebas propinó patadas y golpes, pero estaba indefenso ante el hambre descomunal del zombie.
Corrí hacia él, sabia que a mi no me morderían, ya han probado el sabor infecto de mi sangre y les repugna; pero estaba demasiado lejos. Ya casi podía ver como Alex cerraba su mandíbula alrededor de la carne de Sebas.
Jesús, que se había mantenido inmóvil, se acercó a Alex y le golpeó la cabeza con brutalidad.
Alex, aturdido, se giró lentamente. Jesús le arrancó el cuchillo del estómago y lo clavó en el cuello varias veces, hasta que la cabeza le quedó colgando hacia atrás. Finalmente el cuerpo de Alex cayó al suelo burbujeando sangre negra.
Sebas y yo observamos a Jesús, parecía tener un segundo de humanidad, un momento de lucidez. Durante ese segundo comprendí lo que sus ojos me gritaban: “cumple tu palabra, me lo prometiste”.
Esa frase cayó en mí como una losa. La promesa que le había hecho a Jesús el día anterior. Su humanidad ya casi era un breve destello en la oscuridad. El quería morir como un ser humano, no como un monstruo.
Agarré el cuchillo de carnicero del suelo y me dirigí hacia Jesús. Sabia donde tenía que golpear para que su sufrimiento finalizara. Me coloqué en su espalda y alcé el cuchillo lo suficiente para que quedara en medio de su cuello, entre las vértebras.
Observe como el cuerpo temblaba, no por lo que iba a ocurrir, si no por que estaba usando todas sus fuerzas para no saltar sobre la exquisita carne de Sebas; su sangre estaba desquiciándonos a los dos.
Respiré hondo y clavé el cuchillo entre las vértebras, girándolo a la vez. Escuché un crujido y el cuerpo de Jesús cayó inerte al suelo.
Me arrodillé a su lado observando la sangre de su herida, casi no quedaban gotas rojas en ella, la oscuridad babeante la estaba engullendo. Acaricié sus cabellos, y desee tener un final tan limpio como el que él había tenido.
Me impresionó como mantuvo a raya al monstruo que llevaba. Cuando lo vi en la azotea, pensé que lo había perdido para siempre, pero un virus no merma el espíritu humano. En el último momento consiguió fuerzas para encontrar el suspiro que le quedaba en su alma y así morir como un hombre.
Prima, todo esto me hace pensar en la vida, en la muerte y en lo que somos o cual es nuestro papel en este mundo. Ya sé que son preguntas con miles de respuestas que nos pueden llevar varias vidas discutir sin encontrar un atisbo de resolución en ellas.

Un beso

Iria.

P.D.: Hemos llegado al pueblo. Hay algo en el aire que nos produce horror, no sé explicar que es. Nuestros sentidos y nuestra mente nos gritan que salgamos de aquí; pero aún no podemos, tenemos que llegar al ayuntamiento, tenemos que descubrir el porqué de todo esto.